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Vidas anónimas

Entrevista con Cristina García Rodero

Víctor Lenore

Cristina García Rodero es una de nuestras fotógrafas más personales y brillantes, y la primera española en ser miembro de la mítica agencia de fotografía Magnum. El pasado verano presentó en el CBA Transtempo, una revisión de tres décadas de su trabajo desarrollado en territorio gallego: toda una geografía de los sentimientos. Las fotografías de García Rodero se caracterizan por una gran exigencia formal, pero también por distanciarse de la caótica iconosfera contemporánea con dignidad, perspicacia y coherencia. Su trabajo se inscribe en la tradición de la antropología visual y usa la fotografía como instrumento para documentar rituales religiosos o folclore, evitando al máximo la tentación de la exoticidad y el espectáculo.

Lleva más de cuatro décadas retratando España. En los últimos veinte años ha ampliado su radio de acción a todo el mundo. Cristina García Rodero (Puertollano, Ciudad Real, 1949) ha realizado una labor intensa, superando todo tipo de obstáculos. «Me han mirado muchas veces por encima del hombro. He encontrado gente que no creía en mí, bien porque yo era mujer o porque no tenía un físico determinado o bien porque no había querido trabajar las conexiones sociales necesarias. En mi vida he notado mucha sonrisita en plan ‘esta pobre chica dónde cree que va’. Unas veces me enfadé y otras sentí pena por la gente que es así», recuerda.

A pesar de lo crudo de la declaración, transmite modestia y prudencia. «No me gustan las entrevistas. Lo mío no es hablar», avisa. En junio de 2009 se convirtió en el primer fotógrafo de nuestro país que ingresaba en la prestigiosa agencia Magnum. Su trabajo abarca culturas muy diversas, mostrando aquello que las une. «Mi enfoque es muy amplio, casi infinito, por eso a veces me cuesta cerrar los libros. Me interesa la relación del hombre con la naturaleza y con los dioses. Eso puedo encontrarlo en cualquier sitio: en una fiesta de pueblo aquí al lado o en sitios como Haití, donde viajé buscando el trance y el vudú», explica. Su libro España oculta (1989) es un clásico de la fotografía contemporánea.

No parece tener ganas de aflojar el ritmo: «De Magnum me atrae que te obliga a no dormirte. El nivel creativo de los miembros es estupendo y quieres estar a la altura. La agencia sirve como estímulo: ayuda a mantener activas a gente de edad avanzada». Como es lógico, Rodero empieza a pensar en su legado: «Ahora me siento más protegida. El equipo de la agencia se encarga de que tu obra tenga difusión. Los procesos digitales han facilitado mucho el trabajo, pero aún no sabemos cuánto duran las imágenes almacenadas. Me ponía triste pensar que todo el material que he recogido podía quedar en un sótano sin clasificar. Ahora sé que alguien va a cuidar de lo que he hecho cuando yo no esté. Magnum está creando una fundación dedicada a conservar el trabajo de los miembros».

¿Cómo empieza su interés por las imágenes?

La primera llamada que sentí fue la danza, pero no tenía posibilidades. Delante de la casa de mi abuela había una academia de flamenco y yo me pasaba horas en la ventana viendo cómo bailaban. Me hubiera encantado estudiar allí. Cuando acabé el colegio tuve la enorme suerte de encontrar la Facultad de Bellas Artes. Fue un despertar muy grande, incluso a nivel político, porque yo entré en 1968, cuando las revueltas de los estudiantes. Los grises cargaban y mis amigas me decían «corre, corre». Yo les respondía que por qué teníamos que correr si ellos iban a caballo (risas). Te pillaban en dos galopadas.

¿Qué le aportó el paso por Bellas Artes?

