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Las dos miradas

Sami Naïr
Traducción Inés Bértolo

Entre el norte y el sur del Mediterráneo existe, primeramente, un problema de representaciones. Están, claro, la desigualdad de riquezas, la diversidad de modos de organización social, la distinta distribución de los estatus sociales y los sexos. Pero hay más: está, sobre todo, la manera en que las dos riberas se perciben. Percepción turbia, que funciona con la razón tanto como con el sentimiento; una especie de reflejo a la vez espontáneo y controlado, impulsivo y reflexivo, que provoca angustia u odio, compasión o indiferencia. Y que puede ser mortífero o salvador. En su esencia, la mirada del Norte sobre el Sur no es sólo la del cristiano sobre el musulmán (o el judío mediterráneo), del laico sobre el no-laico, del europeo sobre el no europeo; es todo ello a la vez pero, más aún, es la mirada del rico sobre el pobre, del poderoso sobre el débil. ¿Su paisaje mental? Según nos situemos al Norte o al Sur, se dibuja de forma diferente.

Mirada del norte

Entre el norte y el sur del Mediterráneo existe, primeramente, un problema de representaciones. Están, claro, la desigualdad de riquezas, la diversidad de modos de organización social, la distinta distribución de los estatus sociales y los sexos. Pero hay más: está, sobre todo, la manera en que las dos riberas se perciben. Percepción turbia, que funciona con la razón tanto como con el sentimiento; una especie de reflejo a la vez espontáneo y controlado, impulsivo y reflexivo, que provoca angustia u odio, compasión o indiferencia. Y que puede ser mortífero o salvador. En su esencia, la mirada del Norte sobre el Sur no es sólo la del cristiano sobre el musulmán (o el judío mediterráneo), del laico sobre el no-laico, del europeo sobre el no-europeo; es todo ello a la vez pero, más aún, es la mirada del rico sobre el pobre, del poderoso sobre el débil. ¿Su paisaje mental? Según nos situemos al Norte o al Sur, se dibuja de forma diferente.

Al norte del Mediterráneo, percibimos el Sur a través de una cancela autorreferencial, estratégica e histórica. La relación de alteridad obedece aquí a una lógica inmanente, que no toma nada –o muy poco– del universo diferente al que se refiere. Mirada, en suma, de sí hacia sí. Y que se sostiene sobre los sólidos cimientos de una civilización poderosa, la de Europa occidental, crisol de una cultura universalista –de un universalismo real, no sólo autoproclamado– y de valores que hoy constituyen el mundo: razón razonadora, libertad individual, igualdad jurídica garante de la conflictividad social, democracia, república ciudadana... Relación que no tardó en convertirse en actitud imperial, donde el alma bella y la mala fe se conjugan a menudo para justificar las nuevas formas de dominación. Siempre con la ayuda, claro está, de un discurso «civilizador» –transmitido a golpe de conceptos hoy, de cañón en el pasado–. El colonialismo francés en el Norte de África ofrece un modelo puro, un ideal-tipo de esta versión: seguro de sí mismo, convencido de su verdad absoluta y eterna.

Esta visión no ha consistido sólo en manipulación, sino que también ha sido un vehículo de liberación –en el acto mismo, paradójicamente, de la dominación–, por eso fue retomada por los propios colonizados en contra de los colonizadores. Sólo una mentalidad superficial verá en esta inversión una ironía de la historia. Ya que, si las élites del sur del Mediterráneo se han aferrado a esta retórica para oponerla, buscando la liberación de su propia sociedad, a los colonizadores del Norte, también quiere decir que el contenido del universalismo occidental era efectivamente emancipador. «Hablan de razón, de libertad, de igualdad, de derechos humanos. Y tienen razón», decían. «Pero, ¿por qué nos aplastan de forma tan poco razonable, por qué nos oprimen de forma tan despótica, nos infravaloran de forma tan humillante, nos deshumanizan de forma tan bárbara? No son vuestros valores lo que aquí está en tela de juicio, ¡sino que más bien sois vosotros los que los traicionáis!» Por lo tanto, no es una ironía, ni siquiera un accidente de la historia el que esos valores se volvieran contra los «emancipadores», sino más bien su propia verdad, que escapaba a los que los promovían. Y en nombre de esos valores se efectuó la emancipación de los oprimidos, el retorno a escena del sur del Mediterráneo. La retórica del progreso fue empleada por los colonizados en contra de los colonizadores y sirvió de justificación al gran despliegue de los pueblos del Sur tras la Segunda Guerra Mundial. Defendía la secularización, la dignidad nacional y abría el camino a una modernidad adquirida al precio de la sangre.

