En la figura del flâneur puede decirse que retorna el ocioso escogido por Sócrates en el mercado ateniense como interlocutor. Sólo que ahora no hay ya ningún Sócrates, nadie que le dirija la palabra.
Tanto el lector como el pensador, el esperanzado y el flâneur, son todos tipos del iluminado, como lo son el que consume opio, y el soñador, y el embriagado. Y ellos son, además, los más profanos. Por no hablar de la más terrible de las drogas –la más terrible, a saber, nosotros mismos–, que consumimos en nuestra soledad.
Hasta el año 1870, dominaron los coches en las calles. Uno se veía aprisionado en las estrechas aceras, de modo que el flâneur se limitaba preferentemente a los pasajes, que ofrecían su amparo ante el tiempo y el tráfico.
Edmond Beaurepaire. Paris d’hier et d’aujourd’hui. La chronique des rues, París, 1900, p. 67. Cit. en Obra de los pasajes, A 1 a, 1
Comercio y tráfico son el par de componentes de la calle. Pero, el segundo de ellos, ahora se entumece en el pasaje, en donde el tráfico es rudimentario. Éste ahora es esa calle cuya única libido es el comercio, sólo atento a incitar el apetito. Y, en tanto que ahí se estanca el flujo, la mercancía se multiplica en sus orillas siguiendo formaciones fantasiosas, como los tejidos en las úlceras. El flâneur sabotea el tráfico. Y es que no es comprador. Es mercancía.
¿No puede hacerse un film apasionante a partir del plano de París, del desarrollo en orden temporal de sus distintas configuraciones, del condensar el movimiento de sus calles, sus bulevares, sus pasajes y sus plazas a lo largo de un siglo en el espacio de una media hora? Y ¿no es ese el trabajo del flâneur?
No se debe dejar pasar el tiempo, sino que hay que invitarlo a que nos venga. Dejar pasar el tiempo –rechazarlo, expulsarlo–: el jugador. El tiempo le gotea por los poros. Cargar tiempo, como una batería se va cargando de electricidad: ése es el caso del flâneur. Y, por fin, el tercero: carga el tiempo y sólo lo libera cuando ya ha adoptado otra figura –la de la expectativa–: del que aguarda.
[La ciudad de] París es para sus habitantes un enorme mercado de consumo, [...] hay multitud de nómadas auténticos en el seno de su sociedad.
De un discurso de Haussmann (28-11-1864), según se ha recogido en Georges Laronze. Le baron Haussmann, París, 1932, pp. 172-173. Cit. en Obra de los pasajes, E 3 a, 1
La centralización y la megalomanía han creado una ciudad artificial donde el parisino [...] no está ya en su casa. Por eso, en cuanto puede, la abandona; nueva necesidad sobrevenida, la manía de ir de veraneo. Mas también, a la inversa, en la ciudad desierta de habitantes, el extranjero llega a fecha fija; es lo que ahora llaman "temporada". Así el parisino, en su ciudad, encrucijada hoy cosmopolita, adopta el tipo del desarraigado.
Dubech-D'Espezel. Histoire de Paris, París, 1926, pp. 427-428. Cit. en Obra de los pasajes, E 3 a, 6
La multitud, como aparece en Poe –con movimientos atropellados e intermitentes–, se describe con todo realismo. Su descripción contiene, a favor suyo, una verdad más alta. Estos particulares movimientos son menos movimientos de la gente que avanza así tras sus negocios, que los movimientos de las máquinas que de ellos se sirven. Con la mirada vuelta a lo lejano, Poe parece haber ido adaptando de ese modo su ritmo a sus gestos y a sus reacciones. Pero el flâneur no comparte esta actitud. Más bien parece que se desconecta; su ir sereno sería no otra cosa que protesta inconsciente contra el tempo del proceso productivo.
El laberinto es el buen camino en el caso de aquel que siempre llega demasiado temprano hasta su meta. Ésta, para el flâneur, es el mercado.
En la apariencia de una multitud agitada y animada por sí misma, sacia el flâneur su ansia por lo nuevo. Y es que, de hecho, este colectivo no es en realidad sino apariencia. La ‘multitud’ en que el flâneur va a deleitarse es ese molde en que, setenta años más tarde, eso que llaman ‘comunidad del pueblo’ se va a ver, como tal, configurada.
A la visión del flâneur, mientras camina, van penetrando en el paisaje y el instante tiempos y tierras lejanas.
Dialéctica del flâneur: por una parte, el hombre que se siente observado por todo y por todos, lo que es como decir: el sospechoso; de otra, el inencontrable y escondido. Supuestamente es esa dialéctica la de El hombre de la multitud.
El flâneur viene a ser el inspector del mercado. Su saber se aproxima en gran medida a la ciencia oculta de la coyuntura. Es el cliente de los capitalistas, enviado al reino de los consumidores.
La ociosidad propia del flâneur es una activa manifestación que se enfrenta a la actual la división del trabajo.
No confundamos al flâneur con el mirón: [...] el flâneur... está siempre en [...] posesión de su individualidad, mientras la del mirón desaparece, al contrario, al quedar absorbida por el mundo exterior [...] que lo hace exaltarse, embriagado, hasta el éxtasis. Bajo la presión del espectáculo el mirón se hace un ser impersonal; ya no es un hombre: es público, es decir, muchedumbre.
Victor Fournel. Ce qu’on voit dans les rues de Paris, París 1858, p. 263. Cit. en Obra de los pasajes, M 6, 5
La ciudad es realización de un viejo sueño humano: el laberinto. Realidad que persigue al flâneur sin saberlo.
Salir cuando nada te obliga y seguir tu inspiración, como si el solo hecho de torcer a derecha o a izquierda fuera en sí mismo un acto esencialmente poético.
Edmond Jaloux. «Le dernier flâneur», Le Temps, 22 de mayo de 1936. Cit. en Obra de los pasajes, M 9 a, 4
Salir de casa como un llegar de lejos; descubrir ese mundo en que se vive.
Encyclopédie française, vol. XVI, p.64, 1. Cit. en Obra de los pasajes, M 10 a, 4
Para el flâneur perfecto [...] el mayor goce es domiciliarse con el número [...] Estar fuera de casa y sentirse en casa en todas partes; contemplar el mundo, estar estrictamente en el centro del mundo y mantenerse oculto para el mundo.
Baudelaire. L’art romantique, París, pp. 64-65. Cit en Obra de los pasajes, M 14 a, 1
La masa, en Baudelaire, aparece como velo ante el flâneur: es la droga más reciente de las que dispone el solitario. Borra, además, toda huella de lo individual: es el asilo más reciente de que puede disponer el marginado. Es también, finalmente, en el laberinto ciudadano, el más reciente e inescrutable laberinto. Y con ella se imprimen, en la imagen como tal de la ciudad, arquitectónicos caracteres que eran desconocidos hasta entonces.
La empatía con la mercancía viene a ser, sobre todo, empatía con el valor de cambio. El flâneur es su virtuoso.
Las construcciones más características a lo largo del siglo diecinueve –las estaciones del ferrocarril, los pabellones de las exposiciones, así como los grandes almacenes [...]– tienen como objeto, en su conjunto, diversas necesidades colectivas. Pero, justo por estas construcciones –«mal vistas, cotidianas», dice Giedion–, es por las que se siente especialmente atraído el flâneur. Y es que en ellas está ya prevista la nueva entrada de las grandes masas en el escenario de la historia.