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El muro como ready made

Ángela Molina Climent
Fotografías © Estate Brassaï - RMN

A lo largo de toda la historia del arte, la pasión del artista por el muro ha sido tan intensa que en ocasiones le ha impedido darse cuenta del engaño del cual es víctima. Del esplendor desvanecido de la piedra, de su fondo tangible y verídico, surge una selva de figuras azarosas, ídolos, animales, señales, revoluciones… Pero el muro también funciona como un plano virtual al que se supone infinitamente transparente y absorbente. En nombre de la auténtica fidelidad, es deber del amante rebelarse contra quien le exige de manera tan abusiva. El resultado de ese idilio es el arte, la representación creada por un ser humano fiel como mentira.

La tradición del carácter sacro y totalitario del muro, recogida originalmente en el Monasterio de Santa Catalina del Sinaí (S. VI y VII d. C), es una fábula de la razón de Estado de la pintura que discurre por la rica y elegante prosodia de los iconos de Andréi Rubliov y Teófanes el Griego, los frescos de Fra Angelico y Giotto y la imaginación de Leonardo, quien ya en sus manuscritos desentrañó el carácter ready made de una simple pared:

Contempla un muro cualquiera lleno de manchas, o una piedra con los más abigarrados dibujos, y encontrarás en ella todo tipo de paisajes… batallas llenas de figuras que corren de un lado a otro, rostros de extraña apariencia y atuendo: una infinita variedad de cosas que tú puedes convertir en representaciones precisas. Y lo mismo que ocurre con las paredes y las piedras sucede con el sonido de las campanas, en cuyo repique descubrirás cualquier nombre o palabra que puedas imaginarCharles Nicholl, Leonardo. El vuelo de la mente, Madrid, Taurus, 2005..

En ese inesperado atisbo de la imaginación encuentra el artista el argumento que forma parte de una de sus polémicas con Boticelli:

La simple mancha que queda en una pared al arrojar contra ella una esponja empapada de colores nos permite descubrir un hermoso paisaje… de cabezas humanas, animales, batallas, rocas, mares, nubes, bosques y cosas similares… las cosas confusas avivan la inventiva de la mente (Trattato della pittura).

Para Leonardo, el muro era más misterioso e indómito que las paredes de los palacios de sus opulentos mecenas. Su honesta existencia podía indicar insólitas figuras jamás rígidas, que apuntan al transcurrir y el devenir, la vida.

Enamorado de manera casi infantil de las protuberancias de la piedra, Henri Matisse recrea en la serie «Espaldas» (1916) la figura identificada gradualmente con el muro que la soporta; la diferenciación entre el modelado del cuerpo y el tratamiento del fondo se difumina poco a poco, y hasta aparece totalmente alineada con los límites del «soporte». Matisse había modelado en bronce aquellas inverosímiles columnas humanas como un pintor, pues nunca olvidó la revolución que había anticipado para el arte.

No sólo el cubismo en su relación con las figuras africanas, también el estructuralismo acuñó para todo el arte posterior a la revolucionaria «Fountain» (1917), de Marcel Duchamp, una teoría que derrocaría para siempre el compacto muro de la Historia: el arte produce signos que han de leerse comparativamente, aunque ese ejercicio suponga su descentralización y desjerarquización. La fotografía iba a ser su código: Al fragmentar y aislar los elementos significantes desde dentro de la complejidad de una obra, ésta se convierte a la vez en ayuda última para su lectura.

Mientras autores como Atget, Brassaï, Dubuffet, Fontana, Fautrier, Burri o Tàpies mostraban un interés casi fetichista por la tierra excavada, los detritus, las hierbas, las señales humanas en una pared, las piedras atacadas por el óxido, los mensajes de amor y los nombres inolvidables que se corroen en el olvido, Marcel Duchamp y André Malraux se dedicaron a derribar los muros más artificiales –y más sólidos– del arte, los que protegen las reliquias y tesoros de tantas pinacotecas y museos que, como la literatura, presumen de ser la auténtica arqueología de la vida.

