La curiosidad de Marcel Proust tenía algo de detectivesco. Esas diez mil personas que ocupan la capa superior significaban sin duda para él una banda sin par de criminales: la camorra de los consumidores. Y esa banda excluye de su mundo cuanto tiene que ver con la producción, o al menos exige que la participación en la producción se oculte púdicamente tras un gesto, como el que exhiben los profesionales del consumo.
No resulta casual en absoluto que se haya comparado las fotografías de Atget con las de la policía en el lugar de un crimen. Pero, ¿no es cada rincón de nuestras ciudades, precisamente, el lugar de un crimen? ¿No es cada uno de sus transeúntes bien precisamente un criminal? Y, ¿no tiene el fotógrafo –el sucesor de arúspices y augures– que descubrir la culpa en sus imágenes, señalando al culpable?
Baudelaire en las antípodas de Rousseau [...]: «Tan pronto salimos de urgencias y necesidades para entrar en el lujo y los placeres, vemos que la naturaleza no puede aconsejarnos sino el crimen. Esa misma infalible naturaleza que creó antropofagia y parricidio».
Charles Baudelaire. L’art romantique, ed. Hachette, vol. 3, París, p. 100. Cit. en Obra de los pasajes, J 6, 4
La naturaleza, según Baudelaire, no conoce ningún otro lujo que el crimen. De ahí vendrá el significado que es específico de lo artificial.