Pero este periodo duró poco.

La experiencia de las independencias nacionales pronto demostró que las élites colonizadas sólo habían accedido a estos valores de manera instrumental y a menudo oportunista. No se intentó elaborar el contenido de ese universalismo, de sus condiciones de adaptabilidad. El resultado es conocido: la formación de sistemas de estado dictatoriales en todos los países del sur del Mediterráneo. En nombre, a menudo, de una supuesta «inmadurez» de los pueblos, siempre proclamada por unas élites celosas de sus privilegios y desconfiadas de sus propias poblaciones que, sin embargo, se habían sacrificado en cuerpo y alma por la liberación. «Inmadurez» religiosa y política, enunciada con el aplomo de los usurpadores seguros de sí mismos... Ahora bien, estas experiencias dictatoriales legitimaron el punto de vista de Occidente y, como un tiro por la culata, lo tranquilizaron en su indiferencia respecto al Sur. «Ciertamente os liberasteis con nuestras armas conceptuales», sostendrán en Europa. «Tanto mejor. Pero finalmente, ¿qué hicisteis con ellas en cuanto se os dejó solos? No vemos, desde aquí, más que regímenes despóticos, sociedades antidemocráticas y el retorno de vuestras obsesiones confesionales, vuestros fantasmas identitarios. No hemos estado a la altura de nuestros valores, tontamente los emasculamos con nuestra rapacidad, pero vosotros todavía ni os acercáis: ¡los habéis utilizado, pero no los habéis admitido, puede que ni siquiera los hayáis entendido!»

Las buenas voluntades dirán entonces que el Sur está atrasado: sufre un retraso de «modernidad». No basta que los pueblos del Sur sepan hablar la lengua de lo universal autorreferencial de Europa, tienen todavía que convertirla en su carne y su sangre, su cuerpo y su mente. Es un trabajo largo, difícil, lleno de trampas y desvíos perversos. Combatir ese retraso significa mantenerse firme en el universalismo autorreferencial y esperar que, al fin solo, responsable de sus actos, el Sur acceda a él desde su propia identidad.

Éste es el punto de vista –con algunas excepciones– de los nuevos «orientalistas» de la generación postcolonial. Las representaciones europeas del Sur se han articulado no sólo a partir de la realidad de las sociedades islamomediterráneas, sino también por mediación de la figura que representa en el Norte, a través de la cuestión de la inmigración, a ese Sur. La figura del inmigrante ha servido de contrapunto y a la vez de simetría a la figura del orientalista. Para elucidar tanto los prejuicios culturales como el comportamiento práctico de las poblaciones del Norte, resulta de utilidad vincular estas dos figuras e intentar acotarlas.

El orientalismo

La figura del orientalista no es siempre la del sabio que, rompiendo las normas del ámbito cultural europeo, decide ver por sí mismo lo que ocurre más allá del mar y emprender un largo y paciente trabajo de aprendizaje, digamos de aproximación, para penetrar el sentido de la religión, los usos y costumbres de la sociedad que estudia. Más bien, en Europa, el orientalista ha sido investido con una misión inconsciente: revelar la diferencia entre las dos riberas reconfortando al Norte en su verdad. Ciertamente, algunas notables excepciones han difuminado este juego pero, digan lo que digan, esa es la orientación fundamental. Incluso el orientalismo más riguroso, erudito y sistemático –el orientalismo alemán de finales del siglo XIX y principios del siglo XX– adopta esta perspectiva que subraya la superioridad de la cultura occidental como último horizonte de juicio. El mismo juego vuelve a plantearse aquí: la auto-referencialidad. En este sentido, el orientalismo clásico ha sido el más firme defensor de la superioridad de Occidente frente al IslamHichem Djaït, L’Europe et l’Islam, París, Le Seuil, 1978 y Edward Said, L’Orientalisme, París, Le Seuil, 1980.. No obstante, el orientalismo se transformó con los avatares de la coyuntura política, que lo impregnó para bien y para mal. Su problematización del Islam es, pues evolutiva, cambiante, nunca realmente objetiva. Así, a principios de siglo, el orientalista europeo presenta un Islam guerrero, defensor de la yihad y adversario del positivismo sansimoniano por entonces triunfante. Luego cambia el tono. La aparición del otro lado del Mediterráneo, tanto en el Magreb como en el Mashrek, de los nacionalismos árabes, seculares y fuertemente influenciados por los ideales republicanos y socialistas, cambió el enfoque de los orientalistas. Se convirtieron entonces en apologetas del Islam. Una religión aparentemente inconciliable con el «materialismo ateo» lo tenía todo para seducir a quienes despreciaban el nasserismo triunfante en Egipto o el nacionalismo magrebí. Sin embargo, el objetivo seguía siendo idéntico: de la islamología a la arabología, y de esta vuelta a aquella, lo que está en juego es el rechazo a admitir la autonomización de ese mundo respecto al ethos cultural occidental. O bien los musulmanes y los árabes se diluyen en el ethos occidental, o bien hay que designarlos siempre por aquello en que son inferiores. Buenos respecto a nuestros criterios, malos respecto a sus criterios: ¿por qué intentar descubrir si tienen un interés respecto a sí mismos?

