Memoria y combate
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El 23 de abril, pocas horas después de recibir el Premio Cervantes e inaugurar la decimocuarta edición de la Lectura Continuada del Quijote, José Emilio Pacheco mantuvo en el CBA un encuentro con alumnos de varios colegios de educación secundaria. En el coloquio, moderado por Jordi Doce, el escritor mexicano abordó algunas de las preocupaciones que han marcado una obra coherente, rica y diversa: el tiempo, la historia, la naturaleza o el dolor y la dicha de estar vivos. Reproducimos, a continuación, algunos extractos de las palabras de Pacheco.
El taller del poeta
El novelista trabaja de un modo continuo, fijo; escribe cierto número de horas y de páginas cada día. Para el poeta eso resulta imposible y quien ha intentado escribir un poema diario ha obtenido resultados catastróficos. Por otra parte, es imposible emprender ninguna actividad humana sin dedicación y para aspirar a escribir poemas y, quizás, ser poeta, uno tiene que trabajar mucho. Así que hay que encontrar un punto intermedio entre no forzarse a escribir y seguir practicando continuamente.
En mi caso, no tengo un taller propiamente, sino cuadernos y un ordenador donde apunto lo que se me ocurre, lo que me interesa, lo que me gusta, con muchas versiones que luego no utilizo. Quisiera mostrarme como una persona muy racional y ordenada, que cree en el esfuerzo y el tesón, pero lo cierto es que existe algo para lo que no hemos encontrado mejor nombre que «inspiración», responsable de las escasas ocasiones en las que nuestro trabajo cumple nuestras expectativas.
Escribo en toda clase de lugares, se me han ocurrido textos en el metro, en un tren... Hubo un tiempo en que los aviones eran un campo muy propicio para el intento poético, pero se han convertido en un infierno. Los propios aeropuertos eran antes muy favorables para trabajar, con sus grandes salas vacías, pero ahora están atestados. En cambio, una de las últimas fronteras de la escritura son los cuartos de hotel, son sencillamente maravillosos.
Versos e Internet
Nunca empleo la palabra «poesía», siempre digo que escribo versos. Que estos sean poesía depende del juicio de los lectores. Para escribir versos, la pantalla del ordenador es la auténtica «máquina de trovar» de la que hablaba Machado, porque le permite a uno hacer toda clase de cambios. Pero aunque trabajo mucho con el ordenador, necesito imprimir los textos para terminar de verlos. Así que los periódicos y revistas mexicanos se burlan de mí, dicen que entrego originales escritos a mano corregidos en procesador, al revés de lo habitual.
De niño, tenía la ilusión de tener, como Manuel Altolaguirre, una imprentita en casa para poder hacer libritos de poemas de veinte ejemplares destinados a mis amigos. Pero eso era irrealizable, habría tenido que aprender a manejar la máquina, a escoger los papeles... En cambio, gracias a Internet puedo publicar, aunque sea para mi propio gusto, sin someterme a ninguna dictadura editorial.
Pero la red también tiene una cara sombría. Cuando fui a recoger el Premio Octavio Paz, el presidente Fox, que no es precisamente un hombre aficionado a los libros, empezó a leer una nota que decía: «Nos da mucho gusto estar aquí para premiar a este joven que, a los 26 años y con sólo dos libros, se ha hecho acreedor de este importante galardón...». La persona a la que le habían encargado el discurso se había limitado a recuperar una nota de 1966. La gente me miraba asombrada, seguramente pensaron que yo era un drogadicto salvaje, para tener semejante aspecto con menos de treinta años. Del mismo modo, en Internet se siguen reproduciendo poemas que me resultan espantosos sin que pueda hacer nada para evitarlo. Por ejemplo, la semana pasada se publicó uno que escribí a los dieciocho años. No se puede luchar contra eso.
