Quizá iba Hebbel por el buen camino al entender la individuación en calidad de culpa primigenia.
En la configuración clásica griega de lo que es la idea de destino, la dicha que se concede a una persona nunca se entiende como confirmación de la inocencia de su vida, sino en calidad de tentación para la mayor culpa, que es la hýbris. Así pues, el destino no se relaciona con la inocencia.
El derecho eleva las leyes del destino –la desdicha y la culpa– a medidas ya de la persona; es desde luego falso suponer que tan solo la culpa se encuentra en el contexto del derecho, pudiéndose mostrar sin duda alguna que todo tipo de inculpación jurídica no es en realidad sino desdicha. Bien equívocamente, debido a su indebida confusión con lo que es el reino de la justicia, el orden del derecho –que tan sólo es un resto del nivel demoníaco de existencia de los seres humanos, en el que las normas jurídicas determinaban no sólo las relaciones entre ellos, sino también sus relaciones con los dioses– se ha mantenido más allá del tiempo que abrió la victoria sobre dichos demonios. No en el derecho, sino en la tragedia, fue el espacio en el cual la cabeza del genio se logró elevar por vez primera de la espesa niebla de la culpa, dado que en la tragedia se quiebra ya el destino demoníaco.
El destino se muestra en cuanto observamos una vida como algo condenado, en el fondo como algo que primero fue ya condenado y, a continuación, se hizo culpable. Goethe resume ambas fases cuando dice: «Hacéis que los pobres devengan culpables». El derecho no condena por tanto al castigo, sino a la culpa. Y el destino es con ello el plexo de culpa de todo lo vivo.
El ser humano no tiene un destino, sino que el sujeto del destino es como tal indeterminable. Puede el juez ver destino donde quiera; al castigar, lo dicta ciegamente. Y aunque el hombre no queda afectado por esto, sí se afecta la mera vida en él, que, en virtud de la luz, participa en la culpa natural como participa en la desdicha.
Porque el plexo de culpa es impropiamente temporal, en todo diferente por su tipo, como por su medida, respecto al tiempo de la redención, o de la verdad o de la música.
El núcleo del concepto de destino es la convicción de que sólo la culpa –que, en este contexto, siempre es una culpa creatural, como lo es el pecado original–, y no un error moral, hace de la causalidad el instrumento de un hado que avanza de forma incontenible.
El centro de gravedad que corresponde al movimiento del destino es sin duda la muerte, mas la muerte no como castigo, sino en calidad de expiación: en tanto que expresión del sometimiento de la vida culpable a la ley de la vida natural.
No resulta casual en absoluto que se haya comparado las fotografías de Atget con las de la policía en el lugar de un crimen. Pero, ¿no es cada rincón de nuestras ciudades, precisamente, el lugar de un crimen? ¿No es cada uno de sus transeúntes bien precisamente un criminal? Y, ¿no tiene el fotógrafo –el sucesor de arúspices y augures– que descubrir la culpa en sus imágenes, señalando al culpable?
En el mundo de Kafka [como podemos ver en El proceso] la belleza emerge solamente en los más recónditos lugares, por ejemplo en los acusados: «Esto es un fenómeno notable, propio en cierto sentido de lo que son las ciencias naturales [...]; desde luego no puede ser la culpa lo que los vuelve bellos [...]; y sin duda tampoco puede ser el castigo correcto lo que ya ahora nos los vuelve bellos [...]; eso puede deberse solamente al procedimiento incoado contra ellos, que se les adhiere de algún modo».
Kafka vio aparecer en el espejo que el pasado ponía ante sus ojos en forma de culpa al futuro en forma de juicio. Sobre cómo se piense ese juicio (¿no es el Juicio Final?, ¿el juez no se convierte en acusado?, ¿el mismo procedimiento no es la pena?) Kafka no nos ha dado su respuesta. ¿Esperaba algo de ella? ¿O su intención era demorarla? En todas las historias que conservamos de Kafka la épica recupera el significado que tiene puesta en boca de Sheherezade: retrasar justo aquello que tiene que llegar. El aplazamiento, en El proceso, es la esperanza que abriga el acusado, pero ello sólo si el procedimiento no se fuera volviendo la sentencia.
En la medida en que la conexión entre la culpa y la expiación es temporalmente mágica, esta concreta magia temporal aparece en la mancha sobre todo, en el sentido de que la resistencia del presente entre pasado y futuro queda ahí anulada y éstos irrumpen mágicamente unificados precisamente sobre el pecador.
Resulta que ahí también los superiores se encuentran sin ley hasta tal punto que aparecen en el nivel de los inferiores; y así, careciendo de paredes, creaturas de los más distintos órdenes se van entremezclando, siendo secretamente solidarias en el único y común sentimiento de miedo. Mas el suyo es un miedo que no es reacción, sino que es órgano. De este modo, se puede precisar qué sentimiento agudo e infalible los atenaza en cada momento. Pero antes que sea reconocible su objeto, la curiosa duplicidad de dicho órgano da mucho que pensar. Este miedo [...] es, al mismo tiempo [...] miedo a lo más antiguo, inmemorial, y a lo más cercano e inmediato. Dicho en pocas palabras: es el miedo a la culpa desconocida pero también a la expiación, uno cuya sola bendición es que nos da a conocer la culpa.
Al declararse un incendio o la noticia inesperada de una muerte, en el primer momento de terror, que es un momento de enmudecimiento, nos invade un oscuro sentimiento de culpa, ese reproche amorfo que nos dice: di pues, ¿no lo sabías?