Esta actitud se ha visto severamente trastocada por el episodio tercermundista del orientalismo. Sumergida en el marxismo anticolonial, entusiasmada por la gesta de los «condenados de la tierra», toda una generación de intelectuales, en los años cincuenta y sesenta, se ofrece a prestar auxilio a los colonizados. Ciertamente, estaban los que expresaban una visión basada en el internacionalismo social y aquellos que sólo luchaban por el reconocimiento de los derechos de la ribera sur del Mediterráneo. Pero este orientalismo tercermundista tuvo una vida muy efímera. Si exceptuamos, en Francia y en España, algunos grandes nombres –Jacques Berque, Maxime Rodinson, Juan Vernet–, no parece que quede gran cosa. Como para demostrar el movimiento pendular ligado a la coyuntura, hoy asistimos al retorno de un orientalismo de viejo cuño, que percibe el Islam principalmente como una ideología de combate y denuncia su peligrosidad. Sin embargo, con una doble mutación: por una parte, el peligro nacionalista laico árabe parece definitivamente derrotado, sobre todo desde la guerra del Golfo; por otra, los politólogos, cuyo trabajo está a menudo ligado a la preocupación de su Estado de origen, sustituyen ahora a los historiadores y los antropólogos en la formulación del discurso orientalista. La perspectiva dominante en la actualidad –un nuevo mundo imperial soft que preconiza los derechos humanos–, se convierte en el prisma a través del cual se analiza el Islam moderno. Las exigencias, frente al fanatismo religioso de los integrismos en el Magreb, el Mashrek e Irán (pero con un persistente y muy significativo silencio respecto al principal aliado de Occidente en el mundo musulmán: Arabia Saudí), se hacen ahora en nombre de los valores universales encarnados por Occidente. Y el valor de valores, en este contexto, es el de la pareja democracia/derechos humanos. Es sin duda, acaso hay que subrayarlo, la máquina cultural más temible jamás utilizada contra el Islam mediterráneo, ya que le desafía –con toda la razón– a mostrar sus propios valores humanos en tanto que religión. Pero esta posición tiene un doble filo: si apela a la filosofía de la igualdad para señalar los límites de la visión islámica del mundo, también está obligada a reflexionar sobre la presencia, ineludible ya, de un Islam en la propia Europa. La existencia de una fuerte minoría musulmana, cuyas élites acabarán por imponer nuevas formas de enfocar la realidad islámica mediterránea, ya ha contribuido a cambiar los enfoques y las mentalidades. Esta corriente, virtual aún, romperá seguramente tanto el exotismo islamo-árabe de cierta literatura como la mirada unilateralmente auto-referencial de los orientalistas. Y esto por una razón muy sencilla: el ethos islámico, incluso cuando no es ni pensado, ni conocido, penetra lenta pero seguramente en la auto-referencialidad occidental. Se convierte así, de hecho, en una parte constitutiva de Occidente, a semejanza del judaísmo. Todos los debates en torno a la integración y el derecho de las minorías, a la visibilidad del Islam como religión reconocida en Europa, son señales que anuncian esta nueva situación.

