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La utopía y sus opuestos

Terry Eagleton
Traducción Ana Useros

Hay algo extrañamente autorrefutativo en la idea de utopía. Como sólo disponemos del lenguaje del presente para hablar de aquello que lo trasciende, siempre corremos el riego de clausurar nuestros imaginarios en el acto mismo de su articulación. La única auténtica alteridad sería aquella que no podemos pensar en absoluto. Toda utopía es, por tanto, al mismo tiempo distopía, pues al tratar de liberarnos de los grilletes de la historia, no puede evitar recordarnos lo fuertemente que nos maniatan.

Hay algo extrañamente autorrefutativo en la idea de utopía. Como sólo disponemos del lenguaje del presente para hablar de aquello que lo trasciende, siempre corremos el riego de clausurar nuestros imaginarios en el acto mismo de su articulación. La única auténtica alteridad sería aquella que no podemos pensar en absoluto. Toda utopía es, por tanto, al mismo tiempo distopía, pues al tratar de liberarnos de los grilletes de la historia, no puede evitar recordarnos lo fuertemente que nos maniatan.

Es algo que resulta obvio si se piensa en los abundantes relatos de abducciones alienígenas. Lo que hace que esas historias resulten tan sospechosas no es la exoticidad de los extraterrestres, sino justamente lo contrario: el ridículo aire familiar de esas criaturas, su risible alienigenidad no alienígena, desmiente los tumultuosos informes de sus víctimas. Aparte de uno o dos miembros de más, la ausencia de orejas, un olor desagradable o algunos centímetros de altura añadida o sustraída, se parecen bastante a Bill Gates o a Tony Blair. Su habla y sus cuerpos son grotescamente diferentes a los nuestros, excepto por el hecho de que tienen cuerpos y de que pueden hablar. Vuelan en naves que pueden atravesar agujeros negros pero que inexplicablemente pierden el control en el desierto de Nevada.

Los alienígenas son inconcebiblemente distintos a nosotros, puesto que aparentemente manejan estas naves con unos brazos extremadamente cortos y hablan con voces monótonas y siniestras. Estos seres que nos saludan desde civilizaciones tal vez millones de años más avanzadas que la nuestra manifiestan, sin embargo, un interés lascivo por las dentaduras y los genitales humanos. Sus mensajes para nuestro planeta se basan en banalidades nebulosas sobre la paz mundial dignas de un secretario general de Naciones Unidas, con el aliño de alguna vaga observación ecológica. Lo espúreamente espeluznantes que resultan los extraterrestres constituye un desolador testimonio de la penuria de la imaginación humana. Por definición, cualquier alienígena capaz de abducirnos no es un alienígena.

Buena parte de esto, vale también para las utopías literarias de los siglos XVIII y XIX. Lo que sorprende en la mayoría de estos textos, con algunas honrosas excepciones, es su absurda incapacidad para imaginar un mundo definitivamente diferente del suyo. Es esto, y no las farragosas fantasías sobre otras tierras, lo que resulta más irreal en ellas. En el Account of an Expedition to the Interior of New Holland (1837), de Lady Mary Fox, los habitantes de la utopía han roto de manera tan tajante con las convenciones de la clase media victoriana que celebran desenfadados buffets en lugar de cenas formales. En A Description of Millenium Hall (1778), de Sarah Scott, la utopía es una mansión campestre de Cornualles, una anodina égloga inglesa en la que mujeres enanas tocan el clave y cuidan los parterres. Para los ingleses, el orden social ideal exige necesariamente un viejo huerto y un par de divisiones herbáceas.

