dios

La heroica actitud de Baudelaire podría estar íntimamente emparentada con aquella de Nietzsche. Si Baudelaire se aferra al catolicismo, su experiencia del universo está subordinada exactamente a la experiencia que Nietzsche resumió cuando dijo: Dios ha muerto.

Parque Central

Obras I, 2, p. 284

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El tiempo trágico es al tiempo mesiánico lo que el tiempo consumado individualmente al tiempo divinamente consumado.

Trauerspiel y tragedia

Obras II, 1, p. 138

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Dios no creó al ser humano en absoluto a partir de la palabra, y además tampoco le dio nombre. Y eso porque no quiso subordinarlo al lenguaje, sino que, en el hombre, desplegó el lenguaje libremente, ese mismo que a él le había servido en tanto medio de la Creación. Dios al fin descansó cuando, en el hombre, abandonó a sí lo creativo. Y así lo creativo, desprovisto de lo que fue su actualidad divina, se convirtió en conocimiento.

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El derecho eleva las leyes del destino –la desdicha y la culpa– a medidas ya de la persona; es desde luego falso suponer que tan solo la culpa se encuentra en el contexto del derecho, pudiéndose mostrar sin duda alguna que todo tipo de inculpación jurídica no es en realidad sino desdicha. Bien equívocamente, debido a su indebida confusión con lo que es el reino de la justicia, el orden del derecho –que tan sólo es un resto del nivel demoníaco de existencia de los seres humanos, en el que las normas jurídicas determinaban no sólo las relaciones entre ellos, sino también sus relaciones con los dioses– se ha mantenido más allá del tiempo que abrió la victoria sobre dichos demonios. No en el derecho, sino en la tragedia, fue el espacio en el cual la cabeza del genio se logró elevar por vez primera de la espesa niebla de la culpa, dado que en la tragedia se quiebra ya el destino demoníaco.

Destino y carácter

Obras II, 1, p. 178

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Así, en la tragedia, el pagano comprende que es mejor que sus dioses, y justamente tal conocimiento lo deja enmudecido, sin palabras.

Destino y carácter

Obras II, 1, p. 178-179

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El ‘orden moral del mundo’ no queda restablecido [en la tragedia], sino que, en su seno, el hombre moral quiere enderezarse, todavía mudo e infantil (y como tal se le llama ‘héroe’), en el temblor del mundo atormentado. La paradoja que constituye el nacimiento del genio en el silencio moral, en la que aún es infantilidad moral, es pues lo sublime en la tragedia. Probablemente ésa sea la razón de lo sublime en tanto tal, donde el genio aparece antes que Dios.

Destino y carácter

Obras II, 1, p. 179

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En la que es su forma prototípica, la violencia mítica es una mera manifestación de los dioses. Sin duda no es un medio de sus fines y apenas manifestación de su voluntad, sino manifestación de su existencia.

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Porque la función de la violencia en la instauración del derecho siempre es doble: la instauración del derecho, ciertamente, aspira como fin –teniendo la violencia como medio– a aquello que se instaura precisamente en tanto que derecho; pero, en el instante de la instauración del derecho, no renuncia ya a la violencia, sino que la convierte stricto sensu, e inmediatamente, en instauradora de derecho, al instaurar bajo el nombre de ‘poder’ un derecho que no es independiente de la misma violencia como tal, hallándose ligado por lo tanto, de modo necesario, a dicha violencia. La instauración del derecho es sin duda alguna instauración del poder y, por tanto, es un acto de manifestación inmediata de violencia. Y siendo la justicia el principio de toda instauración divina de un fin, el poder en cambio es el principio propio de toda mítica instauración del derecho.

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Una leyenda talmúdica nos dice que cantidades ingentes de ángeles nuevos van siendo creados a cada instante para, tras entonar su himno ante Dios, terminar y disolverse ya en la nada.

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Pero es que el Dios de Dostoievski no sólo ha creado el cielo y la Tierra, o los hombres y los animales, sino también la vileza, y la venganza, y la crueldad. Y es que nunca consintió que el diablo se entrometiera en su trabajo. Porque vileza, crueldad y venganza son sin duda alguna originarias; tal vez no ‘magníficas’, mas siempre nuevas, «como el primer día»; y bastante alejadas de aquellos clichés bajo cuyas figuras el pecado viene a presentarse al filisteo.