Las expectativas de las sociedades de acogida son evidentemente diferentes. Pero en términos de «integración», la cuestión del Islam provoca actitudes bastante estilizadas: están los que de alguna manera esperan la asimilación «biológica», apostando por el tiempo y la educación (es decir, por la mezcla de las generaciones y la aculturación). Estos pueden preconizar una integración total pero, a pesar de su generosidad, presuponen una desaparición progresiva de la referencia islámica entre los inmigrantes. Deseo inconsciente pero piadoso: la historia del judaísmo europeo lo ha demostrado... Están los que afirman que Europa supone una «oportunidad» para el Islam, puesto que finalmente le ofrece, gracias a la presencia estable de inmigrantes musulmanes, la ocasión de laicizarse. Estos apuestan por el poder de atracción de los modelos culturales europeos, su capacidad de resistencia frente al retorno de la confesionalidad. Quizás tengan razón. Y están los que, como republicanos convencidos, no quieren entrar en el debate sobre el ethos musulmán y exigen (correctamente) el estricto cumplimiento de las normas republicanas, al tiempo que, al menos en Francia, demuestran una curiosa y reveladora miopía en cuanto al acuerdo existente entre el Estado y las demás religiones. El debate sobre el velo ha sacado a la luz este «doble rasero»Aquí no estoy abogando por el velo en la escuela. Estoy convencido de que se trata de un trozo de tinieblas incompatible con la ética laica de la escuela republicana. Sólo planteo la cuestión: ¿por qué lo que en Francia se aplica con todo el rigor de la ley a los musulmanes no se aplica a los creyentes de las demás religiones?. Estas actitudes no son abstractas. Provienen también de comportamientos reales, imputados o supuestos, atribuidos a los musulmanes de Europa. Pero lo cierto es que la figura del orientalista informante de su sociedad está en plena revolución. Ahora debe tener en cuenta que cualquier discurso que pueda desarrollar sobre las sociedades islamomediterráneas también estará condicionado por la presencia de un Islam secular en la propia Europa. Y no es poco. Y también que la posibilidad, o la imposibilidad, para el inmigrante, de convertirse en ciudadano, ya condiciona el desarrollo o la regresión del Estado democrático de derecho en Europa.

El inmigrante

Figura emblemática de la relación Sur-Norte, vector entre las dos riberas, el inmigrante tiene un estatus a la vez incierto y estable, aceptado y rechazado, instrumentalizado y marginalizado. En él se resumen la grandeza y las mezquindades, la razón y las fantasías de la sociedad de acogida. Es, a su manera, la expresión en carne y hueso de la relación Norte-Sur. Mediterráneo, interpreta en el norte del Mediterráneo el papel poco envidiado del intruso. Desarraigado, encarna a menudo los miedos más temidos por la sociedad donde intenta instalarse. En el fondo, desearían que fuera nómada, que desapareciera una vez que ya no se le necesita. El sueño del capitalismo europeo es que el inmigrante-fuerza de trabajo sea utilizable como una pura potencia de creación de valor, sin alma ni conciencia, sin tradiciones ni cultura: una especie de materia contingente, vacía de toda subjetividad.

Todos los países europeos, ya sean del norte o del sur de Europa, han tenido o tienen la experiencia de la relación con este «otro» mediterráneo. Francia y Alemania en primer lugar. He aquí dos países que, sumidos tras la Segunda Guerra Mundial en la reconstrucción económica, recurrieron a los trabajadores del Sur sin reparar ni en la cantidad ni en las condiciones de acogida. Turcos, argelinos, marroquíes, tunecinos, pero también yugoslavos, españoles e italianos, llegaron entonces a las tierras de salvación. Reclutados en las fábricas, la construcción y las infraestructuras, hacían el trabajo «sucio» que los autóctonos «no querían». Pero, fuerza de trabajo pura, materia para producir valor, tenían que fundirse en la naturaleza una vez acabada la jornada de trabajo. Entonces se reunían entre ellos, territorializados, aparcados en guetos. Así pues, tenían sus barrios, sus tenderos, sus restaurantes, y hasta sus burdeles balizados. Diferenciados hasta el límite por la sociedad «de acogida», ellos mismos vivían sus reencuentros en «comunidad» como una solidaridad necesaria frente a la sociedad que los utilizaba pero no quería verlos. En efecto, ahí residía el auténtico problema: tenían que ser funcionales pero no visibles, identificables por sus rasgos exteriores pero indefinibles en su ciudadanía. En los años sesenta todavía no les llamaban «musulmanes». Eran «trabajadores», supuestamente de paso y cuyo «retorno» al país de origen estaba programado. En suma, una especie de Sur provisional en el Norte. Un Mediterráneo temporal en los suburbios de París, Bruselas y Fráncfort, de Marsella y Lyon.

