El sobrecogerse con lo bello es un ad plures ire, que es el modo en que los romanos solían referirse a la muerte. […] La apariencia en lo bello consiste en que, en la obra, nunca se encuentra aquel objeto idéntico por el cual la admiración se afana, sino que ésta cosecha lo que generaciones anteriores habían admirado ya en aquél. Aquí, un dicho de Goethe: «Todo aquello que haya ya ejercido una gran influencia, nunca más podrá ser ya juzgado auténticamente». Lo bello en su relación con la naturaleza puede determinarse como aquello que «sigue siendo en esencia igual a sí bajo su velamiento».
Johann Wolfgang Goethe, Neue deutsche Beiträge, ed. Hugo von Hofmannsthal, Múnich, 1925, II, 2, p. 161. Cit. en Obras I, 2, p. 244
Con los nuevos procedimientos de producción, que conducen a hacer imitaciones, se sedimenta la apariencia en las mercancías.
La superioridad con que la historia cultural suele presentar sus contenidos es una apariencia que deviene de una falsa consciencia. El materialista histórico adopta una actitud bien reservada frente a dicha historia cultural. Para justificar esta actitud, basta solamente con echar un vistazo al pasado: todo el arte y la ciencia que el materialista histórico perciba tiene sin duda una procedencia que él por cierto no puede contemplar sin horror. Pues todo eso debe su existencia no tan sólo al esfuerzo de aquellos grandes genios que lo han ido creando, sino también –en mayor o menor grado– a la esclavitud anónima de sus contemporáneos. No hay ningún documento de cultura que no sea al tiempo documento de barbarie.
En tanto tal, la historia cultural representa un avance del conocimiento exclusivamente en apariencia, y ni siquiera representa en apariencia un auténtico avance para la dialéctica. Pues le falta el momento destructivo que garantiza lo que es la autenticidad del pensamiento dialéctico y de la experiencia del dialéctico. En efecto, la historia cultural incrementa la carga de tesoros que se van acumulando en las espaldas de la humanidad, pero no le da a ésta la fuerza de sacudirse dicha carga y alcanzar a tomarla entre sus manos.
A diferencia de casi todos los intelectuales de su tiempo, Goethe nunca logró sentirse a gusto con la ‘bella apariencia’.
Lo característico de la experiencia dialéctica: destruir la apariencia de lo siempre-igual, –destruir incluso la repetición–, en el seno mismo de la historia.