Ya dijo Hermann Cohen en una observación ocasional sobre la idea antigua de destino que «se hace insoslayable conocer […] que son sus propios órdenes los que parecen ocasionar y provocar su misma defección». Y eso mismo sucede con la jurisdicción cuyo procedimiento se vuelve contra K. Ella nos hace retroceder de pronto, más allá de la Ley de las Doce Tablas, a un concreto pasado sobre el cual una de las victorias más audaces fue el derecho escrito. Ciertamente que aquí está el derecho como escrito en las leyes, pero permanece ahí, oculto, y, basándose en ellas, ejerce el pasado más remoto su poder de forma ilimitada.
En el mundo de Kafka [como podemos ver en El proceso] la belleza emerge solamente en los más recónditos lugares, por ejemplo en los acusados: «Esto es un fenómeno notable, propio en cierto sentido de lo que son las ciencias naturales [...]; desde luego no puede ser la culpa lo que los vuelve bellos [...]; y sin duda tampoco puede ser el castigo correcto lo que ya ahora nos los vuelve bellos [...]; eso puede deberse solamente al procedimiento incoado contra ellos, que se les adhiere de algún modo».
Kafka vio aparecer en el espejo que el pasado ponía ante sus ojos en forma de culpa al futuro en forma de juicio. Sobre cómo se piense ese juicio (¿no es el Juicio Final?, ¿el juez no se convierte en acusado?, ¿el mismo procedimiento no es la pena?) Kafka no nos ha dado su respuesta. ¿Esperaba algo de ella? ¿O su intención era demorarla? En todas las historias que conservamos de Kafka la épica recupera el significado que tiene puesta en boca de Sheherezade: retrasar justo aquello que tiene que llegar. El aplazamiento, en El proceso, es la esperanza que abriga el acusado, pero ello sólo si el procedimiento no se fuera volviendo la sentencia.