Tuve grandes profesores, por ejemplo Antonio López. Quizá me tocó demasiado pronto porque cuando entré en su clase sólo había cogido el pincel para pintarme los zapatos de blanco. Yo tenía diecisiete o dieciocho años. Tratar con alguien así de profundo cuando eres tan jovencita es un revulsivo. Si me decía «esto está estupendo» yo me emocionaba. También sufría mucho cuando él opinaba que «esto necesita más trabajo» o «no está en condiciones». Me pasaba la vida yendo al cuarto de baño, que estaba al fondo del pasillo, para llorar de alegría o de pena. No quería que me vieran así en clase.

¿Cómo se decide por la fotografía?

Para mí fue crucial que a los 23 años me dieran una beca de la Fundación March. Eso me ayudó a decantarme. Descubrí las posibilidades de la fotografía, pero sobre todo las posibilidades de aquella España. Yo era una ignorante, sin apenas conocimientos de casi nada. Fue como empezar de cero, metía la pata en todo, pero tuve claro en mi cabeza un libro y una exposición. Me atraían mucho las fiestas populares. A pesar de mi falta de todo, tuve claro que esas tradiciones iban a desaparecer en poco tiempo. Había que documentarlas. Me dolía el desconocimiento de estos rituales colectivos. Algunos son auténticas joyas.

¿Cómo supo que iban a desaparecer?

Lo fui percibiendo poco a poco. El libro fue un trabajo de quince años. En ese periodo cada vez eran más claros los cambios económicos y políticos. Pasábamos de una España rural a integrarnos en la sociedad de consumo. Era evidente el deseo de cambio, principalmente por parte de los jóvenes. Eso también trajo procesos de uniformización. Yo encontré una España bastante pura, donde había ido muy poca prensa. Muchas veces era la primera vez que trataban con un fotógrafo. Les parecía extraño que una mujer hubiera recorrido 600 kilómetros para buscar imágenes de una romería, unas danzas o un carnaval.

¿Cómo reaccionaba la gente ante su propuesta?

Había mucho desconocimiento, pueblos que no daban valor a tener una fiesta que era única en Europa. Ellos lo veían como algo cotidiano, que había estado allí siempre. También se da el caso contrario: pueblos que creían tener un tesoro cultural cuando esa celebración se hacía igual en mil sitios. No querían compartir detalles porque les daba miedo que les copiaran algo los del pueblo de al lado. Yo empecé a trabajar en 1973 y faltaba información a nivel político y cultural. Aquí apenas había libros de fotografía.

¿En qué apoyaba entonces su trabajo?

Cuando recogí el dinero de la beca, me puse a documentarme. Recorrí las principales librerías de Madrid. Tuve la enorme suerte de encontrar El carnaval, de Julio Caro Baroja. La beca me hizo querer ser reportera. Ese libro me enseñó que el trabajo se debe hacer con seriedad y profundidad, relacionándolo con procesos vitales y sociales.

¿Qué fotógrafos le interesaron en sus comienzos?

Empecé jugando con la cámara, se la quitaba a mi padre porque me parecía un instrumento mágico. Lugo me puse a copiar las revistas de moda francesas que compraban mis hermanas adolescentes. La calidad técnica de esas fotos en los sesenta era muy alta. Hay imágenes de Jeanloup Sieff que me parecen obras de arte. Yo quería hacer lo mismo. Luego ya me pongo más seria y me intereso por las expresiones. Recuerdo estar alucinada con un reportaje de Irving Penn sobre Grecia. Eran señoras mayores con una luz muy dramática. O un pope mirando al cielo con gesto impresionante. La persona que más me movió las tripas en mis comienzos fue Diane Arbus. Además de fuerza, detrás de sus imágenes hay mucho dolor. Mis fotografías no tienen nada que ver porque yo tengo sentido del humor y soy excesivamente optimista. A pesar de las distancias, si alguien me ha influido y conmovido ha sido ella. También me interesaban Richard Avedon, Cartier-Bresson y William Eugene Smith.

Se ha descrito su labor como «fotografía antropológica». ¿Qué opina de esta etiqueta?

