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Libertad, poder y asilo de la ignorancia

Entrevista con Jean-Léon Beauvois

Isidro López y César Rendueles
Fotografía Minerva

La psicología cognitiva es uno de los campos de las ciencias sociales contemporáneas más activos, innovadores y sorprendentes. Sus descubrimientos contradicen la evidencia cotidiana de un modo similar a como la sociología decimonónica transformó nuestra forma de entender la historia y la vida en común. Sin embargo, no es menos cierto que muchas de estas investigaciones de apariencia política roma ocultan tras una impenetrable capa de tecnicismos una intensa sintonía con el estatu quo. Por eso Jean-Léon Beauvois es un científico poco común. Se trata de uno de los psicólogos sociales europeos más importantes de las últimas décadas –algunos de sus experimentos aparecen en cualquier manual especializado– pero, además, muchos de sus escritos poseen un filo crítico infrecuente.

Un descubrimiento descorazonador de la psicología cognitiva es que infravaloramos sistemáticamente las limitaciones a nuestra capacidad de elección o, dicho de otra manera, que tendemos a sobreestimar nuestra libertad. ¿Qué consecuencias prácticas tiene este hallazgo?

Sobreestimamos la libertad de muchas maneras y al menos en dos contextos diferentes: en el ámbito de las situaciones y en el de las doctrinas. Por lo que toca al primer aspecto, todos abordamos la existencia armados con un cierto número de ideas, muchas de las cuáles hemos adquirido a través de la propaganda, por decir las cosas como son. Por ejemplo, cuando era pequeño, mi padre me decía que yo era muy afortunado por haber nacido libre en un país libre. Una actitud acentuada por un razonamiento interesado y retorcido, característico de la ideología de mediados de la década de 1920, que se puede resumir así: puesto que vivimos en un país libre, somos libres.

Nos enfrentamos a las distintas situaciones pertrechados con ese sentimiento de libertad. En todos los experimentos en los que se pide a la gente que hagan algo que puede tener consecuencias dramáticas, como electrocutarse; o algo asqueroso, como comerse un gusano; o moralmente indeseable, como escribir una redacción que exprese ideas contrarias a sus opiniones, se comprueba que las personas a las que se declara libres de realizar ese acto o de rehusar hacerlo no se comportan de manera diferente a las que se ha negado esa libertad. El sentimiento de libertad no hace que las personas actúen de manera distinta, pero genera un cambio mental importante: proporciona los elementos necesarios para que la conducta considerada libre se convierta en algo natural e incluso se valorice.

En el ámbito de la doctrina, creo que el sentimiento de libertad contemporáneo es el resultado de un individualismo desafortunado. Hemos asistido a la imposición de un individualismo degradado que más bien habría que denominar «yoísmo». El valor supremo del antiguo individualismo –el que llevó a Voltaire a defender a Calas y a Zola a defender a Dreyfus– era el ser humano, que debía ser protegido ante cualquier razón supuestamente superior. Para el sociólogo Émile Durkheim, ese individualismo constituía la única moral posible de una democracia aceptable. Pero con la televisión y la publicidad el individualismo se ha convertido en otra cosa. No tengo más que escuchar a mis estudiantes para darme cuenta de que el ser humano ya no es el meollo de la cuestión, ya no constituye el valor supremo. Ahora lo importante es el yo, que se defiende frente a los demás, frente a lo social, y no frente a razones de orden superior. El yo es, por definición, una entidad libre, mientras que para el individualismo tradicional la persona no era necesariamente libre.

Usted es particularmente conocido por haber propuesto junto a Robert-Vincent Joule una revisión «radical» de la teoría de la disonancia cognitiva de Leon Festinger. ¿En qué consiste?

