«Perdido en las fealdades de este mundo y atrapado por las multitudes, soy un hombre causado cuyo ojo no alcanza a ver, en la hondura de los años, sino inquietudes y amarguras, viendo ante mí tan sólo un huracán en el que nada nuevo se contiene, vacío de dolor y de enseñanzas».
Charles Baudelaire, Œuvres, París, 1931-32, p. 641. Cit. en W. Benjamin, Obras I, 2, pp. 258-259
Hay un cuadro de Klee llamado Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que está mirando fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, la boca abierta y las alas desplegadas. Este aspecto tendrá el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona ruina tras ruina y las va arrojando ante sus pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, la tempestad se enreda entre sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja, inconteniblemente, hacia el futuro, al cual vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad.
A los judíos les estaba prohibido escrutar el futuro. La Torá y la plegaria los instruyen en cambio en la rememoración. Y esto venía a desencantarles el futuro, ése del cual son víctimas quienes recaban información de los adivinos. Pero, por eso mismo, no se les convirtió a los judíos el futuro en un tiempo vacío y homogéneo. Dado que así en él cada segundo constituía la pequeña puerta por la que el Mesías podía penetrar.
Parece que, por momentos, Baudelaire hubiera ya captado ciertos rasgos de esta inhumanidad aún por venir. En Cohetes se lee: «El mundo va a acabarse ... Pido simplemente a todo hombre que piense que muestre qué subsiste de la vida ... No es en especial por las instituciones políticas como se vendrá a manifestar por cierto la ruina universal ..., sino por la vileza a que llegarán los corazones. ¿Es preciso que diga que lo poco que quedará de lo político se debatirá entre la opresión de una animalidad ya general, y que los gobernantes se van a ver forzados, para mantenerse y proyectar un fantasma de orden, a recurrir a medios que harían estremecer nuestra humanidad de hoy, sin embargo ya tan endurecida? ... Esos tiempos están quizá muy próximos; ¿quién sabe si no han llegado ya, y si el pesado espesamiento de la que es nuestra naturaleza no es el único obstáculo que impide que apreciemos ese medio en el cual respiramos?».
Hoy no estamos ya mal situados para convenir en la justeza que muestran estas frases, y es muy posible incluso el que aún se hagan más siniestras. Quizá la condición de la clarividencia de que nos dan prueba esas palabras era menos un don de observador que aquella destreza que ha de poseer el solitario en el seno de las multitudes. ¿Es audaz en exceso pretender que son aquellas mismas multitudes las que ahora van siendo modeladas por las manos de los dictadores?
Se puede hacer a este tiempo simultáneo con cualquier otro tiempo no presente. Pues se trata de un tiempo dependiente, parasitario respecto del propio de lo que es una vida superior, además de menos natural. Un tiempo que carece de presente, porque los instantes del destino sólo los hay en las novelas malas, y pasado y futuro igualmente tan sólo se conocen en modificaciones peculiares.
Se ha dicho que «el analfabeto del futuro no será aquel que no conozca por cierto las letras, sino quien no conozca la fotografía». Pero, ¿no hay que considerar del mismo modo analfabeto al fotógrafo incapaz de leernos sus propias imágenes?
Como vivo en milenios, siempre se me hace raro el oír hablar de las estatuas o los monumentos. No consigo pensar en una estatua que le esté dedicada a un hombre de mérito sin imaginarla derribada y destruida a causa de las guerras del futuro. Los barrotes de Coudray que están en torno a la tumba de Wieland ya los veo relucir como herraduras bajo los cascos de una caballería venidera.
Conversación de Goethe con Eckermann, 5 de julio de 1827. Cit. en Obras II, 1, p. 424
Kafka vio aparecer en el espejo que el pasado ponía ante sus ojos en forma de culpa al futuro en forma de juicio. Sobre cómo se piense ese juicio (¿no es el Juicio Final?, ¿el juez no se convierte en acusado?, ¿el mismo procedimiento no es la pena?) Kafka no nos ha dado su respuesta. ¿Esperaba algo de ella? ¿O su intención era demorarla? En todas las historias que conservamos de Kafka la épica recupera el significado que tiene puesta en boca de Sheherezade: retrasar justo aquello que tiene que llegar. El aplazamiento, en El proceso, es la esperanza que abriga el acusado, pero ello sólo si el procedimiento no se fuera volviendo la sentencia.
Es característica del siglo XIX una malograda recepción de la técnica. Tal recepción consiste en una serie de enérgicos intentos de saltar por encima de la circunstancia de que, para esta sociedad, la técnica sólo sirve para producir mercancías. Los sansimonianos, pertrechados con su poesía industrial, se encuentran al inicio de esta serie; les sigue el realismo de un Du Camp, que ve directamente en la locomotora lo que será la santa del futuro; la culminación llega con Pfau, quien escribiría lo siguiente: «Es completamente innecesario convertirse en un ángel, pues el ferrocarril es más valioso que lo son las alas más hermosas».
En la medida en que la conexión entre la culpa y la expiación es temporalmente mágica, esta concreta magia temporal aparece en la mancha sobre todo, en el sentido de que la resistencia del presente entre pasado y futuro queda ahí anulada y éstos irrumpen mágicamente unificados precisamente sobre el pecador.
Lo que uno ha vivido es comparable a una hermosa estatua que, al ser transportada, ha ido perdiendo sus miembros uno a uno, y que ahora es tan sólo el valioso bloque en el que tienes que esculpir tu futuro como imagen.