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Utopía y emancipación

Entrevista con Miguel Abensour

Esteban Hernández
Imagen Minerva

Profesor emérito de la Universidad de París VII y ex presidente del Colegio Internacional de Filosofía, Miguel Abensour pertenece a la generación de filósofos franceses que se adentró en la reflexión política a resultas de la experiencia totalitaria. Fue editor, junto con Pierre Clastres, Cornelius Castoriadis y Claude Lefort, de la revista Libre, que surgió de las cenizas del grupo Socialisme ou Barbarie durante la década de 1970. La obra de Abensour reflexiona en torno al poder como manifestación de la pluralidad humana y el conflicto como fuente de libertad y democracia.

Hay un lugar común en nuestro tiempo que denuncia una conexión directa entre la utopía y los campos de concentración o los gulags, entre los proyectos utópicos y el totalitarismo. ¿Hay algo de verdad en estas tesis?

Se trata de una estrategia para condenar las propuestas utópicas sin argumentos adicionales. Sólo desde el odio a la utopía se puede mantener que está relacionada con el totalitarismo. En realidad, es una tesis añeja, que se remonta a la década de 1830, cuando el movimiento obrero comienza a cobrar fuerza. Tuvo particular importancia durante las revoluciones de 1848, como manifestación de un profundo sentimiento de rechazo de la burguesía hacia la emancipación obrera. Es ese tipo de odio el que hoy sigue vigente.

Por otro lado, en el aspecto histórico, no deberíamos asimilar el totalitarismo bolchevique con el nazi. El totalitarismo bolchevique es esencialmente dramático, porque contenía un proyecto de emancipación que se convirtió en su contrario, un proyecto de dominación. Si nos fijamos bien, todo lo que se basaba en la utopía en el momento de la revolución –la crítica de la familia, las guarderías, etc.– fue suprimido en la fase posterior y pasó a ser un instrumento de dominación. En el totalitarismo nazi, por el contrario, no había ningún contenido liberador. La misma idea de una utopía nazi es una estupidez. No sólo la utopía no es la cuna del totalitarismo sino que éste se eleva sobre el cadáver de la utopía. Lo que está en la base del totalitarismo es el mito, no la utopía que, en cambio, desde Tomás Moro, siempre ha estado ligada a la idea de emancipación. Existe, en ese sentido, una señalada ambigüedad en la utopía, ya que es cierto que puede dar nacimiento a un mito –el de la sociedad reconciliada, perfecta y sin conflictos–, pero también lo es que los grandes pensadores siempre han tratado de desmentir esa perspectiva.

Afirma usted que la utopía no consiste en progresar hacia la realización de un mito sino, precisamente, en impedir que acabe convirtiéndose en mito. Se trataría de un movimiento antes que de la cristalización en una idea concreta.

Sí. La defensa de la utopía pasa por la crítica de esa imagen mítica que la arruina y destruye.

Claude Lefort decía que el lugar del poder debía ser un lugar vacío. Algo similar aparece en su concepción de la utopía, que también preserva el vacío en su centro, intentando que no se llene con una narración concreta.

Pero no creo que Lefort se haya ocupado de la utopía. Lefort hizo una crítica del totalitarismo pensando la democracia y la especificidad de la revolución democrática desde ese vacío como punto central. Creo que estamos viviendo un momento de confusión entre la crítica liberal del totalitarismo, que apareció en los años cincuenta del siglo XX, y las críticas anteriores de la izquierda alemana, que denunciaban el sovietismo como revolución desde arriba. Esta crítica se ha olvidado hoy y sólo se conserva la liberal. Y es algo muy dramático para, por ejemplo, pensadores como Hannah Arendt, a la que se tiende a tachar de crítica liberal del totalitarismo cuando, en realidad, nada tiene que ver con eso. Arendt está mucho más cerca del terreno teórico que pisaba la izquierda alemana. Lo mismo ocurre con Lefort, que ataca el totalitarismo desde una perspectiva de izquierdas antiburocrática.

Arendt afirmaba que el totalitarismo desafía toda posibilidad de poder entre los hombres. Usted retoma de modo amplio esa idea: no entiende el poder de un modo positivo, sino como la simple manifestación de la pluralidad humana.

Lo que creo que es muy importante en Arendt, y se nos olvida a menudo, es que ella piensa el totalitarismo como la destrucción del espacio político y de la política en cuanto lazo simbólico. En cambio, lo habitual es considerar el totalitarismo como un exceso y una excrecencia de la política. Y esta idea tiene consecuencias teóricas y prácticas, ya que, desde este último punto de vista, el rechazo del totalitarismo conduce a odiar la política. Por ejemplo, Simon Leys hizo una buena crítica de la revolución cultural, pero se confunde en su interpretación del totalitarismo y termina considerando que la política es un perro peligroso que te puede saltar a la garganta. Desde ese momento, la única opción que queda es la estética... En cambio, si se piensa el totalitarismo como destrucción de la política, el primer objetivo debe ser la reconstrucción del espacio político.

