Dios no creó al ser humano en absoluto a partir de la palabra, y además tampoco le dio nombre. Y eso porque no quiso subordinarlo al lenguaje, sino que, en el hombre, desplegó el lenguaje libremente, ese mismo que a él le había servido en tanto medio de la Creación. Dios al fin descansó cuando, en el hombre, abandonó a sí lo creativo. Y así lo creativo, desprovisto de lo que fue su actualidad divina, se convirtió en conocimiento.
Mediante la palabra, el ser humano se encuentra conectado con lo que es el lenguaje de las cosas. Por ello, dado que la palabra humana es el nombre mismo de las cosas, no podrá aquí reaparecer la idea (propia de la concepción burguesa del lenguaje) de que la palabra sólo guarda relación accidental con cada cosa, que la palabra es signo de las cosas (o que es un signo de su conocimiento) que se estableció por convención. El lenguaje no da nunca meros signos.
«Nunca digas tu nombre exactamente, / siempre nombrarás a otro con él. / ¿Por qué dices tan alto tu opinión? Olvídala, pues igual da cuál sea. / No recuerdes nada durante más tiempo del que dura».
Bertolt Brecht, Gesammelte Werke, Frankfurt am Main, 1967, vol. I, p. 345. Cit. en W. Benjamin, Obras II, 2, p. 132 n.
La palabra lingüística se instala en el medio del lenguaje pictórico, invisible ahí en tanto tal, mas manifiesta en la composición. Al cuadro se le da nombre, en efecto, y esto de acuerdo con su composición. Con lo dicho se entiende que la mancha y la composición son elementos propios de aquel cuadro que pretenda recibir un nombre. Pues un cuadro que no lo pretendiera dejaría ya de ser un cuadro y entraría en el medio de la mancha.
En efecto, en los cuadros de Rafael se desliza el nombre dentro de la mancha, mientras en los cuadros de los actuales pintores la palabra es la ajustadora.