Con la crisis del empleo y su trasfondo –mundialización de la economía, cambios drásticos de las estructuras de producción, reducción de la parte de trabajo en la producción de mercancías– el problema cambió radicalmente. En Francia, en Alemania, en Bélgica, en Inglaterra, se produce una auténtica vuelta de la tortilla. Las autoridades, pronto seguidas por las opiniones públicas al rojo vivo, ahora señalan a la inmigración como objeto de escándalo. Los inmigrantes están ahí para «arrebatar» el trabajo a los nacionales; «tenían» que volver pero se incrustan; y son «inintegrables». Cuerpos extraños, verruga en la faz de Europa.

Estas fantasías también acabarán, claro está, por chocar con la realidad. Ya que en ese mismo momento se produce entre los inmigrantes la toma de conciencia de su propia situación histórico-cultural. Descubren entonces que en general están ahí para quedarse, ya sea echando raíces al fundar una familia o porque su familia se les ha unido. Y quieren o el reconocimiento de su estatus de inmigrantes por ley, o la posibilidad de convertirse en ciudadanos del país de acogida respetando su confesión de origen. Si, en cuanto al primer punto, la sociedad de acogida se muestra más o menos flexible, respecto al segundo reacciona con miedo y a menudo con brutalidad. Ya que, al fin y al cabo, ¿el resultado no es acaso la aceptación de una Francia, una Alemania o una Inglaterra no sólo católicas, protestantes, anglicanas y judías, sino también musulmanas?

Es cierto que el «problema» surge en un momento difícil. Puesto que estas sociedades están, también ellas, confrontadas a una difícil reorganización identitaria. De hecho padecen como una especie de mutación en su corazón: a causa de la mundialización, pierden progresivamente el sentido de su centralidad cultural nacional; a causa de la construcción europea, se infligen unas drásticas contracciones de su soberanía política. Ayer eran francesa, inglesa, española, italiana, alemana, belga... y europeas; hoy tienen que convertirse en europeas y francesa, inglesa, etc. Aquí tenemos pues al ciudadano confrontado a una gran inversión, y al mismo tiempo atormentado, minado, en su vida cotidiana, por la necesidad de aceptar los nuevos flujos migratorios provenientes del Sur.

Los nuevos países de inmigración –España, Italia, e incluso Grecia y Portugal– también están entrando lentamente en esta redefinición identitaria. ¿Cómo reaccionarán? España se presenta, en este caso, como un auténtico laboratorio. Porque este país, africano en muchos aspectos (como Grecia es de Oriente Próximo), concentra en su identidad todo el cóctel mediterráneo. Romano, judío, musulmán, cristiano, el ethos cultural profundo de España tiene todo esto a la vez y el rechazo de gran parte de ello. Embarcada desde hace poco en una «europeización» a menudo esquemáticamente sentida como una ruptura inevitable con el arraigo latinoamericano y el humus andalusí-africano, España, ahora ya un importante país de inmigración, parece interpretar obedientemente el papel que le han atribuido las autoridades europeas: el de guardián de las fronteras de Europa. País del sur, se convierte poco a poco en la primera fortaleza del imperio europeo; el «problema» del inmigrante del Sur, sin embargo y por las mismas razones, provocará un profundo debate identitario cuya solución influenciará el porvenir de las relaciones entre las dos riberas. Porque este debate no se planteará en los mismos términos que en los demás países europeos. Tendrá que articularse sobre un redescubrimiento del yo del español, ya tocado por el retorno de su dimensión comunitarista a través del resurgimiento de las comunidades autónomas. Castellano, vasco, catalán, andaluz, etc., el español, si quiere definirse únicamente por su europeidad, tendrá que abrir frente al inmigrante del sur del Mediterráneo, una brecha más profunda aún. Pero el mundo musulmán en España no es una realidad totalmente exógena incluso aunque, como el mundo judío, sea aquello contra los que se ha construido la España cristiana. Tanto los monumentos como los topónimos, los listines telefónicos como las palabras de la lengua, rebosan de signos y fonemas arabomusulmanes. Por no hablar de las fiestas, juegos y a veces incluso melodías de oración en algunos pueblos del Sur. Frente al inmigrante musulmán –«moro» o africano–, España no podrá sólo plantearse –como Francia o Alemania– la cuestión de la exterioridad cultural y su posible interiorización. Inevitablemente tendrá que preguntarse, en ese mismo movimiento, por su interioridad y quizás redescubrir una parte de sí misma. ¿Reapropiación o expulsión renovada de una pieza constitutiva de su patria interior? Nada indica que el proceso se efectuará sin dolor. Última ironía de la historia, tanto en la experiencia de los viejos países de inmigración como en los nuevos, la figura del inmigrante es o lo que permitirá la apertura controlada de Europa hacia el Sur, o lo que trazará, con el riesgo de futuras explosiones, el rechazo definitivo.