Su visión de la política remite a la idea de lo múltiple, de lo salvaje, de aquello que no puede ser domesticado. Se trata de un poder de fondo que no puede ser sometido a forma alguna.

La política tiene que ver fundamentalmente con la pluralidad. Es la visión de Arendt, y también la mía. Y de La Boétie, quien habla del «todos unos» como esencia de la política, y del «todos uno» como destrucción de la misma. La fragilidad de la política reside en que el «todos unos» siempre amenaza con coagularse en un «todos uno», como afirma La Boétie, «bajo el encanto del nombre de uno».

En este sentido, el «todos unos» tiene algo de salvaje, por eso en un breve panfleto contra Marcel Gauchet ataqué el concepto de «política normal». La política, cuando está viva y es auténtica, es decir, cuando es la manifestación del «todos unos», nada tiene que ver con la normalidad, sino que está del lado de lo que Arendt llamaba extraordinary politics. Pensar que esta política extraordinaria corresponde al acontecimiento, que no forma parte de la política normal, es una señal de conservadurismo.

En nuestra democracia, el totalitarismo opera a menudo como una suerte de justificación de lo dado. Así, se dice que recrearse en la crítica de la democracia liberal o pretender superarla nos lleva de nuevo al totalitarismo. También podríamos preguntarnos qué hay de totalitario en esa afirmación...

Estoy completamente de acuerdo, por eso pienso que hay que salir de la oposición binaria democracia liberal/totalitarismo, que se utiliza para tachar de totalitaria toda crítica antiliberal a la democracia. Necesitamos una tercera categoría, a la que podríamos denominar autoritarismo o Estado autoritario, que nos permita criticar eso que llamo la degeneración de la democracia. Esta tarea es muy importante. Y encontramos elementos para realizarla en la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, donde aparecen los conceptos de autoritarismo, estado democrático y estado autoritario. Por ejemplo, Franz Neumann considera que el totalitarismo ocurre en un no estado mientras que el autoritarismo se desarrolla en un estado autoritario. Es importante, además, recuperar la tesis de Vico, que consideraba que las formas libres de política, como la república, siempre están expuestas a la degeneración. No necesitamos ir muy lejos para verlo. Francia, con la Quinta República y la Constitución de 1958 es un ejemplo perfecto de autoritarismo. Muchos analistas actuales dicen que vivimos en una especie de monstruo que llaman monarquía republicana.

Usted ha utilizado un nuevo concepto, la compacité, para hablar de un cuerpo social totalmente compacto, al margen del cual no existe más que un otro maléfico. Esta es una idea también muy presente en nuestro tiempo, donde siempre aparece un enemigo que amenaza a la sociedad, antes los comunistas, hoy los terroristas islámicos. Un enemigo que sirve para reforzar la cohesión de esa sociedad.

Es un proceso que forma parte de las tendencias totalitarias de los estados democráticos. El enemigo extranjero es el resorte idóneo para pasar de la democracia al autoritarismo, no hay nada más útil para pasar de un régimen a otro. Así, estos estados autoritarios retoman prácticas totalitarias sin que, sin embargo, den lugar a un estado verdaderamente totalitario.

Desde su punto de vista, lo propio de la democracia salvaje consistiría en abrir el espacio a una acción continua, a un movimiento irrefrenable que no puede reducirse a la unidad de la organización. Pero algunos teóricos de la democracia ven este mismo movimiento que no se deja ahormar como un problema serio, en la medida en que, dicen, no es más que una suerte de deseo imposible de satisfacer y, por tanto, potencialmente destructivo.

La «democracia salvaje» [sonríe] es un concepto que inventó Claude Lefort, no yo. Marcel Gauchet me acusó de tener una teoría de la democracia salvaje, pero fue probablemente una manera perversa de ajustar cuentas con Lefort. En todo caso, lo que he intentado demostrar a través de un análisis del texto de Marx sobre las revoluciones de 1848 es que la democracia, tal y como se manifiesta en sus expresiones históricas, equivale a la desaparición del estado político, es decir, que hay un antagonismo de principio entre la democracia y el estado. Utilizando el léxico de La Boetie, podríamos decir que la democracia está del lado del «todos unos» y el estado del lado del «todos uno». Si se analiza con detalle el texto de Marx, se perciben elementos que apuntan en este sentido: la democracia está siempre jugando en contra del estado. Me parece importante subrayar esto porque ha habido una mistificación de la idea de la «sociedad civil» y del antagonismo entre la sociedad y el estado. La expresión «sociedad civil» ha perdido su sentido político desde Hegel. El conflicto no se da entre la sociedad civil y el estado, sino entre la política y el estado, entre una comunidad política que siempre está haciéndose y un estado que ya está hecho y quiere confinarla en sus límites. Desde esta perspectiva es bien evidente que esa tensión permanente entre la democracia y el estado no debe resolverse desde una especie de aceptación de la disputa o el diálogo. Es mucho más importante que se plantee la posibilidad de una democracia no participativa sino activa, que incluso podría pasar sin el estado.