El escritor y personaje político de izquierdas creía que la fotografía era el medio ideal para someter las obras de arte de cualquier período y origen a una suerte de homogeneidad estilística y así asumir los rasgos de «nuestra estética», con el fin de lograr un compendio de información absoluta acerca del arte del mundo, posible gracias a la estilización que permitía la cámara. Malraux llamó a ese Libro del Arte «El museo sin muros». La expresión primera, «musée imaginaire» (museo imaginario) indicaba reducir la materialidad de una obra de arte a la virtualidad de la imagen, que décadas más tarde aparecerá abstracta y exaltada en la ampulosa retórica de internet. Gracias a la reproducción fotográfica, estos museos serán los servidores del mundo de los originales. «Menos seductores, menos emocionantes sin duda, pero mucho más intelectuales, parecen revelar –en el sentido fotográfico– el acto creador», escribe Walter Benjamin.

El museo virtual cabe en un libro, un soporte mucho más democrático que las catedrales del arte, si bien la experiencia estética del lector quedaba reducida a la contemplación de «significados», en lugar de objetos. «Las obras ganan la máxima significación en cuanto a estilo que pueden adquirir», afirma Malraux.

La forma, como también defendería el historiador suizo Heinrich Wölfflin a finales del XIX, no tiene valor en sí misma, sino dentro de un sistema y en contraste con otro conjunto de formas. La enciclopedia de imágenes se convierte en una «máquina semiótica». La fotografía es el medio que facilita la comparación, el paso de la contemplación de un «artefacto estético» a la experiencia diferencial de ella, surgiendo así su significado en relación con lo que verdaderamente no es. Malraux había adelantado esta idea del arte como un amplio campo semiótico en 1922, en un prefacio para el catálogo de una exposición:

Podemos sentir sólo por comparación. Quien conozca Andromaque o Phèdre se hará una idea mejor del genio francés leyendo A Midsummer Night’s Dream que leyendo todas las demás tragedias de Racine. El genio griego se entenderá mejor comparando una estatua griega con una egipcia o asiática que conociendo cien estatuas griegasAndré Malraux, «Le musée imaginaire», en Les voix du silence, París, Gallimard, 1951 (trad. inglesa: Museum without walls, Londres, Secker & Warburg, 1967)..

El «aura» de la fotografía, en contra de lo que afirmara Walter Benjamin, queda así intacta: «La ficción creada por el libro de arte transmite el espíritu del arte […] Un espíritu babilónico parece surgir como entidad real». El mismo año en que se gestó el museo imaginario –1935–, Duchamp ideó su propio museo sin muros, La Boîte-en-valise, a la manera de una gran retrospectiva de su obra hasta esa fecha. Aquella caja, parecida a una maleta de viajante, contenía 69 reproducciones con fotografías de pinturas y réplicas de varios ready made que el propio artista produjo minuciosamente mediante el laborioso método de la impresión de calotipos, en los que el color se aplica a mano mediante plantillas. Al crearlas personalmente, cada trabajo componía los coloriages originaux (coloreados originales) y la copia original de otra copia.

Después llegaron los Nuevos Realistas. Tres años antes de que Christo y Jeanne-Claude realizaran Wall of Barrels, Iron Courtain, 1962 (Muro de barriles, telón de acero) –240 barriles de petróleo apilados en la rue Visconti de París como respuesta a la construcción del Muro de Berlín– Raymond Hains, Jacques de Villeglé y François Dufrêne presentaron sus actos de décollage sobre un muro en el marco de la Primera Bienal de París y con Malraux como maestro de ceremonias. Aquellos trabajos acabaron muy pronto estetizados sobre un lienzo y depositados finalmente en el museo/cubo blanco. Fue uno de los últimos actos de protesta contra el dominio del espacio público por la propaganda de bienes de consumo. Lo que vino después acabó por rehabilitar los fuertes muros de las galerías, trastiendas de la espectacularidad de los nuevos mausoleos a donde la gente acude en masa a certificar la falsa leyenda de la muerte del arte.