Mirada del Sur

Frente al trabajo de objetivación por parte del Norte, las élites del sur mediterráneo, históricamente, han actuado menos que reaccionado. No es que fueran incapaces de aceptar el reto, pero todo ha ocurrido como si la fuerza del adversario fuera tal que subyugara a aquellos mismos que se rebelaban contra ella. Esta actitud reactiva fue, como por un efecto de simetría inversa, referencial y eventual. Incapaz de proyectarse fuera de sí misma, queda ligada a la preocupación por sí misma. Busca, construye una identidad, corre tras sus antepasados, magnifica el pasado que la engrandece en el presente, olvida el presente decadente que la relaciona con el pasado grandilocuente. Huérfana de una lengua –el árabeEsto es cierto sobre todo para los magrebíes.– la reconquista con un deleite infantil, desprecia el lenguaje popular y construye una catedral lingüística para la élite. En esta búsqueda del origen, no sólo se aparta del pueblo que la rodea sino que, en la construcción misma del Yo, queda presa de la imagen que el Otro le transmite de ella misma. Esta reapropiación pasa por el desvío de los conceptos, las palabras, las herramientas metodológicas forjadas por el ethos occidental. Así se presenta ante su sociedad como doblemente elitista: respecto a la «autenticidad», que reserva únicamente para los cultos, y por su relación con el Norte, en cuyo portavoz se convierte, ciertamente a su pesar. Sus objetivaciones culturales son incoherentes: combinan la racionalidad, el sentimiento y el resentimiento. Frente a Occidente, esta visión toma prestados el lenguaje de la ciencia para predicar la emancipación, el del sentimiento para engatusar al pueblo, el del resentimiento para justificar los fracasos. Incapaz de oponer una universalidad segura y singular a la universalidad abstracta de Occidente, oscila permanentemente entre la fascinación y el rechazo, la pasión y el odio, el deseo embriagado de reconocimiento y la voluntad infernal de autoafirmación. Está bloqueada, en suma, entre el ser para-sí y el ser para-otro. Esta actitud toma un cariz diferente según la adopte el tecnócrata, el hombre de negocios, el intelectual laico o el integrista; personajes que, desde hace treinta años, son, junto a los militares y los burócratas, los principales actores en el sur del MediterráneoEl militar y el burócrata constituyen en efecto por sí solos un tipo social muy singular que merecería un análisis particular. Lo dejamos de lado, ya que no participan directamente en el universo de los productores de sentido, lo único que aquí nos interesa. Cada uno a su manera, constituyen un modo de ser respecto a Occidente. El tecnócrata porque cree en la separación de la técnica y la cultura; el hombre de negocios porque sólo cree en las virtudes del negocio; el intelectual porque quiere ser reconocido por un Occidente que lo fascina pero al que critica; el integrista, finalmente, porque su negación del ethos occidental es más virulenta cuanto más vacía está de contenido salvador, a imagen de la modernidad sin alma que combate y de la que constituye una caricatura.