La sociedad ideal de Charles Ryecroft, en The Triumph of Woman (1848), es un régimen árido y de sólidos principios, hecho de puddings integrales, dóciles artistas subvencionados por el estado y un banco para cada persona en la iglesia. The Chronicles of Clovernook (1846), de Douglas Jerrold, un cuento que muestra una muy peculiar emoción ante la perspectiva de los niños destrozando sus pantalones cuando trepan a los manzanos, se entusiasma ante una sociedad imaginaria en la que aún hay impuestos, cárceles y pobreza. The Capacity and Extent of Human Understanding (1745), de John Kirby, nos presenta a un noble salvaje en su isla paradisíaca que ha deducido más o menos toda la religión de la Inglaterra del siglo XVIII, casi hasta los detalles de las parroquias campestres, simplemente observando con atención el mundo natural que lo rodea. Todo esto alcanza su apogeo en Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, en el que Crusoe se las apaña en un ambiente exóticamente familiar mediante el ejercicio de un muy enérgico e inglés sentido común. La novela nos permite así disfrutar de los placeres de lo desconocido a la vez que desactiva y domestica su amenaza potencial. Para el lector del siglo XVIII resulta reconfortante observar a Crusoe partiendo madera y rodeando de estacas su propiedad, en cualquier lugar del mundo igual que si estuviera en Surrey.

Algo similar puede decirse de Los viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift, donde el chiste es que las criaturas gigantescas o microscópicas resultan ser mucho más parecidas a nosotros que lo que su apariencia podría hacernos creer. Gulliver también domestica lo descabellado, como en su indignada refutación de la acusación de que ha practicado el sexo con una mujer de pocas pulgadas de altura. Los viajes de Gulliver es, entre otras cosas, una colleja tory a la pretensión radical de que podría existir un mundo significativamente distinto al que conocemos. En resumen, no todas las utopías o las distopías pertenecen a la izquierda política, como ilustra bien la obra anónima Great Britain in 1841 or The Results of the Reform Bill (1832). El narrador de este agitado panfleto se duerme en 1831, se despierta diez años después y se encuentra a su hermano inclinado sobre él con un aspecto cuarenta años mayor, en lugar de los diez años que pasaron desde la última vez que lo vio. La causa de su envejecimiento prematuro es la Reform Bill de 1832, que ha permitido al estado confiscar la propiedad de su padre y lo ha forzado al exilio. El gobierno se ha apoderado igualmente de los fondos de las universidades de Oxford y Cambridge; Inglaterra e Irlanda se han secesionado, el rey ha huido a Hanover, el populacho se ha alzado y lleva a cabo ejecuciones sumarias y la madre del narrador ha muerto con el corazón roto.

En gran parte de la ficción utópica, los mundos alternativos son meras estrategias para sacar a relucir los trapos sucios del mundo real. No se trata de ir a alguna otra parte, sino de emplear otro lugar como reflejo de aquel en el que estamos. La mayoría de las utopías literarias son periodismo político encubierto, sus reinos ideales sirven al objetivo de promocionar una obsesión pueblerina por el presente. Ningún otro tipo de fantasía podría ser más provinciana y prosaica. Esta forma literaria, aparentemente la más honesta y abstracta, es también una de las más tópicas y efímeras. Nada es más crudamente realista que su idealismo de altas miras. Cuanto más urgentes y relevantes son estas ficciones para nuestras preocupaciones políticas y, por tanto, cuanto más vívidas y potentes, menos utópicas se vuelven. Al final del siglo XIX, tras el gran clásico de William Morris Noticias de ninguna parte (1891), la misión de proyectar un universo alternativo pasó a manos de la ciencia ficción, que emprendió la tarea con mucho más garbo. En lo que se refiere a Noticias de ninguna parte, cabe recordar la observación de Perry Anderson, que señalaba que se trata de una de las escasísimas utopías socialistas que, junto con su realización, retratan realmente el proceso de cambio revolucionario.

