A la historiografía materialista le subyace un principio constructivo. Ahí del pensamiento forman parte no sólo el movimiento del pensar, sino ya también su detención. Cuando el pensar se para, de repente, en una particular constelación que se halle saturada de tensiones, se le produce un shock mediante el cual él se cristaliza como mónada. El materialista histórico sólo se acerca a un objeto histórico en cuanto se lo enfrenta como mónada. Y, en esta estructura, reconoce el signo de una detención mesiánica del acaecer, o, dicho de otro modo, de una oportunidad revolucionaria dentro de la lucha por el pasado oprimido. Y la percibe para hacer saltar toda una época concreta respecto al curso homogéneo de la historia; con ello hace saltar una vida concreta de la época, y una obra concreta respecto de la obra de una vida. El resultado de su procedimiento consiste en que en la obra queda conservada y superada la obra de una vida, como en la obra de una vida una época, y en la época el decurso de la historia.
Hoy toda revista debería ser implacable en el pensamiento e imperturbable en lo que dice, sin prestarle al público la menor atención cuando así resulte necesario, aferrándose a lo que en verdad es actual, que va tomando forma por debajo de la estéril superficie de eso nuevo o novísimo cuya explotación se ha de ceder a los periódicos. Para toda revista entendida de ese modo, la crítica es sin duda el guardián del umbral.
«La metáfora más inesperada», como dice Pierre Quint, «se conforma pegada al pensamiento».
En tanto tal, la historia cultural representa un avance del conocimiento exclusivamente en apariencia, y ni siquiera representa en apariencia un auténtico avance para la dialéctica. Pues le falta el momento destructivo que garantiza lo que es la autenticidad del pensamiento dialéctico y de la experiencia del dialéctico. En efecto, la historia cultural incrementa la carga de tesoros que se van acumulando en las espaldas de la humanidad, pero no le da a ésta la fuerza de sacudirse dicha carga y alcanzar a tomarla entre sus manos.
Tal como lo escribe Valéry, «los románticos se alzaron contra el siglo XVIII en su conjunto, [...] y acusaron así frívolamente de una supuesta superficialidad a unos hombres que estaban muchísimo mejor instruidos que ellos, que sentían mucha más curiosidad por los hechos y las ideas que sentían ellos, y que buscaban la precisión y el pensamiento a gran escala mucho más que ellos».
La verdadera narración siempre ha tenido un decidido carácter conservador en el mejor sentido de este término. No es posible pensar en ninguno de los grandes narradores manteniéndose al margen de los más antiguos pensamientos de los hombres.
Para Goethe, la meta natural de la ciencia es que el ser humano se comprenda a sí mismo cuando piensa y actúa. […] Pero el mayor beneficio resultante del conocimiento de la naturaleza sin duda consistía para él en la forma que ésta le otorga a una vida. Goethe desplegó aquella idea hasta alcanzar un estricto pragmatismo: «Sólo lo fecundo es verdadero».
Se dan ciertos instantes en que las cosas y los pensamientos hay que pesarlos, pero no contarlos. Y hay no menos instantes [...] en que las cosas y los pensamientos hay que contarlos, pero no pesarlos. La literatura hoy en Rusia –y con razón– es un objeto mayor para la estadística que no para la estética.
Según Valéry, nuestros más importantes pensamientos siempre son justamente los que contradicen nuestros sentimientos.
Paul Valéry, Oeuvres, París, 1971, vol. II, pp. 647-648. Cit. en W. Benjamin, Obras II, 2, p. 411
La idea de la vida y la supervivencia de las obras es preciso entenderla de manera nada metafórica, sino bien objetiva. Que no se puede atribuir la vida a la corporalidad orgánica tan sólo se ha aceptado hasta en tiempos de máxima confusión del pensamiento.
La libertad de hablar se está perdiendo. Antes era evidente que las personas que mantenían una conversación se interesaban por su interlocutor, pero eso ha sido hoy sustituido por la pregunta por el precio de sus zapatos o de su paraguas. En toda conversación se va infiltrando el tema que plantea las condiciones de vida, el del dinero. […] Es como si estuviéramos atrapados dentro de un teatro y tuviéramos que presenciar la obra que se representa en el escenario, lo queramos o no, convirtiéndola, una y otra vez, en objeto del pensamiento y la conversación.
El hablar conquista al pensamiento; escribir lo domina.
Las consignas de una crítica deficiente malvenden el pensamiento en aras de la moda.
Un camarero del Romanisches Café respondió a aquel cliente que se escandalizaba de que la taza de café de repente costara unos millones de marcos más que el día anterior, dado que el dólar aún no había subido: «¿No sabe usted cuál es hoy la divisa? Ser un filósofo, no pensar, ser un filósofo». Sin duda que quería decir esto: asombrarse en silencio.
Es otra vez mi superstición. Creo que cualquier cosa se puede convertir en un presagio, consulto así un oráculo cien veces al día. No hace falta contarte los detalles. Por ejemplo, un insecto que se arrastra me va dando respuesta a mis preguntas sobre mi destino. ¿No es esto impropio de un profesor de física? […] Tal vez sí, tal vez no. Sé que la Tierra gira, pero no me avergüenzo por pensar que está quieta.
Yo, que vendo mi pensamiento y quiero ser autor.
Del soñador procede [en Baudelaire] la esterotipia en el motivo, la seguridad que rechaza cuanto estorba, su afán de disponer, a cada vez, la imagen al servicio del pensar. Pues el soñador se encuentra en casa cuando se encuentra entre alegorías.
Si en efecto es la fantasía quien trae las correspondencias al recuerdo, es el pensamiento el que le ofrece lo que viene a ser la alegoría. Así el recuerdo hace confluir la fantasía con el pensamiento.
Lo que distingue [...] al soñador del pensador es que aquel no medita solamente una cosa; él medita su propio meditarla. Su caso es el del hombre que ha hallado la solución al gran problema, pero que, de pronto, la ha olvidado. Y ahora no sueña ya tanto la cosa, sino su pasado meditar sobre ella. De este modo, el pensar del soñador queda bajo el signo del recuerdo. Y es que el soñador y el alegórico sin duda están hechos de la misma madera.
El pensamiento ha de caracterizar y proteger los intervalos de la reflexión, las separaciones de las partes más intensamente vueltas hacia afuera.
Utilizar los distintos elementos que componen el sueño al despertar es, como tal, el canon de la dialéctica. Es un modelo para el pensador y es vinculante para el historiador.
A lo que es el pensar le pertenece tanto el movimiento como la detención del pensamiento. Donde el pensar alcanza a detención, en el seno de una constelación del todo saturada de tensiones, es donde aparece la imagen dialéctica. Y eso es la cesura en el movimiento del pensar.
Es fundamental reconocer un momento puntual del desarrollo en su calidad de encrucijada. En una de ellas se presenta ahora lo que es el nuevo pensamiento histórico, ése que viene caracterizado por una más elevada concreción, por su rescate de las épocas de decadencia, por revisar la periodización, en general como en sus detalles, y cuya futura explotación revolucionaria o reaccionaria se decide ahora justamente. Pues, en este sentido, en los escritos de los surrealistas, como en el nuevo libro publicado por Heidegger, se nos anuncia una misma crisis en sus dos posibles soluciones.