La curiosidad de Marcel Proust tenía algo de detectivesco. Esas diez mil personas que ocupan la capa superior significaban sin duda para él una banda sin par de criminales: la camorra de los consumidores. Y esa banda excluye de su mundo cuanto tiene que ver con la producción, o al menos exige que la participación en la producción se oculte púdicamente tras un gesto, como el que exhiben los profesionales del consumo.
El análisis proustiano de todo cuanto hace al esnobismo, mucho más importante que su apoteosis de las artes, es el punto cumbre de su acerba crítica social. Pues la actitud del snob no es otra cosa que la consideración constante de la vida desde el punto de vista del consumidor. Y como el recuerdo remoto y primitivo de las fuerzas productivas de la naturaleza debía quedar fuera de esta forma de satánica comedia, hasta el vínculo invertido en el amor era más útil para Proust que lo normal. El puro consumidor es para él el explotador puro como tal.
Proust describe una clase que, en todas sus partes, se encuentra obligada a camuflar lo que es su base material, por lo que ha conformado un feudalismo que, carente en sí mismo de significado económico, le sirve como máscara a la gran burguesía.
Esa eternidad en que Proust nos inicia es aquella del tiempo entrecruzado, y no el ilimitado. Por cuanto Proust nos habla del transcurso del tiempo en su figura real, entrecruzada, esa que en ningún otro lugar viene a imperar más claramente que en lo interior, en el recuerdo, y en el envejecimiento, en lo exterior. El perseguir la combinación de envejecimiento y recuerdo significa entrar al interior del corazón del mundo proustiano, al universo del entrecruzamiento. Se trata, pues, del mundo en el estado de la semejanza, y en él imperan las ‘correspondencias’, que el romanticismo y Baudelaire fueron los primeros en captar, pero que Proust es el único en sacar a la luz en nuestra vida. Algo que es obra de la mémoire involontaire, de aquella fuerza rejuvenecedora que hace frente al envejecimiento inexorable.
El mundo que Proust describe ha excluido [...] cuanto tiene que ver con la producción. La actitud del esnob, que domina ese mundo, no es ninguna otra cosa que la observación coherente, organizada y acerada de la vida desde el punto de vista del consumidor.
El amor –y, por lo tanto, el miedo– al confrontarnos con la multitud es uno de los móviles más fuertes en todos los hombres, sea porque quieran complacer a los otros [...] o por mostrarles cuánto los desprecian.
Marcel Proust. À la recherche du temps perdu, París, voil. III, p. 36. Cit. en Obra de los pasajes, M 21, 1
¿Deberá ser el despertar la síntesis entre la tesis de la conciencia onírica y la antítesis de la conciencia en la vigilia? Así, el momento del despertar sería idéntico con el ‘ahora del reconocer’, aquel en que las cosas nos ofrecen su rostro verdadero –surrealista–. En el caso de Proust, lo relevante es introducir la vida entera en ese grado máximo, dialéctico, que se da en su punto de fractura: estrictamente, en el despertar.
Proust, sobre el museo: «Nuestro tiempo tiene la manía de querer mostrar todas las cosas tan sólo con aquello que las rodea en la realidad, suprimiendo con ello lo esencial, el acto del espíritu, que las aísla de ella. Se ‘presenta’ así un cuadro entre los muebles, las chucherías y los estampados producidos en la misma época, a manera de soso decorado [...], en mitad del cual la obra maestra que estamos viendo mientras que cenamos nunca ofrece el placer extraordinario que tan sólo podríamos pedirle dentro de una sala de museo; una que simboliza mucho mejor en su desnudez, al prescindir de todos los detalles, los desnudos espacios interiores donde el artista se abstrae para crear».
Marcel Proust. A l’ombre des jeunes filles en fleurs, París, II, pp. 62-63. Cit. en Obra de los Pasajes, S 11, 1