Tanto el lector como el pensador, el esperanzado y el flâneur, son todos tipos del iluminado, como lo son el que consume opio, y el soñador, y el embriagado. Y ellos son, además, los más profanos. Por no hablar de la más terrible de las drogas –la más terrible, a saber, nosotros mismos–, que consumimos en nuestra soledad.
En la desesperante estereotipia de todos los momentos de destino, los personajes de Green se le hacen presentes al lector como las figuras del infierno de Dante en lo irrevocable del Juicio Final. Pues justamente esa estereotipia es el signo mismo del estadio infernal, y, si consentimos estudiarla a fondo, lo que normalmente se llama ‘destino’ viene a revelarse de repente como la forma perfecta, despiadada, en que el azar ordena. Como la forma más desesperante. Pues la desesperanza ya perfecta es la que se da en la perfección.
El hablar de ‘despliegue’ es muy ambiguo. Mientras el capullo se despliega hasta ser una flor, el pequeño barco de papel que hemos enseñado a hacer a un niño se despliega hasta ser una hoja lisa. Este segundo tipo de ‘despliegue’ es el adecuado a la parábola: el placer del lector la va alisando hasta que al fin su significado le resulte evidente. Pero las parábolas de Kafka se despliegan en el primer sentido, como el capullo se convierte en una flor. Por eso su producto es similar a la poesía.
La asimilación arbitraria de los hechos va de la mano de la asimilación igualmente arbitraria del lector, que se ve convertido de repente en colaborador de su periódico.
Hoy en Rusia leer es más importante que escribir; y leer el periódico es más esencial que leer libros; y enseñar a leer es más importante todavía que leer el periódico.
Ningún poema existe en razón del lector, ni ningún cuadro por el espectador, ninguna sinfonía por su oyente.
Vi de repente dos bandadas de gaviotas […]. Los pájaros de la izquierda, sobre el fondo del cielo fenecido, guardaban algo de su claridad, aparecían y desaparecían a cada giro […], y parecían no dejar de tejer ante mí, con el movimiento de sus alas, una serie ininterrumpida e infinita de signos, una malla efímera y mudable, mas sin duda legible […]. Todo estaba aún por descifrar, y mi destino pendía de cada señal que las aves emitían […]. Yo era sólo el umbral sobre el que esos mensajeros innombrables cambiaban sin cesar del negro al blanco, por encima del aire.
Pues el índice histórico de las imágenes no nos dice tan sólo su pertenencia a un tiempo bien concreto; nos dice, sobre todo, que tan sólo en un tiempo bien concreto vienen a un punto de legibilidad. Y ese ‘venir a legibilidad’ es un punto crítico concreto del movimiento dado en su interior. Porque todo presente se concreta por las imágenes que le son sincrónicas: y es que todo ahora es el ahora de una concreta cognoscibilidad. Ahí, en ese ahora, la verdad aparece en tensión, hasta estallar: cargada de tiempo.
El más hondo motivo del desprecio sentido por el juego podría consistir probablemente en que un don natural propio del hombre, que dirigido a los más nobles objetos eleva sobre sí al ser humano, dirigido al contrario a uno de los más bajos, el dinero, rebaja al hombre mismo. Ese don se llama presencia de espíritu. Su más alta manifestación es el leer, que siempre es adivinatoria.