Octavio Paz
De entre todos los textos que me han influido, puedo recordar dos de Octavio Paz vinculados a fechas muy precisas: Piedra de sol, que apareció en el verano de 1957, y La estación violenta –a mi juicio el mejor libro de Paz–, que se publicó en otoño de 1958. He leído este último muchas veces. En ese sentido soy muy leal. Generalmente uno tiene sus grandes admiraciones de adolescencia que resultan decepcionantes cuando, años después, se releen. En cambio, los libros de Octavio Paz me siguen pareciendo una maravilla. La convivencia y la amistad con él fue estimulante y un gran privilegio, aunque era una persona sumamente difícil, como supongo que son todos los escritores. Estoy seguro de que si yo hubiera sido argentino o chileno habría tenido problemas con Borges o con Neruda. Mi relación con Paz atravesó periodos sumamente malos pero, por fortuna o por tristeza, en los últimos tiempos fue muy afectuosa y cercana.
Todo comenzó con Poesía en movimiento, una antología de poesía mexicana del siglo XX que se publicó en 1966. El proyecto surgió cuando Arnaldo Orfila, el editor argentino del Fondo de Cultura Económica, se vio metido en problemas al tratar de publicar Los hijos de Sánchez, un libro del antropólogo Oscar Lewis sobre la pobreza mexicana que el gobierno prohibió. Queríamos ayudar a Orfila a montar una editorial y, como no disponíamos de dinero, decidimos preparar sin cobrar esta antología entre Octavio Paz –que en aquel momento estaba en la India–, Alí Chumacero, Homero Aridjis, que prácticamente no intervino porque estaba en Estados Unidos, y yo.
El tiempo
El tiempo es el tema de toda poesía, no hay ningún poema que lo excluya. Hay muy pocos topoi poéticos, lo que cambia constantemente es la manera de tratarlos. Y lo cierto es que el modernismo transformó completamente nuestro concepto del tiempo haciéndonos conscientes de la aceleración de la historia, de la fugacidad y fragilidad del presente. Los poetas clásicos tenían una percepción de la temporalidad muy diferente. Horacio, por ejemplo, escribía: «He levantado un monumento más duradero que el bronce y más alto que las pirámides»; mientras que Ovidio pensaba que la Metamorfosis le iba a garantizar la eternidad. Este tipo de declaraciones se basaban en la creencia compartida de que Roma duraría para siempre, y tal vez no se equivocaran del todo, en el sentido que hoy hablamos de ellos y hay miles de traducciones de sus obras que se renuevan con cada generación.
La nostalgia de Ciudad de México
Yo no nací en el D. F., yo nací en la Ciudad de México, que ya no existe, que fue devorada y subsumida en el D. F. Es algo que ya no es ciudad, y quién sabe qué es. Cómo llamar a ese animal vivo, proliferante, que avanza, devora y destruye todo. Hace años, al final de mi novela Las batallas del desierto, escribí: «Se acabó esa ciudad, terminó aquel país, no hay memoria del México de aquellos años y a nadie le importa. De ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola».
A pesar de lo que se diga, no hay nostalgia en mis poemas; no tengo nostalgia sino memoria, combate. Aceptaría algo semejante a la nostalgia cuando pienso en los paseos nocturnos por la ciudad con mis amigos y contemporáneos Pitol y Monsivais. Ahora ya no se puede caminar, no puedo llevar a los amigos a recorrer ciertos lugares, porque ya no existen los cafés, las avenidas y porque no llegaríamos vivos. En ese sentido no es nostalgia, es protesta contra una realidad degradada.
Alfonso Reyes habló del «proceso de cristalización» al que queda sometido todo escritor. En cualquier época y país hay miles de escritores, y con ellos pasa lo mismo que con una gran cantidad de papeles que pueden llegar a devorarte: o los archivas o los tiras y olvidas. Por eso se tiende a poner etiquetas, y a mí me tocó ser tildado de nostálgico y prosaísta. Que cada cual piense lo que quiera, pero lo cierto es que yo no creo que el tiempo pasado fuera más hermoso que éste, era horrible también. La memoria reinventa el pasado, la nostalgia quiere que todo permanezca.
