La rememoración complementa la ‘vivencia’. En ella se precipita la creciente autoalienación del hombre, que hace inventario de todo su pasado como capital ya sin valor. La reliquia procede del cadáver, rememoración de la experiencia ya difunta que, eufemísticamente, se llama vivencia.
La existencia de una relación objetiva entre consciencia empírica y concepto objetivo de experiencia es sin más imposible. Toda experiencia auténtica se basa en la consciencia pura epistemológica (transcendental), si este término es aún utilizable bajo la condición de despojarlo de todo cuanto tiene de subjetivo.
No se puede pasar por alto el hecho de que el concepto de libertad se encuentra en peculiar correlación con el concepto mecánico de experiencia, y que el neokantismo lo ha desarrollado en conformidad con tal hecho. Pero también aquí hay que subrayar que la ética no puede reducirse al concepto de moralidad que tienen la Ilustración, Kant y los kantianos, del mismo modo que la metafísica no se reduce a lo que ellos llaman experiencia. Y de ahí resulta al mismo tiempo que disponiendo de un nuevo concepto de lo que es el conocimiento deba cambiar decisivamente no ya sólo el concepto de experiencia, sino también el de libertad.
Exigencia de la filosofía venidera: crear, sobre la base del sistema kantiano, un concepto de conocimiento al que corresponda un concepto de experiencia de la que el conocimiento sea teoría. Y así, o a esa filosofía se le podría llamar «teología» estudiada en su parte general o la teología quedaría subordinada a ella en la medida en que contiene elementos filosóficos históricos. Experiencia será, en consecuencia, la multiplicidad continua y unitaria de lo que es el conocimiento.
La fuente de la existencia se encuentra en la totalidad de la experiencia, siendo en la teoría donde la filosofía alcanza lo absoluto, y lo alcanza en tanto que existencia.
Con las experiencias de la humanidad –y la Antigüedad es una de ellas– sucede lo mismo que con las experiencias del individuo. Su ley formal es una ley de encogimiento; su laconismo no es sagacidad, sino la sequedad del fruto viejo, del viejo rostro humano.
El lenguaje tiene preferencia. Pero no solamente sobre el sentido. También sobre el yo. En el ensamble del mundo, el sueño afloja la individualidad igual que un diente hueco. Y este aflojamiento del yo en la embriaguez es, al mismo tiempo, la experiencia viva y tan fecunda que hizo salir a los surrealistas del hechizo de la embriaguez en cuanto tal. No es éste el lugar para describir la experiencia de los surrealistas en todo su alcance. Pero quien ha comprendido que los textos adscritos a este círculo no son literatura, sino otras cosas (manifestación, consigna, documento, bluff, o, si se quiere, falsificación), también ha comprendido que aquí se habla literalmente de experiencias, y no de teorías o, aún mucho menos, de fantasmas.
Breton nos indica en su Introduction au discours sur le peu de réalité que el realismo filosófico de la Edad Media se encuentra a la base de la experiencia poética. Dicho realismo –la fe en que los conceptos tienen existencia de modo objetivo, fuera de las cosas o bien dentro de ellas– ha pasado siempre muy rápidamente desde el reino lógico de los conceptos hasta el reino mágico de las palabras.
El arte de narrar está acabado. Es cada vez más raro encontrar a personas que resulten capaces de contar algo bien. Y es cada vez más habitual que la propuesta de contar historias cause embarazo entre los presentes. Como si nos hubieran arrancado una facultad que nos parecía inalienable […]: la facultad concreta de intercambiarnos experiencias.
Un vistazo al periódico muestra que la experiencia hoy ha alcanzado un nuevo punto bajo; que no sólo la imagen del mundo exterior, sino también la imagen del mundo moral ha sufrido de la noche a la mañana cambios que no se habrían considerado posibles. Con la Guerra Mundial se empezó a hacer patente aquel proceso que no se ha detenido desde entonces. ¿No se observó al acabar la guerra que la gente volvía enmudecida del frente?
No hay experiencia más firmemente desmentida de lo que han sido las experiencias estratégicas mediante la guerra de trincheras, las experiencias económicas mediante la inflación, las experiencias corporales mediante la batalla de las máquinas, las experiencias morales mediante los que ejercen el poder.
El narrador siempre extrae de la experiencia aquello que narra; de su propia experiencia o bien de aquella que le han contado. Y a su vez lo convierte en experiencia de quienes escuchan sus historias. El novelista en cambio se halla aislado. El lugar de nacimiento de la novela es el individuo en soledad.
El aburrimiento es ese ave que incuba el huevo de nuestra experiencia.
El narrador pertenece al grupo que forman los maestros y los sabios. Él conoce el consejo, pero no limitado a algunos casos –como lo hace el refrán–, sino para muchos –como el sabio–. Pues el narrador puede apoyarse en toda una vida. –Pero una que no sólo incluye la propia experiencia, sino también la ajena: por cuanto él asimila lo que ha oído decir junto a lo propio–. Su talento es poder narrar su vida; su dignidad, poder narrarla toda. Narrador es el hombre al que la larga mecha de su vida se le podría consumir completamente en la suave llama de su narración. Pues en esto se basa ese halo sin duda incomparable que, en la obra de Léskov, como en Hauff, o como en Poe o como en Stevenson, rodea suavemente al narrador. Pues el narrador es la figura en la cual el justo se encuentra consigo, finalmente.
La sustitución del momento épico por lo que es el momento constructivo se revela condición de la experiencia [del historiador materialista]. En ella se liberan las poderosas fuerzas prisioneras del ‘érase una vez’ que es lo propio del historicismo. Pues la tarea del materialismo histórico es llevar a cabo con la historia la experiencia que es originaria para cada presente. El materialismo histórico se dirige hacia una consciencia del presente que hace saltar por los aires el supuesto continuo de la historia.
En tanto tal, la historia cultural representa un avance del conocimiento exclusivamente en apariencia, y ni siquiera representa en apariencia un auténtico avance para la dialéctica. Pues le falta el momento destructivo que garantiza lo que es la autenticidad del pensamiento dialéctico y de la experiencia del dialéctico. En efecto, la historia cultural incrementa la carga de tesoros que se van acumulando en las espaldas de la humanidad, pero no le da a ésta la fuerza de sacudirse dicha carga y alcanzar a tomarla entre sus manos.
Claramente, la idea del eterno retorno hace del mismo acontecer histórico finalmente un artículo de masas. [...] Nietzsche dice: «Yo amo las costumbres efímeras»; pero ya Baudelaire se mostró incapaz toda su vida de desarrollar costumbres fijas. Éstas son armazón de la experiencia, pero las vivencias la destruyen.
La apuesta es un medio destinado a imprimir un carácter de shock al acontecimiento, librándolo de su espacio de experiencia. No por azar se apuesta al resultado de unas elecciones o a la fecha de inicio de una guerra... Para la burguesía especialmente, los sucesos políticos adoptan la forma del envite en la mesa de juego.