Buena parte de las utopías literarias anteriores a la de Morris describen un mundo futuro que sólo querría habitar un masoquista vocacional. En su mayor parte son lugares inodoros, antiescépticos, intolerablemente sensatos y eficientes, en los que los nativos parlotean durante horas sobre las bondades de su sanidad y la originalidad de su sistema electoral. A uno le recuerdan, en resumen, las despectivas críticas de Marx a los racionalistas utópicos de su época, cuyas especulaciones abstractas le proporcionaron un conveniente yunque sobre el que forjar sus propias reflexiones políticas. Marx se esforzó en señalar la futilidad de lo que se podría llamar el modo subjuntivo en la política: las elucubraciones en plan «no sería genial si hubiera...», que cualquier intelectual progresista con tiempo libre puede proponer justamente porque, en último término, no están limitadas por los hechos materiales.

Pero para Marx, por supuesto, lo contrario de la utopía no era ningún tipo de realismo pragmático. De hecho, nada podría ser más ociosamente utópico. Hay dos tipos de idealistas visionarios: los que creen en una sociedad perfecta y los que creen que el futuro será bastante parecido al presente. Los que verdaderamente tienen la cabeza en las nubes o enterrada en la arena son los aguerridos realistas que se comportan como si las galletas María y el Fondo Monetario Internacional fueran a seguir entre nosotros dentro de tres mil años. Semejante visión es simplemente la inversión de Los Picapiedra, donde el pasado más remoto es la vida residencial americana más los dinosaurios. Perfectamente puede ocurrir que el futuro resulte especialmente desagradable, pero negar que será muy diferente, al modo de las filosofadas posthistóricas, es una ofensa hacia ese mismo realismo del que habitualmente se enorgullecen dichos teóricos. Afirmar que es altamente probable que los asuntos humanos mejorarán bastante es una proposición eminentemente realista.

Para Marx, lo contrario de la utopía no era la fantasía patológica de una mera perpetuación del presente, sino lo que generalmente se denomina «crítica inmanente». Si tradicionalmente el marxismo se ha roto los cuernos contra la utopía no es porque rechace la idea de una sociedad radicalmente transfigurada, sino porque es hostil a la suposición de que una sociedad tal puede, por así decirlo, limitarse a caer en paracaídas sobre el presente desde algún metafísico espacio exterior. No puede ocurrir que todo lo que conocemos pegue un frenazo repentino y algo inconcebiblemente distinto asuma su lugar. Ni siquiera seríamos capaces de identificar en qué consistiría esa diferencia, pues habríamos dejado atrás el propio lenguaje necesario para describirla. Si la noción de utopía tiene alguna fuerza es como una forma de interrogar el presente que descerraje su lógica dominativa y permita vislumbrar, así, un pálido boceto de una alternativa que ya está implícita en él. Si hablar de utopía no es lógicamente incoherente o autoindulgente, entonces tendríamos que ser capaces de señalar los tipos de actividades y capacidades que pueden prefigurarla. El auténtico pensamiento utópico se ocupa de aquellas codificaciones de la lógica de un sistema que, extrapoladas en cierta dirección, poseen el poder de deshacerlo. Al instalarse en esas contradicciones o equivocaciones de un sistema, allí donde éste deja de ser idéntico consigo mismo, permite que la no identidad se revele como la imagen negativa de una positividad futura. Si «crítica inmanente» es el nombre tradicional de esta operación, «deconstrucción», en su sentido institucional más que en el reductor sentido textual, es un sinónimo contemporáneo. Contemplada bajo este prisma, la utopía es lo que desmantela la oposición entre un futuro que es meramente accidental o suplementario del presente, y la sombría suposición posmoderna de que no hay ningún «afuera». Reconoce, por el contrario, que las fuerzas que podrían romper el sistema también quiebran la oposición misma entre «dentro» y «fuera». Algo así es, presumiblemente, lo que quería decir el joven Marx cuando hablaba de la clase obrera como aquella que está «en» la sociedad civil, pero no es «de» ella.

