Se puede hacer a este tiempo simultáneo con cualquier otro tiempo no presente. Pues se trata de un tiempo dependiente, parasitario respecto del propio de lo que es una vida superior, además de menos natural. Un tiempo que carece de presente, porque los instantes del destino sólo los hay en las novelas malas, y pasado y futuro igualmente tan sólo se conocen en modificaciones peculiares.
El narrador siempre extrae de la experiencia aquello que narra; de su propia experiencia o bien de aquella que le han contado. Y a su vez lo convierte en experiencia de quienes escuchan sus historias. El novelista en cambio se halla aislado. El lugar de nacimiento de la novela es el individuo en soledad.
Con el dominio de la burguesía –uno de cuyos mejores instrumentos en el alto capitalismo es sin duda la prensa–, surge una forma de comunicación la cual, por más remoto que sea su origen, nunca había influido de manera tan determinante sobre la forma épica como tal. Pero ahora lo hace claramente. Y así queda claro que esta nueva forma de comunicación no es menos ajena a la narración que a la propia novela, siendo más peligrosa para la primera mientras provoca la crisis de la segunda. Esta nueva forma de comunicación es lo que se llama información.
Georg Lukács ha visto en la novela «la forma transcendental de la apatridia». Pero la novela también es, igualmente de acuerdo con Lukács, la única de las formas literarias que acoge al tiempo entre sus principios constitutivos. «El tiempo», escribe Lukács en la Teoría de la novela, «sólo puede ser constitutivo una vez cesa su vinculación con la patria transcendental en cuanto tal [...]. En efecto, tan sólo en la novela [...] se separan la vida y el sentido, y, por tanto, lo temporal y lo esencial; casi puede decirse: toda la acción interior de la novela no es nunca otra cosa que una lucha entablada con las fuerzas del tiempo».
La novela no es ninguna plaza que uno se disponga a atravesar, sino que es un lugar donde se habita.
Paulin Limayrac: «Du roman actuel et de nos romanciers», Revue des deux mondes, XI, París, 1845, 3, p. 951. Cit. en Obra de los pasajes, I 4 a, 2