Básicamente, la teoría de la disonancia postula la existencia de cogniciones cuya incoherencia produce un estado psicológico de inquietud que intentamos paliar modificando nuestras ideas para que resulten más coherentes entre sí. Festinger elaboró una teoría magnífica, pero la adornó muchísimo para que tuviera mayor difusión. La edulcoró demasiado y no se dio cuenta de que lo más innovador de su propuesta era lo que él llamó la «tasa de disonancia», es decir, un cálculo que realizamos a partir de, por un lado, el comportamiento que acabamos de realizar y, por otro lado, el conjunto de las ideas relacionadas con este comportamiento. Esto tiene una consecuencia teórica inmediata y decisiva: es el comportamiento el que rige el proceso que va a tener lugar en la mente.

Si analizamos la tasa de disonancia sistemáticamente llegamos a conclusiones que el propio Festinger no predijo. Le daré un ejemplo: imagine que me piden que escriba algo contrario a mis opiniones, por ejemplo, que Sarkozy es el mejor presidente posible para Francia. Digamos que acepto libremente porque estoy participando en un experimento y no pretendo interferir con mis valores. Hago lo que me piden y punto. En mi caso no me libro de cierto conflicto interno porque, en mi opinión, Sarkozy no es una buena persona y considero que sus políticas no son acertadas. Sin embargo, también puedo encontrar argumentos para defenderlo, como su gestión de la crisis con Rusia o su buen hacer en relación al Tratado Europeo. Estos argumentos justifican lo que estoy escribiendo. Cuantos más argumentos encuentro, menor es la tasa de disonancia. Cuanto menor es la tasa de disonancia, menos necesidad tengo de cambiar de actitud, así que Sarkozy puede seguir cayéndome mal. Festinger no creía en esto. Cuando le mostraron estos resultados los tachó de imposibles, pero en realidad son una consecuencia directa de la noción de tasa de disonancia. La teoría de Festinger supuso una ruptura enorme en el contexto teórico de su época, que se caracterizaba por una defensa a ultranza de la consistencia y la coherencia de las ideas. Él, en cambio, afirmó que existe una tasa de disonancia que implica que todas las ideas están dirigidas por el comportamiento. Joule y yo nos limitamos a tomarnos este punto en serio y eso nos convirtió en radicales.

Nuestro segundo punto de divergencia con Festinger surge de nuestra impresión de que muchas personas se encuentran en un estado de disonancia permanente. Una situación experimental que considero típica de la disonancia cognitiva es el trabajo pesado o aburrido. Los americanos, en cambio, no aceptan que el trabajo monótono entre en el dominio de la teoría de la disonancia. Lo he discutido con Aronson, uno de los grandes expertos en el tema. Él piensa que las personas siempre realizan tareas aburridas y, si tuviéramos razón, estarían constantemente en disonancia. Su oposición se basa en la premisa, muy típica del pensamiento estadounidense, de que la sociedad libre satisface las necesidades de la gente y, por lo tanto, no puede haber disonancia permanente. Podríamos afirmar que nos encontramos ante un punto de ruptura respecto a las teorías de la disonancia tradicionales.

¿Se podría decir que ese punto de ruptura conduce a una interpretación política de la disonancia?

Yo no iría tan lejos. Más bien conduce a una crítica política de la psicología norteamericana, que no es exactamente lo mismo. Aunque, efectivamente, creo que la psicología estadounidense está repleta de supuestos liberales individualistas y en Francia se me conoce un poco por haber querido romper con ella. Puede resultar pretencioso lo que voy a decir, pero estoy dispuesto a juzgar corrientes experimentales de psicología social como no científicas. De hecho, he escrito recientemente varios artículos en los que he criticado las corrientes que, bajo pretextos pseudocientíficos, difunden los postulados del liberalismo individualista norteamericano.

También se muestra muy crítico con quienes cuestionan los resultados de las investigaciones de psicología experimental porque piensan que se basan en situaciones «artificiales».

