Seamus Heaney
Realidad y justicia
Fotografía Eva Sala
En el arranque del ensayo que abre el volumen de su Prosa Selecta, Seamus Heaney anuda con rotundidad los dos ejes sobre los que ha basculado su escritura: «Quisiera comenzar –dice– con la palabra griega omphalos, omphalos, omphalos, hasta que su brusca y declinante música se convierta en la música de alguien bombeando agua en nuestro patio trasero».
En esta frase inaugural se dan la mano dos planos: el mítico, encarnado en una palabra concreta, una cadena de sonidos que a su vez remite a la cosmogonía imaginaria de la Grecia antigua; y el doméstico o familiar, el anclaje en la infancia, la tierra nutricia de los primeros estímulos, las primeras percepciones, el asombro primero al que esta poesía regresa una y otra vez para dar cuenta del asombro absoluto de estar vivo. Dos planos, por lo demás, cuya cercanía no debe sorprendernos: al fin y al cabo, la soberbia arquitectura de nuestros mitos clásicos es creación de pueblos incipientes, dispersos por las costas del Egeo, ciudades o reinos que fueron aldeas; es el fruto de la imaginación colectiva de sociedades pequeñas, casi familiares, donde las guerras que cantó Homero y relató Jenofonte no eran sino escaramuzas locales, incursiones de pillaje de un pueblo contra otro. Pero hay más. Cuando Derek Walcott afirma que «una vela en el horizonte es Ulises volviendo a casa», nos dice que todo es susceptible de ser leído en clave mítica, o mejor: que todo es mito, pues la existencia humana es una constante puesta en escena de fuerzas, tensiones y conflictos que hallaron en la mitología griega su expresión más temprana y acabada. Como escribe Joubert: «Homero pintó la vida humana; cada aldea tiene su Néstor, su Agamenón, su Ulises; cada provincia tiene su Aquiles, su Diomedes, su Ayax; cada siglo tiene su Príamo, su Andrómaca, su Héctor». Aquiles, Héctor o Ulises no son sólo figuras de un relato memorable que conforma, en sucesivas reelaboraciones, la trama de nuestra cultura; son también el nombre de nuestros deseos y nuestras pasiones, nuestra memoria y nuestro presente. Es decir: nos constituyen, nos habitan.
Desde su primer libro, Death of a Naturalist (Muerte de un naturalista, 1966), la poesía de Heaney se ha movido entre estos dos polos magnéticos. Por un lado, la percepción y exploración minuciosa del paisaje familiar, de la historia local, del ámbito de particularidades y resistencias de lo inmediato, de cuanto nos rodea y ha forjado nuestro ser social, económico, cultural. Por otro lado, la tensión mítica, la búsqueda de un plano de trascendencia en el que afincar ese impulso de esperanza y utopía que certifica nuestra humanidad. En un texto escrito en 1994 a raíz del alto el fuego pactado por el IRA, Heaney parte de una reflexión de Vaclav Havel para expresar que «la esperanza es algo distinto del optimismo. Es un estado del alma más que la respuesta a una evidencia. No es la expectativa de que las cosas saldrán bien, sino la convicción de que hay algo por lo que vale la pena esforzarse, da igual cómo resulte. Las raíces más profundas están en lo trascendente, más allá del confín del cielo».
Nacido en el condado de Derry (Ulster) en 1939, en el seno de una familia dedicada a la agricultura, el itinerario literario de Heaney ha sido coherente en todo momento con sus orígenes, un medio signado por el impulso de supervivencia para el que la literatura, el arte, las referencias de la alta cultura e incluso de la cultura popular de la clase media eran realidades lejanas o inaccesibles. Como en Antonio Gamoneda, opera en sus comienzos la herencia de una cultura de la pobreza que su imaginación ha sabido dignificar, glorificar incluso en lo que había de convivencia con la dimensión más descarnada de la existencia. Y en los ritmos abruptos de su primera lengua literaria, en la profusión de compuestos, aliteraciones, de consonantes plosivas y fricativas, de vocales oscuras, en su fascinación por la toponimia local, el léxico dialectal que recorre sus libros iniciales, están poetas como Ted Hughes, Patrick Kavannagh y, más atrás en el tiempo, Gerald Manley Hopkins, modelos cercanos en el tiempo y el espacio que brindaban una alternativa plausible a la vanguardia patricia y sutilmente desesperada de un Eliot o un Pound.
