El surrealismo irrumpió sobre sus fundadores como una inspiradora ola de sueños. La vida sólo parecía digna de vivirse donde el umbral que separa la vigilia del sueño había resultado destruido por pisadas de imágenes que fluyen, de vez en cuando, ahí, en masa; y, en cuanto al lenguaje, sólo parecía ser él mismo allí en donde imagen y palabra se alcanzaban a unir tan felizmente, con exactitud automática, que no quedaba resquicio ninguno al ‘sentido’. «Ganar las fuerzas de la embriaguez para la revolución», ésa era sin duda la auténtica empresa.
Existe una experiencia estrictamente única de la dialéctica. La concluyente y drástica experiencia que refuta lo ‘cumplido’ del devenir y muestra todo aparente ‘desarrollo’ como vuelco dialéctico complejo es justamente el despertar del sueño. [...] El nuevo método dialéctico del historiador se nos presenta como el arte de experimentar el presente como ese mundo de la vigilia con el cual se conecta ese sueño que llamamos lo sido. ¡Atravesar lo sido en el recuerdo del sueño! De ahí que recordar y despertar sean afines del modo más estrecho. El despertar es pues especialmente aquel giro dialéctico, copernicano, de un hacer presente.
Uno de los tácitos supuestos del psicoanálisis consiste en que la contraposición radical entre el sueño y la vigilia no tiene en absoluto validez para la forma empírica de la conciencia humana, dándose una infinita variedad de estados concretos de conciencia.
¿Deberá ser el despertar la síntesis entre la tesis de la conciencia onírica y la antítesis de la conciencia en la vigilia? Así, el momento del despertar sería idéntico con el ‘ahora del reconocer’, aquel en que las cosas nos ofrecen su rostro verdadero –surrealista–. En el caso de Proust, lo relevante es introducir la vida entera en ese grado máximo, dialéctico, que se da en su punto de fractura: estrictamente, en el despertar.