La palabra lingüística se instala en el medio del lenguaje pictórico, invisible ahí en tanto tal, mas manifiesta en la composición. Al cuadro se le da nombre, en efecto, y esto de acuerdo con su composición. Con lo dicho se entiende que la mancha y la composición son elementos propios de aquel cuadro que pretenda recibir un nombre. Pues un cuadro que no lo pretendiera dejaría ya de ser un cuadro y entraría en el medio de la mancha.
Las grandes épocas de la pintura se diferencian por la composición y por el medio; por la palabra que aparece y por la mancha en la que esa palabra aparece.
Recordemos ahora el dadaísmo. Su fortaleza revolucionaria consistía en examinar la autenticidad del arte. Los dadaístas elaboraban bodegones a partir de billetes, carretes, cigarrillos... combinados con ciertos elementos pictóricos. Todo esto finalmente se enmarcaba, para así poder decir al público: «Mirad bien, el tiempo hace estallar el marco que protege vuestros cuadros; el trozo más pequeño procedente de la vida cotidiana dice mucho más que la pintura»; al igual que la huella ensangrentada del dedo de un asesino impresa en la página de un libro nos dice más que el texto.
Fiedler es el primero en demostrar [...] que el pintor no es un hombre que vea de forma más naturalista, poética o extática que las otras personas, sino que él es un hombre que ve bien con la mano donde el ojo fracasa, y que traslada la concreta inervación [...] de los músculos ópticos a la [...] creadora de la mano.