Pesimismo y realismo
Me considero realista y no pesimista, como me han definido muchas veces. La realidad es terrible, no queremos verla. Seguramente no es mía la idea de considerar la poesía la parte de las artes, de la literatura, más adecuada para expresar la negatividad del mundo. Si algo me asombra de Neruda es su capacidad para escribir poemas de alegría y afirmación, del inmenso placer que le producen pequeños actos como comerse un alimento. Digamos que hay muy poca poesía paradisíaca. En 1984, bajo la insistencia de mis amigos para que mirase el siglo XX como un futuro maravilloso, prodigioso, escribí una serie de poemas afirmativos llamados «Alabanzas». Al poco de terminar se produjo el terremoto en la Ciudad de México. Todos los críticos han dicho que mi último libro, Como la lluvia, es de un pesimismo abrumador, pero inmediatamente después de publicarlo vino el terremoto de Haití, la desgracia en Chile... El mundo es así y no podemos hacer nada.
Premios y culpa del poeta
Puede extrañar lo que he dicho en el discurso de recepción del Premio Cervantes: «Todos los escritores somos miembros de una orden mendicante, no es culpa de nuestra vileza esencial». Pero es cierto. Existe una corrupción, una vileza, consustancial a los seres humanos, es algo que necesitamos para sobrevivir. ¡Qué acto de vanidad desenfrenada publicar un poema o un libro de poemas y hacer que los jóvenes dediquen años de sus vidas a leerlo y analizarlo! Es un acto de totalitarismo repudiable.
Esta especie de sentimiento de culpa que tengo por ser poeta, por publicar, viene de las ridículas pretensiones de mucha gente que conocí en el mundo de las artes. Tenemos el ejemplo con los premios. No aceptar un premio es, en primer lugar, una grosería y una afrenta espantosa para la gente que te lo dio; en segundo lugar, un acto de codicia y de interés: los beneficios económicos y de publicidad que recibes por rechazarlo son cien veces mayores a los que tendrías por aceptarlo. Además, terminas consiguiendo que el premio desaparezca, es insolidario y un modelo nefasto. Jean Paul Sartre pareció heroico cuando en 1964 rechazó el Premio Nobel, pero en todas sus biografías se ha comprobado que se pasó los siguientes quince años tratando por todos los medios de que la academia sueca le diera el dinero pero no dijera nada. Ésa es la vileza a la que me refiero.
La barbarie de la traducción
La traducción es una labor a la vez cultural y bárbara, además de una forma de acercar los poemas a gente que de otra manera no los leería. Pero yo prefiero hablar de aproximaciones: se puede hacer un poema que se aproxime y que se acerque a su original sabiendo que es una calle de sentido único. El poema puede ser interesante para nosotros, pero para aquellos que hablan la lengua original, la mejor solución siempre será insatisfactoria. En ese sentido, es una tarea muy desesperanzada. Además las traducciones envejecen muchísimo y muy rápido, mientras que los poemas son para siempre.
Me lancé al mundo de la traducción para poder pagarme la producción de mis libros de poemas, ya que pensé que no lo iba a hacer nadie. Y siempre me he basado en la idea de Fray Luis de León, que puse como cita en mi libro Aproximaciones, de que «las poesías vertidas hablen en castellano y no como extranjeras y advenedizas, sino como nacidas en él y naturales». Por ejemplo, en mi opinión, lo que está rimado en el idioma original, hay que rimarlo en la traducción porque es algo esencial. Puede que para ello, y aquí es donde entra la enseñanza de Fray Luis, tengas que introducir elementos que no estaban, pero ni siquiera en una guía de viajes hay traducciones exactas. Todo es paráfrasis.
Como ha dicho Jordi, la poesía es energía: no se crea ni se destruye, se transforma. Un ejemplo claro lo encontramos en la genealogía del soneto más maravilloso en lengua castellana: «A Roma», de Quevedo.
Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas;
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de sí propio el Aventino.
Yace donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo, las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que blasón latino.
Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya, sepoltura,
la llora con funesto son doliente.
¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.
Primero creí y vi que era una traducción de Quevedo de un soneto del poeta francés de la Pléiade, Joachim du Bellay. Y resulta que Du Bellay, a su vez, había traducido a un poeta latino que se había inspirado en un texto de Propercio. Más extraordinario todavía fue que después de mis indagaciones sobre el soneto se publicaron las traducciones completas de Ezra Pound, donde aparece el poema de Quevedo, y vi que Robert Lowell también lo había traducido, en «The Ruins of Time», sin conocer la traducción de Pound. Los poemas tienen la capacidad de crear otros poemas. ¿A quién pertenece el soneto «A Roma»? ¿A Propercio, a Du Bellay, a Quevedo, a Ezra Pound, a Lowell? A nadie, es del idioma.