Los futuros transformados que no están de este modo anclados en el presente tienden a fetichizarse a gran velocidad. Necesitamos imágenes de nuestro deseo, pero es imprescindible evitar que esas imágenes nos hipnoticen y se interpongan en nuestro camino. Walter Benjamin entendió que la prohibición judía de elaborar y grabar imágenes de Dios era, entre otras cosas, la prohibición de convertir el futuro en un fetiche que manipular como un tótem mágico al servicio de los intereses del presente. Para Benjamin, el Mesías podría entrar en la historia en cualquier momento, lo que significaba que el futuro estaba perpetuamente abierto. (También creía que el Mesías lo transfiguraría todo haciendo sencillamente unos pequeños ajustes). Proyectar el futuro puede ser un mero intento de controlarlo y manipularlo. Los verdaderos clarividentes de nuestro tiempo son esos expertos contratados por el capitalismo para escrutar en las entrañas del sistema y asegurar a sus gobernantes que sus beneficios estarán seguros durante otros veinte años. Pero la construcción de futuros imaginarios es también una forma de derrotismo, pues puede terminar por absorber las energías que podrían haberse empleado en llevarlos a la práctica. Lo contrario del vidente es el profeta que, al revés de lo que se cree habitualmente, no se ocupa de predecir el futuro, sino sencillamente de alertar al presente de que, a no ser que cambie profundamente, es probable que su porvenir sea sumamente desagradable.

Pero si el marxismo tiene poco que decir al respecto de la utopía, es también porque su tarea no es tanto imaginar un nuevo orden social como desbloquear las contradicciones que impiden su aparición histórica. Visto bajo esta luz, el propio pensamiento marxista se enraíza en la época que busca superar, y será a su vez sobrepasado por aquello a lo que ayuda a traer al mundo. No habrá radicales en la Nueva Jerusalén porque no habrá necesidad de ellos. Tales fenómenos pertenecen al presente tanto como el lenguaje del patriarcado o la gestión de recursos humanos. Igualmente habría mucha menos compasión en una sociedad transformada, puesto que habría mucho menos que compadecer.

Pero aunque ya no hubiera radicales políticos –si los socialistas, las feministas, los ecoguerrilleros y compañía fueran, afortunadamente, un recuerdo pálido y antediluviano–, sin duda alguna aún quedaría tragedia, algo que descartan las corrientes más perfectibilistas del pensamiento utópico. Uno debería pensárselo bien antes de expresar el deseo, aparentemente generoso y amable, de vivir en un orden social que haya dejado atrás lo trágico. Pues no está en absoluto claro que se pueda arrancar de raíz la tragedia sin extirpar el sentido de los valores humanos de la que ésta depende. La tragedia está profundamente entrelazada con nuestra libertad, nuestra capacidad de convivencia y nuestra autonomía y es complicado ver cómo podría abolirse (como han propuesto las vetas más excesivas del utopismo) sin erradicarlas también a ellas. A Herbert Marcuse le gustaba imaginar un futuro en el que los seres humanos hubieran cambiado tanto que el mero acto de ofrecer violencia física los pusiera enfermos. Esperemos al menos que esto no les impidiera también ejercer la cirugía.

En su obra Modern Tragedy, Raymond Williams discute dos tipos de argumentación socialista-humanista contra las ideologías ortodoxas de la tragedia. La primera, la argumentación «democratizante», es que la tragedia no debería considerarse un acontecimiento excepcional, privilegiado, no debería ser la muerte de una princesa o la caída de los héroes, sino parte de la textura de la vida social ordinaria. Tragedia sería un accidente de tráfico, una relación rota, una muerte inútil. La segunda argumentación, la «politizante», afirma que la tragedia es un fenómeno histórico, por ejemplo, la larga tragedia de la sociedad de clases, que implica la posibilidad de su resolución. El problema es que estos dos argumentos son extraordinariamente difíciles de reconciliar entre sí, a no ser que se imagine que también las muertes inútiles y las relaciones truncadas se pueden trascender definitivamente de alguna forma.

