En el mundo de Kafka [como podemos ver en El proceso] la belleza emerge solamente en los más recónditos lugares, por ejemplo en los acusados: «Esto es un fenómeno notable, propio en cierto sentido de lo que son las ciencias naturales [...]; desde luego no puede ser la culpa lo que los vuelve bellos [...]; y sin duda tampoco puede ser el castigo correcto lo que ya ahora nos los vuelve bellos [...]; eso puede deberse solamente al procedimiento incoado contra ellos, que se les adhiere de algún modo».
Recuerdo haber tenido una conversación con Kafka –dice Brod– cuyo punto de partida era la Europa actual y la decadencia de la humanidad. «Somos», dijo, «pensamientos nihilistas, ideas de suicidio que se alzan en la cabeza divina».
Pues el mundo del mito […] es mucho más joven que el de Kafka, frente al cual el mito había prometido redención. Sólo sabemos esto: Kafka nunca atendió la tentación del mito. Como siendo otro Ulises [en su narración de Las sirenas], la dejó resbalar «por sus miradas, dirigidas a la lejanía; y las sirenas desaparecieron confrontadas a su resolución; y cuando estaba más cercano a ellas, él ya no sabía nada de ellas».
Ulises está justo en el umbral que separa al mito respecto del cuento. La razón y la astucia han ido añadiendo sus fintas al mito, cuyos poderes dejan por lo tanto de ser invencibles. El cuento es el relato de la victoria lograda sobre ellos. Kafka escribió cuentos para los dialécticos cuando abordaba sus leyendas.
Franz Kafka, Beim Bau der chineschisen Mauer. Erzählungen, Berlín, 1931, p. 39. Cit. en Obras II, 2, p. 16
Toda la obra de Kafka representa un código de gestos que, para el autor, no poseen significado simbólico seguro, por lo que él mismo tiene que buscarlo en diversos contextos.
Kafka, tras cada gesto, como El Greco, nos presenta el cielo; pero igual que en El Greco –patrón de los expresionistas– sucedía, el gesto es aquí lo decisivo, el centro mismo de los acontecimientos.
El hablar de ‘despliegue’ es muy ambiguo. Mientras el capullo se despliega hasta ser una flor, el pequeño barco de papel que hemos enseñado a hacer a un niño se despliega hasta ser una hoja lisa. Este segundo tipo de ‘despliegue’ es el adecuado a la parábola: el placer del lector la va alisando hasta que al fin su significado le resulte evidente. Pero las parábolas de Kafka se despliegan en el primer sentido, como el capullo se convierte en una flor. Por eso su producto es similar a la poesía.
¿Le sería posible perdonar por su propia cuenta a un funcionario? Esto podría ser, en todo caso, un asunto propio de la autoridad en general, pero, probablemente, ni ella siquiera puede perdonar, sino juzgar tan sólo.
Kafka vio aparecer en el espejo que el pasado ponía ante sus ojos en forma de culpa al futuro en forma de juicio. Sobre cómo se piense ese juicio (¿no es el Juicio Final?, ¿el juez no se convierte en acusado?, ¿el mismo procedimiento no es la pena?) Kafka no nos ha dado su respuesta. ¿Esperaba algo de ella? ¿O su intención era demorarla? En todas las historias que conservamos de Kafka la épica recupera el significado que tiene puesta en boca de Sheherezade: retrasar justo aquello que tiene que llegar. El aplazamiento, en El proceso, es la esperanza que abriga el acusado, pero ello sólo si el procedimiento no se fuera volviendo la sentencia.
Esa problemática construcción propia de la filosofía de la religión que se viene aplicando a los textos de Kafka ha hecho de la montaña del castillo finalmente la sede de la gracia. Pues bien, el hecho de que dichos libros hayan quedado así inacabados, es la auténtica obra de la gracia en ellos. Así también el hecho de que la ley no se manifieste en ningún pasaje de los textos de Kafka es plasmación de la gracia en el fragmento.
Tras una larga vida sin encontrar descanso ni justicia, finalmente agotado por la lucha, K. yace tendido en su lecho de muerte. Por fin llega el mensajero del castillo que trae la noticia decisiva: K. no tiene derecho a vivir en el pueblo, pero, atendiendo a ciertas circunstancias, se le va a permitir en adelante el residir y trabajar aquí. Y, entonces, fallece.
¿Por qué cuando la mirada se dirige a una ventana ajena va a encontrarse de modo invariable con alguna familia mientras come, o también con un hombre solitario puesto frente a una mesa, dedicado a misteriosas nimiedades bajo la lámpara que cuelga sobre él? Dicha mirada viene a ser la célula a partir de la cual tiene su origen toda la obra de Kafka.