En relación con la labor de Fray Luis de León, merece la pena mencionar siquiera el asunto de la poesía novohispana. ¿Dónde comienza? Por un lado, tenemos el famoso soneto petrarquista de Francisco de Terrazas, hijo del mayordomo de Hernán Cortés, que comienza: «Dejad las hebras de oro ensortijado». Es Petrarca, a través de Camões. Digamos que esa es la poesía criolla. La poesía mestiza viene de un escritor llamado Fernando de Alva Cortés Ixtlilxóchitl, que es el nieto del rey poeta de Texcoco. Se desarrolló en el año 1580, en el Convento de Tlatelolco, uno de los más dolorosos «pudo haber sido», porque se intentó fundar una verdadera cultura mestiza instruyendo a los indios no sólo en la lengua castellana sino en latín, y realmente unir la cultura europea con la cultura autóctona de América. Allí es donde Ixtlilxóchitl traduce los poemas náhuatl en liras. Exactamente lo mismo que estaba haciendo Fray Luis de León con Horacio y con el Libro de Job.
La conclusión es que se puede hacer una traducción filológica, traducción científica, pero la labor que desarrollaban Fray Luis y Fernando de Alva Cortés Ixtlilxóchitl era distinta: traducían de una poesía a otra. Lo que me parece, al menos, sumamente legítimo.
Escritura, lectura y anonimato
Actualmente existe un problema: se disocia la lectura de la escritura. Encuentro muchos poetas que me preguntan si he leído sus últimas obras publicadas y cuando se les habla de cualquier lectura, contestan que ellos no leen poesía, que no les interesa.
En la educación, deberíamos seguir el ejemplo de Yvor Winters, profesor de poesía de la Universidad de Stanford que dio clase a muchos poetas norteamericanos. Cuando llegaban los jóvenes a inscribirse en su taller de poesía, él les decía: ¿Qué has leído de la poesía de tu propio idioma? Y ante la contestación respondía: ¿Con eso te atreves a escribir, a querer escribir poemas? Ve, lee todo y luego vuelve y podrás entrar en el taller. Si tuviera que darles un consejo a los jóvenes escritores sería que leyeran lo máximo que les fuera posible, y que publicaran lo mínimo.
Cuando surgen temas relacionados con la autoría o la escritura, a menudo me preguntan por un texto de hace casi treinta años que no estaba pensado para su publicación y que me produce mucha incomodidad. Para mi horror, se ha hecho bastante célebre. En 1982 me llegó un telegrama de un estudiante norteamericano de unas veinte páginas, y supuse que en aquel telegrama se habría gastado entre quinientos y mil dólares, mucho dinero para un estudiante. Así que me pareció francamente grosero y violento contestarle con un simple «gracias, querido amigo, pero no me interesan sus preguntas ni su entrevista». Por eso pensé en mandarle una carta en verso, que aunque pueda resultar prosaica, si se pasa a prosa no funciona. Él la publicó con el titulo «Carta a George B. Moore en defensa del anonimato» en una revista estudiantil de Colorado y la incluyeron también en un suplemento. Desde entonces ha tenido mucha difusión. Lo más extraordinario de todo es que nunca he conocido a George B. Moore. Fue un disparate de los muchos que he cometido. Ahora tengo que llevar esa carta en verso como con una cadena atada al cuello.
Poesía minoritaria
Vivimos tiempos nostálgicos en los que se dice que la poesía ocupa un lugar marginal, pero no siempre fue así. Hay dos tipos de poesía diferentes: una popular que existió siempre y otra, digamos, culta. ¿Cuánta gente leería y escucharía a Ovidio y a Horacio en la Roma de su tiempo? La poesía y la literatura estaban encriptadas en unas claves a las que muy pocas personas tenían acceso.
El verso servía para todo: desde obras de teatro a textos escolares. Una narración en verso se dirigía a un público que no sabía leer, que no tenía acceso a la página impresa. Pero llegó la alfabetización, los avances del mercado del libro y con ellos la difusión de la educación. Y creo que para evitar el desperdicio de papel, se decidió convertir la estrofa en párrafo. Fue un momento importante en la retirada del verso que durante el siglo XX sólo sirvió como vehículo de la poesía lírica.