Habría que estar loco para querer reproducir lo que sucede en el mundo real. Existen situaciones más ecológicas que otras, pero no por ello dejan de ser paradigmáticas. Un concepto esencial para mí como experimentador es el de paradigma experimental. Cuando impartía clase, me gustaba empezar el curso con la frase: «Experimentar es explorar un paradigma experimental». Y sigo pensando lo mismo. Hacemos experimentos porque encontramos una variable que nos preocupa teóricamente y hay situaciones en las que hemos descubierto que podemos estudiarla. A veces es necesario salir directamente al exterior, a la vida social, para comprobar las implicaciones de los hechos que hemos observado en situaciones experimentales. Imagínense, por ejemplo, una situación experimental en la que muestro unos cuestionarios cumplimentados de forma interna y externa a unos estudiantes a los que luego pregunto cuál de los cuestionarios es mejor y me responden que el interno. La artificialidad de la situación en la que hemos conseguido este resultado exige acudir directamente a los lugares donde están los auténticos evaluadores para comprobar si tienden a privilegiar la internalidad (cosa que, por cierto, sucede). Como ven, hemos salido del campo experimental, pero seguimos utilizando el método experimental. En mi opinión, la epistemología experimentalista tiende a producir leyes en una situación experimental.

¿En qué consiste el principio psicológico de la internalidad?

La internalidad es el resultado de una evolución del individualismo hacia supuestos que no eran necesarios para el individualismo filosófico tradicional. A esto me refería antes cuando hablaba de la anteposición del yo a la persona. El yo es, por definición, autónomo y libre. Esta es la razón que nos hace sobrevalorar las causas psicológicas cuando intentamos explicar no sólo lo que hacemos sino también lo que nos ocurre, desde perder un trabajo a sufrir un accidente de carretera, pasando por la cadena de pensamientos que nos lleva a darle un par de bofetadas a nuestro hijo. La tendencia individualista, que denomino «yoísta», hace que privilegiemos las causas internas: tendemos a atribuir los comportamientos de las personas a sus características psicológicas y menospreciamos su situación objetiva. Además, hablamos de internalidad o de normas de internalidad, porque este tipo de explicaciones internas fomenta que se nos aprecie: nuestros padres, hermanos, compañeros de trabajo y jefes tienden a valorar más las explicaciones internas que las externas, aunque no se den cuenta de ello.

Lo cierto es que en la vida son frecuentes las causas externas. De hecho, si pudiéramos hacer una estadística acerca de las situaciones en las que nos vemos inmersos, muy posiblemente nos encontraríamos con que la mayoría están provocadas por causas externas. Y, sin embargo, las explicaciones internas son las preferidas por los evaluadores: la internalidad es una tendencia psicológica, por eso hablamos de una norma de internalidad con importantes repercusiones mentales. Las explicaciones internas no reciben el mismo trato cognitivo que las explicaciones externas. Por ejemplo, recordamos más fácilmente e identificamos mejor las primeras que las segundas.

¿Qué efecto tiene esta norma de internalidad en el contexto de las democracias liberales?

Intentaré responder únicamente como científico. En nuestro sistema cultural caracterizado por el «yoísmo» encontramos un núcleo ideológico compuesto por tres dimensiones íntimamente ligadas entre sí. En primer lugar está el liberalismo en su sentido más puro, cercano a la tradición filosófica clásica, que prioriza los objetivos individuales sobre los colectivos. Esta primera dimensión está muy ligada a la segunda, que es precisamente la internalidad. La tercera es la autosuficiencia o autonomía, es decir, la idea de que no necesito a los demás para alcanzar mis objetivos. Se trata de tres núcleos interconectados que no se asocian necesariamente a otras dimensiones del individualismo como la diferenciación individual (tiendo a preferir lo que viene de mí sobre lo que procede de los demás), la dimensión contractual (tiendo a buscar personas que me complementen y no personas que se parezcan a mí) o la independencia emocional.