Así que usted entiende que ese Marx de 1848 señala que la verdadera democracia es la que dedica todas sus fuerzas a la desaparición del estado, que es la forma de dominación presente. Pero si entendemos la pluralidad y el poder que surge de ella desde el lado de la emancipación y el estado desde el lado de la dominación, ¿dónde colocamos a los actores supraestatales plurales –como los especuladores financieros– que están del lado de la dominación? ¿Dónde quedan las formas de dominación no estatales?

No hay que confundir las cosas. La lucha de los especuladores financieros contra el estado es la lucha de una mafia, no de una comunidad política. Esto me recuerda algo que ocurrió en la universidad francesa hace unos años, cuando se planteó la idea de que los estudiantes debían poner notas a los profesores. Cuando la comunidad educativa se opuso, quienes la promovían afirmaron no entender la negativa, máxime cuando provenía de quienes habían participado en el 68. «Pero si esta es una idea sesentayochista...», decían. Eso es una confusión total porque en el 68 hubo un ataque a la separación entre quienes detentaban el saber y quienes no lo tenían, entre unos profesores que pensaban que sabían y unos alumnos que debían ser enseñados porque no sabían. Esta propuesta, en cambio, provenía de EE UU y se basaba en el presupuesto de que los profesores deben ofrecer un servicio a los estudiantes y que estos, como clientes, tienen derecho a juzgarles. Lo mismo ocurre con los actores supraestatales. No creo que los grupos financieros que intentan destruir o hacer daño a los estados pertenezcan a tradiciones anarquistas...

Para usted, el papel de la filosofía política consiste en la denuncia de las formas de dominación autoritaria que persisten en los regímenes políticos libres y en la reconstrucción de los movimientos sociales que hacen de la libertad el verdadero núcleo de sus proyectos. Pero ambas tareas, la crítica y la articulación de los movimientos sociales, parecen estar viviendo un momento de declive hoy.

Quizá porque para criticar las formas de dominación autoritaria primero hay que aceptar que existen. Conozco a muchos intelectuales que niegan la existencia de formas de dominación autoritaria, e incluso la relación dominado-dominador, como si la democracia hubiera hecho desaparecer la dominación del mundo por arte de magia. Un primer trabajo a realizar, pues, consistiría en dar a conocer la existencia de estas formas de dominación. Ahí hay mucho trabajo por hacer... En cuanto a la construcción de movimientos sociales, entramos en un terreno peligroso pero muy importante, como es la crítica de la representación. Tendríamos que llegar a preguntarnos si los partidos políticos son una forma que conviene al ejercicio real de la libertad. Habría que recordar que, a principios del siglo XX, se publicaron bastantes obras que trataron de demostrar que los partidos políticos iban en contra de la lógica de la democracia, ya que constituían oligarquías elitistas y dominantes. Es cierto que se trata de un problema complejo, porque a menudo han sido la derecha y la extrema derecha las que han criticado a los partidos políticos. Pero, por decirlo con Arendt, hay una tradición oculta de la crítica de los partidos políticos, una crítica emancipadora, que aparece, por ejemplo, en algunos textos de Simone Weil. Desde este punto de vista, Arendt es una pensadora que nos puede ayudar mucho.

Otro de los obstáculos a la crítica de la dominación autoritaria es la reducción de la democracia a la pluralidad. Una tesis que se plantea en diferentes campos de nuestra sociedad, desde el informativo hasta el académico pasando por el político: la democracia correcta parece aquella en la que están representados partidos de diferentes posiciones políticas.

Sí, pero todos estos partidos funcionan de la misma manera... Trotsky decía que la causa de la burocratización era que en el partido había más funcionarios que militantes. Pero se le olvidaba una cosa, que los militantes son también funcionarios...

Para terminar, quería preguntarle acerca del heroísmo en la política. ¿Es necesario reivindicarlo, como hacía Arendt? Usted ha hablado de ese tipo de héroe que no se coloca por encima de la ciudad, sino que acepta su lugar en ella. Recuerda, en ese sentido, las revoluciones de 1848 y 1871, protagonizadas por héroes sin nombre, gentes que se levantan, luchan y regresan después al anonimato.

La política no puede pasar sin heroísmo, sin un mínimo de valentía. Al mismo tiempo, soy consciente de que el heroísmo puede destruir la política. Es una aporía constitutiva de la política. Esto es lo que he intentado señalar respecto del heroísmo jacobino. Por eso retomo la idea del heroísmo anónimo, de esa persona que se alza, que se manifiesta y que acepta estar entre los demás y no por encima de los demás.

Para una filosofía política crítica, Barcelona, Anthropos, 2007

El espíritu de las leyes salvajes, Buenos Aires, Ediciones del Sol, 2007

Voces de la filosofía francesa contemporánea (con Alain Badiou, Patrice
Vermeren, Patrick Vauday, Geneviève Fraisse y Claude Lefort), Buenos Aires,
Colihue, 2005

La democracia contra el Estado, Buenos Aires, Colihue, 1998