Además, la abolición de los sistemas políticos opresores no disminuye la tragedia de sus muertos y de sus víctimas relegadas. Sea cual sea el resultado histórico para sus descendientes, esa experiencia permanece, por decirlo de alguna manera, absoluta e irreparable para las propias víctimas. Cuando Benjamin señala que es el recuerdo de los ancestros esclavizados, y no el sueño de los nietos liberados, lo que conduce a los hombres y a las mujeres a la revuelta, encuentra una forma de emplear o (en términos brechtianos) «refuncionalizar» a los propios muertos, convocando sus sombras al servicio del presente político mediante los rituales del luto y la rememoración. Para Benjamin, incluso la nostalgia puede ser una fuerza revolucionaria, de la misma forma que el consumo ostentoso de la burguesía podría, en un atrevido giro dialéctico, anticipar la abundancia material de un futuro socialista. Pero nunca llega a imaginar que tales refuncionamientos de los muertos pudieran, siquiera retrospectivamente, justificar las humillaciones que sufrieron.

Si el marxismo resulta antiutópico, por tanto, es también porque –excepto en los más salvajes y «cósmicos» vuelos de su fantasía– no se deja llevar por el sueño de una sociedad en la que todo conflicto se habría evaporado. Por el contrario, una vez que algunos de los conflictos cuidadosamente construidos se hayan resuelto, podríamos ser capaces de identificar mejor cuáles son nuestras verdaderas batallas. Una vez que hayamos dejado atrás el absurdo por el cual diferencias humanas en último término tan poco importantes como el género, la etnia o la identidad nacional han sido transformadas en terreno de batalla política por nuestros dirigentes, seremos capaces de ver con nitidez y localizar lo que realmente nos divide. Si los socialistas pueden tener esperanzas razonables es, entre otras cosas, porque las contradicciones a las que se refieren son, a pesar de su centralidad y su formidable poder, asuntos mucho más modestos y transitorios que, por ejemplo, la muerte, el sufrimiento físico o la humillación moral. Ni que decir tiene que esto no equivale a sugerir que vayan a resolverse, sino únicamente que caen dentro de la categoría de cosas que en principio podrían resolverse. La «mala» utopía nos convence de desear lo improbable y, así, como el neurótico, enfermar de anhelo; cuando la única auténtica imagen del futuro es, a la postre, el fracaso del presente.

En estos días escépticos y políticamente vapuleados, no está de moda el pensamiento utópico. Pero hay una versión especialmente grotesca con la que comercia una determinada facción de los buhoneros del pensamiento posmoderno. Se tata de la enfermiza fantasía de que ya no necesitamos mirar hacia el futuro porque el futuro ya está aquí, bajo la forma de una visión perversamente idealizada del presente capitalista. No es tanto que el futuro se posponga indefinidamente, como que ya se encuentra entre nosotros, quizá sin que lo reconozcamos aún como tal, bajo los ropajes de los sujetos hedonistas y los circuitos libidinales del consumismo contemporáneo. Decretar el final de la historia es, en cierto sentido, desconvocar el futuro, declararlo cancelado por falta de interés; pero puede verse igualmente como la proclama de que el futuro ya ha llegado, puesto que el único futuro del que seremos testigos será una repetición del presente.

Esto, sin duda alguna, implica una visión muy diferente del futuro de la que tenían los vanguardistas revolucionarios de principios del siglo XX, quienes también creían que el futuro ya se encuentra en cierto modo entre nosotros, puesto que sólo algo literalmente inexistente, el tiempo futuro, podría ser una imagen adecuada de las transformaciones del presente. La palabra «futurista» nos sale ahora al encuentro como una expresión común que significa, irónicamente, lo último de lo último. Funciona como una descripción del presente, no de aquello que lo sucederá. En una época revolucionaria, en cambio, es como si el presente sólo pudiera aprehenderse en su falta de identidad propia, en la forma en la que se bambolea al borde de alguna negación absoluta que lo inunda de sentido aunque lo prive de sustancia. El futuro, en la «pura» temporalidad de la modernidad, es sólo una forma de describir la falta de coincidencia del presente consigo mismo, la forma en la que su verdad reside en su incesante autosuperación. Para Marx, de manera similar, la «verdad» del socialismo no radicaba en algún estado asentado del futuro, sino en la manera en la que un presente autodividido está, incluso ahora, luchando por ir más allá de sí mismo.