Si saco esto a colación es porque este núcleo siempre aparece en los estudios que incluyen de algún modo lo que se conoce como «dimensión de utilidad social». Para que esto se entienda, tengo que hacer algunas observaciones sobre la democracia. En mi opinión, la condición sine qua non de la democracia es que ofrezca opciones reales y no obligue a elegir entre someterse o resignarse. La democracia consiste en decir: «tenemos esto, esto y esto: debatamos». Pero, desgraciadamente, no todas las opciones que se ofrecen –pensemos en un profesor y un alumno o en un empresario y un empleado– tienen el mismo rendimiento social. En la actualidad, las personas socialmente útiles son aquellas que escogen las alternativas de mayor rendimiento desde el punto de vista del valor mercantil y no desde el punto de vista del valor humano. La utilidad social también se decanta, por lo general, por aquellas alternativas que se traducen en triunfos individuales. Las tres dimensiones liberales que he descrito van de la mano de la utilidad social.

Lo contrario de la utilidad social es lo que llamamos «deseabilidad social». Una persona que se define como socialmente útil dirá de sí misma que es activa, dinámica y trabajadora. Y una persona que se define a sí misma como socialmente deseable dirá que es amable, generosa y honrada. La escuela de Dubois ha demostrado que las personas que tienen más apego a la dimensión de diferenciación individual muestran una mayor proximidad a la noción de deseabilidad social, mientras que los que son internos, liberales y autosuficientes se aproximan más a la utilidad social.

¿Y qué tiene que ver la democracia con esto? La democracia implica centrarse en los intereses colectivos y no en los individuales. Los estadounidenses creen que es posible privilegiar los intereses individuales frente a los colectivos, pero ya estamos viendo los resultados. En mi caso, me siento próximo a la noción de la libertad que tenían los antiguos, basada en la intervención en los asuntos públicos que nos conciernen, en la colectividad de la que formamos parte. Actualmente nos regimos por otro tipo de libertad, la libertad de los modernos, que prima la tranquilidad individual y la indiferencia frente a la colectividad. Que defienda la libertad de los antiguos no significa de desprecie la de los modernos. El problema es que las democracias liberales no garantizan ni la una ni la otra. A las personas se les consulta en tanto que consumidores y no en tanto que agentes que pueden intervenir en los problemas colectivos. Creo que la única manera de superar el predominio de la utilidad social es una democracia autogestionada.

No es frecuente oír el término «ideología» en boca de un psicólogo. ¿En qué sentido entiende el concepto? ¿Es realmente útil para las ciencias cognitivas?

Para los psicólogos sociales es imprescindible desconfiar de la ideología, y la única manera de hacerlo y continuar la labor científica es recurrir a la noción de «corte epistemológico» que primero estableció Gaston Bachelard y después retomó Althusser. Obviamente, el problema es que ese «corte» no se establece por decreto. Aun así, creo que disponemos de criterios suficientes para saber cuándo se produce.

Volviendo a la premisa de mis colegas estadounidenses de que la sociedad libre está diseñada para satisfacer las motivaciones de las personas, creo que basta con renunciar a ella para no caer en la ideología. Si en psicología social se suprimiera la premisa que afirma que lo individual tiene por definición más valor que lo colectivo, tendríamos que deshacernos de un gran número de paradigmas. Y esta premisa no sólo no es científica porque presupone que una cosa tiene más valor que otra, sino también porque no se define el origen de ese valor. Pondré otro ejemplo: he estado hablando de utilidad social y deseabilidad social. Para mí está claro que son dos aspectos distintos del valor social: se aprenden e interiorizan y forman parte del proceso de evaluación. A mí me resulta evidente, pero a la mayoría de los investigadores estadounidenses no. Para ellos se trata de dos aspectos fundamentales de la naturaleza de las personas, no de algo aprendido o interiorizado.