Cuando yo tenía veinte años una de las prohibiciones más grandes era hacer poemas narrativos. Pero los tiempos han cambiado. Por ejemplo, el año pasado salieron en México cuatro novelas en verso. Además, con la difusión del audiovisual se emplea más el verso, que es más conciso y rápido. No creo que haya ningún verso narrativo más rápido y más ágil que el octosílabo español de los romances.
Es posible que la necesidad poética de la gente de este siglo quede satisfecha con las letras de las canciones. Pueden decirte que no les interesa la poesía, que nunca la han leído o escuchado y que no van a hacerlo. Pero se pasan todo el día pegados a sus aparatitos de música y se emocionan. Ésos son versos, finalmente.
Incomprensión
No te puedes dirigir a todo el mundo, no puedes querer que todos te entiendan y te aprecien... El gusto que se tiene por la poesía, la capacidad de apreciarla, de disfrutarla, es un sentimiento muy semejante al que se puede tener por la música clásica, no todo el mundo lo comparte y no es una obligación.
He tenido dos experiencias que pueden servir de ejemplo. En los años 70 y 80 se pusieron muy de moda los trabajos interdisciplinarios, y yo realicé uno con un gran sociólogo, un hombre inteligente, buen escritor y amigo. Por aquel entonces publiqué Islas a la deriva, un libro muy poco apreciado entonces, ahora comienza a serlo un poco más. Un viernes, después de una sesión de trabajo, se lo entregué con la mejor voluntad del mundo. El lunes me dijo: «Leí tu librito este fin de semana, me gustó, pero hay algo que me intriga mucho: ¿Por qué escribes unos cuentitos con unas líneas largas y otras chiquitas? ¿Por qué no lo haces todo seguido?». Yo le contesté bromeando que el libro era muy corto y quería inflarlo. «Ah, ya te entiendo», dijo él.
La otra experiencia fue mi viaje a Medellín cuando era una ciudad terrible, como ahora es Ciudad Juárez en México. Me llevaron a una escuela de niños sicarios, y estaba aterrado pensando que no iba a salir vivo de allí. Mentiría si dijera que todos eran fanáticos de la poesía, pero había una gran cantidad de niños y niñas que tenían gusto y capacidad para ella. Me dejó sorprendido.
En definitiva, la sensibilidad hacia la poesía no depende de la cultura o de la educación, aunque está claro que ayudan. Debe de estar determinada por el código genético, lo que explicaría la impermeabilidad de mi compañero, un hombre culto y graduado en la Sorbona, frente a la gran comprensión de la misma por parte de unos niños pobres, crecidos en un ambiente brutal, que probablemente ya a esa edad habían matado a varias personas.
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POESÍA
Los elementos de la noche: poesía I (1958-1964), Madrid, Visor, 2010
No me preguntes cómo pasa el tiempo: poesía II (1964-1972), Madrid, Visor, 2010
Elogio de la fugacidad: antología poética 1958-2009, Madrid, FCE, 2010
Tarde o temprano, Barcelona, Tusquets, 2010
Como la lluvia, Madrid, Visor, 2009
Contraelegía, Madrid, Patrimonio Nacional, 2009
La edad de las tinieblas, Madrid, Visor, 2009
En resumidas cuentas, Madrid, Visor, 2005
La edad de las tinieblas, cincuenta poemas en prosa, Madrid, Visor, 2004
Irás y no volverás, México, Era, 2001
Ciudad de la memoria, poemas 1986-1989, México, Era, 1989
Miro la tierra. Poemas 1983-1986, México, Era, 1986
Los trabajos del mar, Madrid, Cátedra, 1984
NARRATIVA
Las batallas en el desierto, Barcelona, Tusquets, 2010
El principio del placer, México, Era, 1997
La sangre de Medusa y otros cuentos marginales, México, Era, 1991
El viento distante, México, Era, 1990
Morirás lejos, Barcelona, Montesinos, 1980
ENCUENTRO CON JOSÉ EMILIO PACHECO
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