El tecnócrata y el hombre de negocios

En el sur del Mediterráneo, el tecnócrata es en general producto de las universidades occidentales. Formado ayer en las sutilidades de la planificación administrativa de Estado en los antiguos países «socialistas», hoy sale de los centros universitarios más chic de Europa y América del Norte, iniciado en los misterios insondables del liberalismo. Su ideología sin embargo no ha cambiado; sólo se ha invertido: mientras ayer predicaba la sumisión de la técnica a la ideología y del mercado al Estado, ahora cree en la neutralidad de la técnica y las virtudes del mercado. Es positivista y evolucionista, todo lo juzga según cantidades y sumas. En su mente, el hombre es una materia maleable a voluntad; la sociedad, un terreno de experimentación; el Estado, un instrumento de acción; el mercado, la nueva piedra filosofal. Antaño nacionalista, se convierte, siguiendo el espíritu de la época, en mundialista; era estatista, ahora es liberal; antes industrialista sansimoniano o estalinista, ahora financiero-gestor. Su campo de acción es doble: hacia arriba y hacia abajo. Hacia arriba, actúa en favor de la integración de su país en el juego financiero mundial; hacia abajo, ahora se relaciona con su revés, el hombre de negocios, que se sumerge en la sociedad. Ayer, el tecnócrata abogaba por la independencia económica, por políticas estatistas de «desarrollo», por la «modernización» de su sociedad. Hoy, proclama la necesaria interdependencia, la integración en el sistema regional, la retirada del Estado acusado de sustentar el asistencialismo social, y apela a las rigideces culturales para justificar el poder elitista que se autoconfiere. Antaño, su interlocutor en la sociedad era el obrero, el campesino o el «directivo» de la empresa pública; ahora, es el hombre de negocios, el filibustero negociante, portador de la «cultura» de empresa, actor del sector privado. Ambos intervienen en un espacio económico que ya no es dual –lo público y lo privado– sino tripartito: el Estado, lo privado y el sector «informal». Lo informal constituye un amplio espacio donde se desarrolla el tráfico, la corrupción, la explotación salvaje, el robo, el gansterismo mafioso: trabendo en Argelia, pero también en Marruecos, Túnez, Egipto y en todas partes. Este sistema es funcional: permite a algunos enriquecerse escandalosamente, a otros ir tirando, aunque sea miserablemente. También juega un papel en las relaciones entre las dos riberas. Puertos como Marsella, Barcelona, Génova o Atenas, sirven de pulmones para estos especuladores. Estas redes informales a menudo se ven reforzadas por la inmigración, que participa en la devaluación de las monedas nacionales del Sur a través de un sistema de cambio paralelo, articulado sobre la disponibilidad y la calidad de la oferta del Norte. El hombre de negocios evoluciona a menudo en estas opacas aguas como en su entorno natural. La corrupción –no sólo el soborno, sino la auténtica, la gran corrupción– impregna ampliamente las actividades de intercambio entre las dos riberas. Ayer el tecnócrata negociaba los contratos del Estado dejando caer a veces en Europa un porcentaje tentador; hoy, cuando los recursos del Estado se agotan, a veces se deja convencer por la fluidez del sector informal, igualmente rentable. De ahí esta paradoja, incomprensible sin el parámetro explicativo de la corrupción: el empobrecimiento de los países del Sur favorece y refuerza las inversiones de los círculos de negocios del Sur en el Norte: hostelería, pequeñas empresas, comercios de bienes de consumo son, en algunas ciudades (Marsella por ejemplo) confortables nichos para la circulación invisible del dinero. El hombre de negocios no tiene reparos «nacionalistas». Él va donde hay beneficios. Acepta compungido que su sociedad se empobrezca mientras sus balances sean positivos. Pero no hay que generalizar. Porque también hay funcionarios del Estado y empresarios privados que, frente al desenfreno de los apetitos individuales, cumplen las leyes que incluso su Estado, a veces, olvida.