Sin embargo, el escepticismo posmoderno respecto a la utopía generalmente no se debe a que se piense que algún futuro ideal ya ha llegado. Más bien, la idea es que en esta realidad capitalista global y aparentemente inamovible, lo mejor que se puede hacer es decorar nuestras celdas, alinear las hamacas de cubierta del trasatlántico que se hunde, ensanchar la extraña fisura, en este, por otra parte, monolito sin junturas, por la que un rayo vagabundo de libertad, ilustración o gratificación pueda filtrarse. Esto, hay que decirlo, es hacer un inmensísimo cumplido a uno de los sistemas más enfermizamente frágiles que la historia haya conocido nunca. Es confundir el formidable poder del capitalismo con su estabilidad. Es no entender que, en cierto sentido, el permanente desequilibrio del sistema capitalista es consecuencia precisamente de su vigor. Cualquier forma de vida cuya dinámica esté dirigida a su universalización está abocada a tropezar con su propia fuerza, pues cuanto más prolifera, más frentes alimenta en los que puede resultar vulnerable. Un sistema que interviene en tantas regiones de la realidad diferentes extiende su dominio únicamente a expensas de multiplicar sus puntos potenciales de ruptura.

La mera idea de que hay algo grabado en piedra acerca de esta montaña rusa sistémica es más bien risible, al igual que la suposición de que sus víctimas están ahora tan lobotomizadas espiritualmente, son tan pasivas y dóciles que no alzarían una ceja aunque el advenimiento del segundo Mesías ocurriera en el jardín de su casa. Puede que ésta sea la visión de algunos hastiados teóricos culturales, pero ciertamente no es la de Whitehall o la Casa Blanca. Si existe alguna certeza moral es, sin duda, que la gente se levantará contra el sistema en el momento en el que le resulte racional hacerlo. Es decir, tan pronto como se vuelva tolerablemente claro que el sistema no tiene ya nada para ellos; cuando los peligros e incomodidades de la desafección superen las escasas recompensas del conformismo; cuando la pura apatía ya no sea materialmente posible; cuando incluso una alternativa política oscura y no probada sea mejor que lo existente; y cuando la ira ante la forma injusta en la que están siendo tratados sea más poderosa que el fatalismo y el miedo.

Momentos así no ocurren a menudo, por supuesto, puesto que lo racional es no rebelarse contra un sistema social, sean cuales sean sus graves deficiencias, mientras sea aún capaz de proporcionarnos compensaciones suficientes como para hacernos desistir del riesgo y del laborioso trabajo de buscar una alternativa. Cuando ya no pueda hacerlo, los hombres y las mujeres tomarán las calles, tan seguro como que el día sigue a la noche. Pero, aunque tomen las calles, perfectamente puede ocurrir que no opten por el socialismo, quizá porque, en opinión de algunos comentaristas, los días de esa doctrina están estrictamente contados, así que no estará a mano en la época en la que la revuelta se produzca, si es que de hecho se produce. Pero éste es también un terreno poco fértil para el pesimismo político. Parece plausible que las ideas socialistas sobrevivan, dada su tenacidad histórica y su relevancia política. Y su supervivencia es importante al menos en un aspecto: sin ellas, sin algún tipo de organización y dirección socialista, mucha más gente resultará herida en períodos de desafección de masas de lo que de otro modo sería el caso. Hay muchos argumentos que pueden alegarse en contra de la mera anarquía, y uno de los más pertinentes es que causa estragos humanos innecesariamente. Si vamos a minimizar el coste humano de dicha revuelta social, necesitamos alguna idea sobre cómo canalizar esas energías de la forma más constructiva. Y si esto puede o no hacerse es algo enormemente confuso. Si el escepticismo político tiene alguna base es esta, y no la fantasía de que el sistema capitalista es omnipotente o que la clase obrera nunca se preocupará por nada más que por la televisión por cable o que en diez años los últimos radicales se habrán convertido en apoltronados socialdemócratas.