La postura que defendemos en Francia, a saber, los dos aspectos del valor social de la persona, implica menos premisas acerca de la naturaleza humana, pero los estadounidenses consideran que éstas son irrenunciables. Desde su punto de vista, cuando las personas hablan de sí mismas expresan su realidad psicológica, no un valor que la sociedad les atribuye. Aún más, también creen natural que todo el mundo tenga acceso a esos procesos internos. No quisiera pecar de jactancioso, pero apuesto a que si descartáramos todos esos presupuestos, podríamos elaborar una nueva psicología cuyos fundamentos no serían particularmente complicados, que no sería contraria al sentido común.

En relación a este último punto, usted mantiene que las relaciones sociales generan un tipo específico de conocimiento de naturaleza evaluativa. ¿Qué tipo de conocimiento es ese?

Usted se compra una flor muy bonita que le cuesta diez euros. Puede hablar de la flor y decir que es hermosa, que los colores son muy agradables, que es muy decorativa. Puede estudiar botánica incluso. Pero, ¿es necesario estudiar botánica para hablar de un tomate y determinar si su precio es caro o no? En absoluto. Utilizamos conocimientos en muchas áreas que no guardan relación con la ciencia y que están directamente ligadas al valor de las cosas. No necesitamos ser botánicos o zoólogos para saber si un animal o una planta son comestibles o no, sencillamente lo sabemos y ese es un conocimiento ligado al valor. ¿Por qué habría de ser distinto en psicología? Disponemos de un lenguaje que nos permite hablar del valor que un alumno o un asalariado tiene para uno sin haber hecho exámenes de psicología, y este conocimiento es tan útil para nuestra vida cotidiana como el relativo a la carne para la cocina.

Existen lenguajes muy específicos: el empresarial, el familiar, el escolar... Cada uno proporciona un conocimiento que se construye a través de las relaciones sociales. Por ejemplo, alguien dice que su mujer es sensible, fiel y maternal, sabe que puede confiarle sus hijos. Ese es un conocimiento que ha obtenido a través de una relación conyugal, no hace falta estudiar psicología para ello. En cambio, afirmar que un trabajador es fiel y amable no dice mucho en el contexto de la relación necesariamente jerárquica de la venta de fuerza de trabajo. A esto me refiero con conocimiento evaluativo: son conocimientos que no requieren ciencia o conocimientos descriptivos, y que se construyen en las relaciones sociales. Lo que no entiendo es por qué los estadounidenses se oponen a este punto de vista, sobre todo cuando son ellos quienes no dejan de generar análisis dimensionales, que son siempre dimensiones de valor...

¿Y cómo transforma este enfoque sociocognitivo el análisis del ejercicio del poder?

Cuando hablamos del poder solemos pensar en el poder que conocemos, el poder corporativo, el poder jerárquico, la sumisión de la mayoría a una minoría. Para mí eso son estructuras de poder, no el poder en sí mismo. El poder es otra cosa: eso que inventó la humanidad para llevar a cabo la revolución neolítica. Nunca se oirá algo así de boca de un arqueólogo, porque ellos sólo ven poder allí donde encuentran una tumba grande al lado de otra pequeña. El poder aparece cuando hay individuos que aceptan renunciar a dos datos procedentes de la biología: la naturaleza individual y la no determinación o programación de las conductas individuales. El surgimiento del poder está vinculado al desplazamiento social de estos datos biológicos y a la construcción de agrupaciones en las que los individuos son idénticos desde el punto de vista de su conducta, es decir, en las que los individuos se convierten en agentes sociales. Esto se aprecia muy bien en algunas pinturas muy antiguas en las que se observan conjuntos de guerreros, diferentes biológicamente, pero que han aceptado una posición y una conducta impuesta para alcanzar objetivos colectivos. La jerarquía aparece después, como consecuencia de las diferentes formas de delegación. Lo que me maravilla es que en ninguna de estas pinturas se ve a ningún jefe. Mi concepción del poder no implica necesariamente jerarquía.

¿Hay una forma específicamente liberal de sumisión al poder? ¿Es más eficaz que otros modos de dominación más directa o abierta?