El intelectual y el integrista

Frente a esta pareja tecnócrata-hombre de negocios, también tenemos la pareja, trágica, del intelectual laico y el integrista. Ya que, al contrario de la pareja anterior, el intelectual occidentalizado y el integrista se oponen violentamente. Es cuestión de vida o muerte. El intelectual mediterráneo del Sur está agotado por su pasado. En cierta forma, siempre ha sido violado. En la época del «desarrollismo», predicaba la revolución y a menudo apoyaba al poder vigente. Clericalizado, se sometía a regañadientes pero se beneficiaba de las prebendas del Estado. Laico en su vida y en su alma, sin embargo, no se atrevía a proclamarlo abiertamente, por miedo a disgustar tanto a la clericatura religiosa del Estado como a un pueblo al que suponía congénitamente religioso. Mantenía una relación artera con el Islam, aunque fuera creyente; y, si no lo era, creía poder hacer como si lo fuera. Las prohibiciones coránicas rara vez contaban con su aprobación, pero hacía como si las respetara en la vida oficial. Pocos fueron los que, como el escritor argelino Kateb Yacine, osaron denunciar esa hipocresía. La actitud usual era la de evitar. El intelectual occidentalizado sabe muy bien que su sociedad rebosa fanatismo, arcaísmo y que el absolutismo antifemenino de la religión hace la vida insoportable tanto para las mujeres como para los hombres, en resumen, que se impone una reforma moral con extrema urgencia, pero, incapaz de enfrentarse a esta sociedad, prefiere, como Godot, no hacer otra cosa más que esperar. ¿Qué? Que el mundo cambie. Un resentimiento profundo lo habita, tanto respecto a su sociedad de origen como respecto a Occidente. Frente a éste, se halla en la clásica posición del colonizado aculturado: lo critica pero sólo sueña con que lo reconozca. Desea observar su imagen en el espejo de los medios de comunicación occidentales. Su obra –a menudo de buena calidad– procedente de un área cultural dominada, no adquirirá legitimidad, según él, hasta que no reciba el imprimatur de las editoriales occidentales.

Este personaje medio –que se corresponde con un ideal-tipo y que por tanto siempre es más rico, más complicado en la realidad– ha sido zarandeado, herido, en los últimos años. Ha sido víctima de una auténtica conmoción. En efecto, frente a él, se ha erigido el integrista y, en su mismo orden de vida, el intelectual integrista. Mientras que el intelectual laico transige con la realidad, el intelectual integrista la rechaza totalmente. Es nihilista; quiere un cambio radical; se niega a esperar. Mientras que hoy el intelectual laico predica el «liberalismo», la tolerancia, la democracia, el integrista quiere la revolución conservadora, la vuelta al pasado, la regeneración en el fuego épico del Corán. No necesita ni argumentar, ni demostrar, ni convencer: su discurso es cierto en sí, puesto que es religioso y por lo tanto sagrado. Este nihilismo teológico, profundamente irracional, se reapropia de todas las figuras imaginarias de la sociedad: penetra y pervierte el nacionalismo sustituyéndolo por la comunidad religiosa (Umma), rechaza la autonomía del Estado y la ley respecto a la revelación, postula una visión del mundo totalitaria que lo engloba todo en general y destruye cada cosa en particular. Partidario del apartheid a nivel planetario (separar radicalmente el Islam del mundo occidental supuestamente pervertido), aboga igualmente por un apartheid a nivel local: a través de la ropa, los ritos, la comida, la separación radical de los sexos. Porque no cree en la autoridad temporal si no es revelada de forma trascendental, no cree en la democracia, ni en la república. En el mejor de los casos, cuando está en posición de debilidad, sabe utilizar sus ventajas a las mil maravillas, pero desconfiando profundamente de su contenido (tolerancia, alternancia, libertad del individuo). No tiene los reparos de aquel que ha perdido el sentido. Su Dios se lo permite todo, y todos los medios son buenos para llegar a sus fines. De ahí la violencia, la mentira, la manipulación. Maquiavélico fascinante, a menudo henchido de racismo confesional –respecto al cristiano y al judío–, se nutre de los callejones sin salida de su sociedad. No crean, sin embargo, que esta figura es arcaica. A menudo formado en los métodos y las técnicas de Occidente, sabe utilizarlos. Que se haya vuelto si no mayoritario por lo menos proliferante, le confiere hoy a la vez cierta «aura» negativa para Occidente pero profética para grupos de excluidos o marginados en su sociedad de origen. Su predicación tiene, entre otros efectos inmediatos, el de poner contra la pared al intelectual laico. Éste, denunciado por su hipocresía, se ve obligado a elegir: u Occidente o un cierto Oriente, o cierto Islam o la laicidad.

Efecto extraño, que una vez más concede razón al viejo Hegel, que del mal integrista resulta el bien de una clarificación. ¿Astucia de la razón? ¿Astucia de la historia? Poco importa: ha llegado la hora, para los unos y los otros, de hacer grandes elecciones. Pero si pasamos del terreno de las representaciones imaginarias y las figuras estilizadas al de las realidades, hallaremos, mucho más graves, desequilibrios y antagonismos que, lejos de unir a las dos orillas, las oponen con más fuerza aún...