Se podría decir que lo más auténticamente utópico en el pensamiento de Marx es su desagrado por lo instrumental. Marx sufre con la perspectiva de que lo que él denomina potencias y capacidades humanas deban someterse a la árida racionalidad medios/fines, y busca un orden social en el que los hombres y las mujeres puedan ejercer esas potencias y capacidades como una finalidad placentera en sí misma. Nunca más serán convocados para responder de ellas ante el alto tribunal de la Historia, el Espíritu, el Deber, el Partido o la Unidad, sino que vivirán como si sus energías fueran autolegitimadoras y autofundamentadoras, como sin duda lo eran para un humanista romántico como Marx. Subrayar el valor de uso de las personas, más que su valor de cambio, es otra manera de apuntar lo mismo. Para Marx, los seres humanos, en virtud del «ser de su especie», tienen algo parecido a una función, que consiste en ejercer sus poderes y facultades como fines sensuales en sí mismos. Pero esto significa, en cierto modo, reclamar que su función es ser no funcionales, al menos si se entiende «función» como la abstracción de la particularidad de una cosa en beneficio de un fin externo a ella. Una de las intuiciones más valiosas de Marx (aunque de ninguna manera exclusiva de su obra) es que lo que llamamos moralidad es justamente ese constante despliegue de potencias y capacidades creativas humanas, no un lúgubre puñado de constricciones acosadoras. En este sentido, por supuesto, es un moralista totalmente tradicional, en la estela de Aristóteles y en oposición a Kant.

Una de las muchas ironías del pensamiento de Marx es, sin embargo, que para poder alcanzar una sociedad en la que se relaje la garra de la razón instrumental, seguimos necesitando las más rigoristas formas de pensamiento y de acción instrumental. Unos pocos hombres y mujeres, seguramente, podrían intentar vivir ahora en este estilo utópico y anti instrumental. Pero como uno de ellos, Oscar Wilde, reconoció con candidez, sólo podría ser una forma de vida válida, y no ofensivamente privilegiada, si de alguna manera viniera a anticipar un orden social en el que esta forma de vida estuviera finalmente al alcance de todos. El tema del magnífico ensayo de Wilde, El alma del hombre bajo el socialismo, es que la única buena razón para ser un socialista es que no te guste tener que trabajar y que aquellos, como el propio Wilde, lo suficientemente privilegiados como para no tener que trabajar son, por tanto, «reminiscencias» de un tiempo en el que el trabajo no ejercerá un poder tan fetichista sobre todos nosotros. Es una reflexión tan necesaria como malvada y autocomplaciente: simplemente quédate todo el día en la cama y sé tu propia sociedad comunista. De alguna manera es preciso reconciliarla con los inevitables procedimientos instrumentales necesarios para lograr el socialismo, un proceso en el que los medios parecen ir en contra de los fines. Puede que los que más fielmente se esfuerzan en alumbrar un nuevo orden social no sean las mejores imágenes de ese orden. ¿Qué ocurre si el proceso de traerlo al mundo entra en contradicción con los propios valores que representa?