Le voy a decir cuál es para mí la vía liberal del poder: la utilización de la naturaleza humana para justificar la obediencia. Te pido que hagas este trabajo no porque nadie más lo pueda hacer, sino porque tú lo puedes hacer mejor. Que te digan esto te invita a hacer el trabajo, te entran ganas de hacerlo. Lo único que puedo decir respecto a esta forma liberal de ejercer el poder es que no acepto que sea la forma democrática del poder. Es liberal y punto. Sí es cierto, en cambio, que es el modo de ejercicio de poder más reproductor, aunque no lo es menos que se está derrumbando.

¿Han contribuido las ciencias sociales a la profundización de esta forma de legitimación en las últimas décadas? Por ejemplo a través del management, de la pedagogía...

Absolutamente. Creo que el súmmum del management es hacer que las personas se conviertan en lo que tienen que hacer. Eso lo dice todo. En su momento me interesé mucho por las teorías de la organización, que siempre entienden el poder desde un punto de vista radicalmente jerárquico. Consideran que la jerarquía es un hecho constitutivo de la organización misma y, paradójicamente, al mismo tiempo intentan evitar esta preponderancia de la jerarquía. ¿Cómo? Diciendo cosas que se encuentran en el límite de la sandez. Por ejemplo, que el poder se negocia. Ahora resulta que hay jefes que negocian su poder con sus subordinados. Me gustaría preguntar a algún parado si ha negociado su pérdida de empleo.

Hace un momento hablaba acerca del modo en que las estructuras jerárquicas se apropian del poder social y lo someten. ¿Qué se podría hacer para recuperar ese poder social?

Sigo manteniendo la idea de que sólo se puede empezar por la base. Doy por hecho que la empresa privada está sometida a esquemas jerárquicos. Lo que deploro es que no se promuevan los procesos de autogestión allí donde serían posibles, es decir, en los servicios públicos. No hay nada en la estructura de los servicios públicos que obligue a adoptar un modelo jerárquico. No creo que sea por pereza, sino a causa de un entorno político y social que no estimula las experiencias de autogestión. Mi convicción más profunda es que una persona que practique la libertad de los antiguos no podría tolerar durante mucho tiempo ciertas formas de gobierno. Quizás eso explique la ausencia de experiencias de autogestión, tal vez se tema el efecto que podrían desencadenar. Que quede claro que no soy anarquista. Hay cierto poder que tiene que ejercerse. Pero la delegación de poder implica evaluación, las personas que se encuentran en la base tienen que poder evaluar a los jefes. No creo que la autogestión sea una solución global pero sí que puede extenderse gradualmente desde unas experiencias a otras, por ejemplo un niño que diga en el colegio: si mi padre hace las cosas así en su trabajo, por qué no se hace puede hacer aquí, en el colegio…

Tratado de la servidumbre liberal: análisis de la sumisión, Madrid, La Oveja Roja, 2008

Pequeño tratado de manipulación para gente de bien, Madrid, Pirámide, 2008

Les illusions libérales, individualisme et pouvoir social. Petit traité des grandes illusions, Grenoble, Presses Universitaires de Grenoble, 2005

La soumission librement consentie, París, PUF, 1998 [con Robert-Vincent Joule]

A radical dissonance theory, Londres, Taylor & Francis, 1996 [con Robert-Vincent Joule]

La psychologie quotidienne, París, PUF, 1984

Soumission et idéologies. Psychosociologie de la rationalisation, París, PUF, 1981 [con Robert-Vincent Joule]

CONFERENCIA DE JEAN-LÉON BEAUVOIS «LIBERALISMO Y DEMOCRACIA»


16.12.08

PARTICIPANTES LUIS ENRIQUE ALONSO • JOSÉ MANUEL ROCA • ALFONSO SERRANO
ORGANIZA CENTRO DE DOCUMENTACIÓN CRÍTICA • LA OVEJA ROJA • CBA