Es característica del siglo XIX una malograda recepción de la técnica. Tal recepción consiste en una serie de enérgicos intentos de saltar por encima de la circunstancia de que, para esta sociedad, la técnica sólo sirve para producir mercancías. Los sansimonianos, pertrechados con su poesía industrial, se encuentran al inicio de esta serie; les sigue el realismo de un Du Camp, que ve directamente en la locomotora lo que será la santa del futuro; la culminación llega con Pfau, quien escribiría lo siguiente: «Es completamente innecesario convertirse en un ángel, pues el ferrocarril es más valioso que lo son las alas más hermosas».
La riqueza y la velocidad son hoy por cierto eso que el mundo admira y que todos desean. Los ferrocarriles, los vapores, el correo y todas las facilidades de la comunicación son lo que ahora busca el mundo culto para cultivarse todavía permaneciendo en la mediocridad... Propiamente, este siglo corresponde a las cabezas capaces, a las personas prácticas que, provistas de cierta destreza, sientan su superioridad sobre los muchos, sin que tengan talento para cumplir lo máximo. Mantengámonos pues lo más posible en la mentalidad con que vinimos, y así tal vez, con unos pocos, podamos ser los últimos de un tiempo que tardará bastante en regresar.
Carta de J. W. Goethe a K. F. Zelter del 6 de junio de 1825. Cit. en W. Benjamin, Obras IV, 1, p. 94.
Los ferrocarriles [...] imponían, junto a otras muchas cosas imposibles, transformar las relaciones de propiedad [...]. Un burgués, hasta entonces, emprendía una industria o un comercio sólo con su dinero, a lo que, como mucho, se añadía el de un par de amigos o conocidos [...]. Administraba ese capital, y era el verdadero propietario de la fábrica o la empresa de comercio. Pero, al contrario, los ferrocarriles, precisaban tan grandes capitales que no podían verse reunidos en las manos tan sólo de unos pocos. Y por eso gran número de burgueses, cuyo dinero –siempre tan amado– nunca había salido de su vista, tuvieron que confiárselo a unas gentes cuyo nombre apenas conocían [...]. Una vez aportado el capital perdían el control de su gestión, pero, además, tampoco poseían ningún tipo de derecho de propiedad sobre estaciones, vagones, locomotoras.... De ese modo, tenían solamente su derecho a los beneficios; así, en vez de un objeto [...] se les daba [...] una hojita de papel de apariencia insignificante, que representaba la ficción de atesorar una partecita infinitamente pequeña e inasible de una verdadera propiedad positiva, cuyo nombre aparecía impreso en la parte inferior en grandes letras [...]. Esta nueva estructura [...] se encontraba en una tan radical contradicción con las formas normales de confianza que venían practicando los burgueses [...], que la defendieron sólo aquellos [...] que eran sospechosos del intento de querer derribar todo el orden social: los socialistas. Fourier primero, y luego Saint-Simon, celebraron la movilización de la propiedad con las nuevas acciones en papel.
Paul Lafargue. Marx’ historischer Materialismus, «Die neue Zeit», XXII, 1, Stuttgart 1904, p. 831. Cit. en Obra de los Pasajes, U 3 a, 2
Último eco de las ideas originarias del sansimonismo: «Bien podría compararse el celo que hoy despliegan las naciones civilizadas para establecer el ferrocarril con lo que sucedía, hace unos siglos, con la erección de las iglesias [...]. Pues si [...] la palabra religión deriva de la latina religare [...], el ferrocarril poseerá más relación de lo que se cree con el auténtico espíritu religioso. Nunca antes ha existido un instrumento de tamaña potencia [...] para unir a los pueblos».
Michel Chevalier. «Chemins de fer». En Dictionnaire de l’économie polítique, París, 1852, p. 20. Cit. en Obra de los Pasajes, U 15 a, 1
El signo histórico del ferrocarril consiste en que sin duda representa el primer y –hasta la aparición de los grandes vapores transatlánticos–, también último medio de transporte que conforma a las masas. Pues el coche de línea, o el auto o el avión, llevan viajeros en pequeños grupos.