El problema con los izquierdistas solía ser que estaban tan ensimismados en los medios políticos que se arriesgaban a olvidar o incluso dejar de lado los fines a los que estos medios servían. Perfectamente se puede sentir una pizca de nostalgia por ese error, hoy que lo común es más bien lo contrario: una defensa arrebatadamente radical del placer, la jouissance y cosas semejantes como fines en sí mismos, y una clara renuencia a asumir la mucho más prosaica tarea de preparar el terreno para que este placer no esté al alcance únicamente de unas pocas y escogidas almas privilegiadas. Ante este panorama, no estaría de más alguna dosis de instrumentalismo vulgar. Pero no hay razones para suponer que estas dos dimensiones del socialismo, la utópica y la instrumental, puedan unirse armoniosamente siempre y en todo lugar. En este respecto al menos, la izquierda ha sido siempre una amplia iglesia que reunía a los profetas melenudos y a los atildados miembros de los comités, a los visionarios de ojos desencajados y a los constructores de barricadas de manos encallecidas. No es realista suponer que estos extremos puedan sintetizarse siempre en el mismo cuerpo. Blake y Rimbaud no eran buenos miembros de comité, y no esperamos de James Larkin una iluminación neoplatónica.

Hay un aspecto de esta tensión entre lo utópico y lo instrumental que ha pasado un tanto desapercibido, pero que es especialmente relevante para nuestra propia y lamentable situación política. Una de las formas más creativas de disenso del principio instrumental ha sido una cierta fe izquierdista en que, en el terreno político, se hace lo que haya que hacer con un cierto desdén hacia el probable resultado histórico. Esto se debe en buena parte a que es muy posible que ese resultado histórico, dadas las fuerzas a las que se enfrenta la izquierda, sea bastante desolador. Algo así, sin duda, buscaba Walter Benjamin al extraer un episodio de la lucha de los desposeídos del continuum de la historia. Entre otras cosas, quería decir que deberíamos poner en suspenso momentáneamente el fracaso histórico al que ese acontecimiento realmente condujo, cribarlo, por así decirlo, de sus consecuencias nada triunfales para, de este modo, percibir sus potencialidades implícitas.

Si esto es lo que significa pensar de manera no teleológica y no (como en algunos caprichos posmodernos) la noción de que la historia es una cadena de aberraciones, entonces resulta evidente la fuerza de la idea. Una potencia que no disminuye en una época política en la que las probabilidades de éxito de la izquierda se han reducido notablemente. Por supuesto, sería fatal emplear esta forma no instrumental, no teleológica, de pensamiento simplemente para racionalizar nuestros fracasos. Para Benjamin, la antiteleología está finalmente al servicio del logro político, puesto que redimimos esos momentos dispersos en la imaginación revolucionaria, constelándolos en un esquema que propone una alternativa a la imagen de la historia de los gobernantes y que desempeña un papel en la acción política del presente. Lo opuesto al triunfalismo insensible de nuestros gobernantes no puede ser un culto escuálido y masoquista del fracaso. Lo que la izquierda esgrime contra el poder de la derecha no es el fracaso, sino un concepto transfigurado del poder. Pero así como las eras revolucionarias iluminan algunos tipos de valores socialistas que se oscurecen en tiempos menos afirmativos, lo contrario puede ser también cierto. Es posible que en los períodos políticos más áridos recuperemos lo que se podría llamar el lado más kantiano del marxismo: el imperativo deontológico por el que se hace lo que se considera políticamente correcto incluso si es poco probable que dé frutos políticos. ¿Quiénes son, habría que preguntarse, esos socialistas de temporada que saltan eufóricamente al carro de la política cuando avanza alegremente, sólo para bajarse en cuanto se atasca? Aquellos hombres y mujeres que se enfrentaron a los pelotones de fusilamiento de Stalin con eslóganes revolucionarios en sus labios no estaban contemplando el éxito, al menos no para ellos mismos. En cierto sentido, su gesto tenía toda la futilidad de un acte gratuit existencialista; ciertamente no iban a beneficiarse de él y, hasta donde ellos sabían, tampoco lo haría nadie más. Pero, al despreciar lo instrumental de esa forma, esbozaban en el momento de su muerte un gesto utópico que, hasta donde ellos sabían, únicamente podría ser fructífero para los vivos.

Título original, «Utopia and its opposites», publicado en Socialist Register, 2000, pp. 31-40.