El surrealismo

Obras II, 1, p. 311

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La pasión –y éste es un motivo fundamental de la passio– no atenta sólo contra los divinos mandamientos, sino también contra el orden natural. Y por eso despierta la totalidad de las fuerzas destructivas del cosmos. Lo que cae sobre la persona apasionada no viene a ser tanto el juicio divino, como la revuelta de la naturaleza contra quien rompe su paz y deforma su rostro, un castigo profano que queda consumado a través de ella misma; y uno, además, que es obra del azar.

Julien Green

Obras II, 1, p. 336

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El azar es figura de la necesidad abandonada por Dios. Y por eso, en Green, el reprobado interior de la pasión se halla tan dominado por el exterior que la pasión ya no es sino agente del azar en la creatura. La velocidad, que es parte de él, comunica desesperación a los destinos. Y, a su vez, la esperanza es el ritardando del destino.

Julien Green

Obras II, 1, p. 336-337

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«Pretender fijar fugaces reflejos no es sólo imposible, como ha demostrado una investigación alemana rigurosa, sino que el simple deseo de así hacerlo ya es una blasfemia. Porque el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios mismo, y la imagen de Dios no puede fijarla una máquina humana. Como mucho, el artista, cuando está inspirado por el cielo, puede atreverse a reproducir los rasgos divino-humanos en su instante de mayor intensidad, y ello por orden superior del genio, pero sin ayuda de máquina alguna». [En este texto del Leipziger Anzeiger, de mediados del siglo XIX] vemos manifestarse claramente, con todo el peso de su grosería, el concepto más banal de ‘arte’, al que cualquier consideración técnica es ajena, y que ha comprendido claramente que la provocadora aparición de la nueva técnica sin duda representa su final. No obstante lo cual, es con este concepto, fetichista y antitécnico, de arte con el que los teóricos de la fotografía han ido trabajando durante casi cien años, claro que sin llegar a ningún resultado. Pues lo que han hecho ha sido acreditar al fotógrafo ante el tribunal que él destruía.

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La insuficiencia de nuestro espíritu viene a permitir precisamente el dominio de las fuerzas del azar, como de los dioses y el destino. Si tuviéramos respuestas para todo –es decir, si tuviéramos respuestas exactas– tales fuerzas no existirían. [...] Lo percibimos con tanta claridad que acabamos volviéndonos contra nuestras preguntas. Por aquí es preciso comenzar. Tenemos que elaborar una pregunta anterior a todas las preguntas que les pregunte cuál es su valor.

Paul Valéry

Paul Valéry, TelQuel, en Oeuvres, vol. 2, París, 1971, p.647 y ss. Cit. en Obras II, 1, p. 407

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Recuerdo haber tenido una conversación con Kafka –dice Brod– cuyo punto de partida era la Europa actual y la decadencia de la humanidad. «Somos», dijo, «pensamientos nihilistas, ideas de suicidio que se alzan en la cabeza divina».

Franz Kafka

Obras II, 2, p. 14

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Tal como lo fuera para Vico, para Jochmann la imagen de los dioses y de los héroes de los primeros tiempos no fue un invento de estafadores sacerdotes, ni la leyenda de unos conquistadores ávidos de poder y de dominio, sino que esas imágenes fueron las primeras en que la humanidad expresó su propia naturaleza.

Los retrocesos de la poesía

Obras II, 2, p. 195

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Aquella fuerza que dice ‘no’ a la familia al tiempo que al Estado también ha de decirle ‘no’ a Dios; y del mismo modo que infringimos las órdenes del funcionario y el sacerdote, tenemos igualmente que infringir la vieja ley del Génesis: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente; parirás con dolor». El crimen de Adán y Eva consiste estrictamente en tolerar esta ley.

Diario de París

Emmanuel Berl. La mort de la pensée bourgeoise, París, 1929, pp. 172-174. Cit. en W. Benjamin, Obras, IV, I, p. 533.

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«¡Cuidado!, dijo Baudelaire inquieto. ¡Y si fuera el verdadero dios!» Quizá ésta es la frase más profunda de las que él haya nunca pronunciado, pues creía en el dios desconocido sobre todo por el placer de blasfemar.

Obra de los pasajes

Anatole France. La vie littéraire, III, París, 1891, p. 23. Cit. en Obra de los pasajes, J 17 a, 2

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