Heredero y alumno aventajado de la poesía de la naturaleza que caracteriza el romanticismo inglés, Heaney ha entendido siempre la lectura del paisaje, y de nuestro lugar en él, como una indicación fiable de nuestra temperatura moral y espiritual. Muy pronto, en el poema «Bogland» («No tenemos praderas / para cortar un gran sol al atardecer […] / Nuestro campo abierto / es ciénaga que insiste en encostrarse / entre las apariciones del sol»), hizo de esta lectura de los signos de la tierra un mito; un mito que luego, en libros como Wintering Out (Invernando) y North (Norte), le sirvió para tratar de explicarse la compleja y violenta historia de su país. La lectura en 1969 de The Bog People (El pueblo de la ciénaga), donde el antropólogo V. P. Glob relata el hallazgo de cuerpos momificados en las extensiones de turba de la actual Dinamarca, ofreció a Heaney un correlato objetivo, un término de comparación para arrojar luz sobre la violencia religiosa y la fractura social en el Ulster. Glob explicaba que aquellos cuerpos, exhumados en un singular estado de conservación gracias a las propiedades orgánicas de la turba, habían sido víctimas de sacrificios rituales en honor, como recuerda el poeta, «de la Diosa Madre, la diosa de la tierra que necesitaba nuevos prometidos cada invierno para que yacieran con ella en suelo sagrado, en la ciénaga, a fin de asegurar la renovación y la fertilidad del territorio en primavera». Y añade: «Visto a la luz de la tradición martirial de la política irlandesa […], esto es algo más que un rito bárbaro y arcaico: es un patrón arquetípico».
Norte marcó un hito en el desarrollo de esta escritura, en la intensidad de las expectativas con que sería recibida desde entonces. La sola apariencia en la página de estos bog poems (poemas de la ciénaga) parece reproducir los bloques de turba que los campesinos irlandeses han extraído desde siempre de la tierra: cuartetas de versos breves, reticentes, entre cuyas estrechas paredes la emoción bulle a punto de estallar.
Norte, sin embargo, era también un segundo libro donde la escritura se ensanchaba, se hacía más narrativa y explícita tratando de acomodar inquietudes civiles y políticas en el pentámetro blanco de Words-worth y Coleridge. Aquí la historia ya no se transmuta en mito para adquirir fuerza significativa, sino que habla por boca del ciudadano común, del sujeto que lee el diario o enciende el televisor y a quien el presente conflictivo toca de manera inmediata en la carne de sus hijos, sus amigos, sus familiares. Con todo, su poesía, como señala el propio autor en una entrevista aparecida en la revista mexicana Letras Libres, nunca ha querido ser política en un sentido literal: «Durante años pensé en la imagen de la superficie del agua temblando mientras pasaba el tren […]. Pensé en ella como la manera en que la poesía lírica –tal vez todo arte– registra el efecto de lo histórico. El tren pasa con estruendo, como la guerra. No es necesario que el poema documente esa guerra, pero registra las vibraciones de un estado consciente. Mi imagen de la consciencia ha sido a menudo aquella de las ondas concéntricas del agua, desde el origen de la gota de esperma hasta la máxima extensión de la inteligencia, de esfuerzo intelectual».
«Extensión de la inteligencia…», «esfuerzo intelectual…». Expresiones que evidencian el profundo compromiso moral e intelectual de Heaney con la palabra poética. Sus libros posteriores, Field Work, Station Island, The Haw Lantern, hasta llegar a los más recientes, Seeing Things o Electric Light, son fruto de una enorme curiosidad, una ambición constante por anexionar otras escrituras y sensibilidades, otras estrategias de asedio a la palabra y a lo real capaces de enriquecer la perspectiva primera: la dramatización del yo de Robert Lowell, las límpidas y secas alegorías de los poetas del Este europeo (Milosz, Herbert, Miroslav Holub, Vasko Popa) y, siempre al fondo, el supremo equilibrio entre el tirón de la lengua vernácula y los imperativos de la visión trascendente que Heaney hallaría en Dante, el gran modelo ratificador de esta poesía, de cuya importancia tomó conciencia justamente «en medio del camino de su vida», mientras escribía Station Island a comienzos de los años ochenta. Desde entonces, el esquema trinitario de Dante, pero también su alianza de narratividad y simbolismo, de opacidad histórica y transparencia verbal, de domesticidad y universalidad, emerge una y otra vez en esta obra como la vía mejor, la más probada, para conseguir esa limpia unión de claridad y misterio, de sentimiento y pensamiento, a la que finalmente aspira.
Ese esfuerzo intelectual es también el del poeta que, como dice el título de uno de sus ensayos, ha debido «ganarse la rima». El lirismo exaltador, casi panteísta, de sus libros últimos, el puro asombro de existir, y de existir en el mundo, que expresa un poema como «Posdata» («No estás ni aquí ni allá, / una urgencia por la que fluyen cosas extrañas y sabidas / mientras grandes y suaves zarandeos alcanzan el lateral del coche / y toman por sorpresa el corazón y lo abren de un soplo»), se han obtenido a un precio muy alto. Después del inferno de North, del purgatorio de Station Island con sus paradas o estaciones de penitencia literalmente purificadoras, después de un itinerario profundamente marcado por las exigencias de la historia, de la polis, del presente, el poeta se ha ganado el derecho a leer de otro modo, con sabia inocencia, los signos del mundo, de la naturaleza, a dialogar con sus maestros y a buscarse oblicuamente, bajo la luz de la elegía, en los prados del recuerdo. En última instancia, la poesía de Heaney nos alumbra, nos inquiere y nos consuela porque cumple con aquel dictum de Yeats que él mismo ha citado con frecuencia: «He intentado mantener juntos en un mismo pensamiento realidad y justicia».