Nunca estudié antropología, me interesa de manera intuitiva. Siempre he tenido un deseo de conocer al otro. A ratos me da pena no tener esos conocimientos formales, otras pienso que es mejor ir sin ataduras. Me estimula mucho el descubrimiento: esos primeros segundos de desconcierto. Me planteo las cosas de forma kamikaze. Mi mundo es visual: me gusta llegar con los ojos vírgenes. Puede ser más potente la reflexión a posteriori que el conocimiento a priori. He estado cinco años yendo a Haití y una década viajando a la montaña de Sorte (Venezuela) para hacer fotos del culto a María Lionza. Cada vez que vuelves a esos sitios, fallas mucho menos, porque sabes cuáles son los momentos importantes y sabes cómo tratar a la gente. Pero la fuerza de la primera impresión es importantísima. Ese estreno de sensaciones es fundamental. Ahí es cuando te llenas de verdad de lo que estás viendo.

¿Cuál fue el primer reportaje suyo que le hizo pensar «esto es lo que quería hacer»?

Nunca me quedo satisfecha. Voy muy poco a poco. Un trabajo especial fue el que hice en 1995 en Georgia para Médicos Sin Fronteras. Era la primera vez que trabajaba con un colectivo así. Nunca se me había pasado por la cabeza viajar a ese país. Además allí no había fiesta, sino una posguerra muy dura. Me pidieron que no hiciera fotos de los médicos, sino de la situación del país tras los conflictos que trajo la disolución de la URSS. Viví el trabajo con mucha intensidad, también por motivos muy triviales, como que había tenido obras en mi casa y llevaba tiempo parada. Recuerdo haber pensado «me voy a comer Georgia». Tuve una explosión de ganas de trabajar y de que mi labor sirviera para algo práctico. No me metí en manifestaciones políticas, sino en la vida cotidiana. Sentí mucha empatía con la gente. Al hacer el revelado, me puse triste porque no encontraba en las fotos la fuerza de lo que yo había vivido. Tuvo que convencerme mi ayudante. Ahora creo que ese es el mejor trabajo que he hecho. Es curioso porque todo iba contra mi método. Fue un encargo, cuando yo trabajo por mi cuenta. También tenía el tiempo limitado a tres semanas, cuando a mí me gusta ir muy despacito. Mis trabajos son muy largos, a veces nunca terminan y puede ser un problema.

¿Y algún reportaje que se haya torcido?

En 2001 me fui al Kumbhamela. Lo hice casi sin pensar. Simplemente sabía que era la peregrinación más grande del mundo, donde pueden acudir 85 millones de personas. Me lancé sin meditar, sin reservar hotel, sin información. Fue un arrebato, que es algo habitual, porque si te pones a reflexionar al final no irías a ningún sitio. En la India me robaron las cámaras nada más llegar. Muchas veces vas sola, desprotegida, eres vulnerable a engaños.

Se ha escrito que retrata a la clase trabajadora. ¿Está de acuerdo?

Me centro en la gente anónima, los que hacen funcionar el país, desde el panadero que se levanta muy temprano hasta el que hace portes con la furgoneta. Me fijo en los que construyen, no en los que dirigen un país. Nunca me han interesado los famosos. Las personas anónimas son más sinceras, más hospitalarias, exteriorizan más sus sentimientos. Las celebridades cultivan su imagen. El problema de los políticos, por ejemplo, es que mantienen la compostura. Saben que lo que proyectan es muy importante. Llegar a un personaje público requiere saltar barreras. Yo hago fotos a gente con la que no hay que pedir cita. Cuando acabo el trabajo muchas veces nos ponemos a contarnos nuestras vidas. Vuelvo a un pueblo y llevo copias de las fotos que hice veinte años antes. Es curioso compartir cómo recuerda cada uno lo que pasó aquel día.

También se ha descrito su obra como «fotografía ética». ¿Algún reportaje le ha planteado un dilema moral?

La ética es fundamental en el trabajo y en la vida. Hay que ser honesto en un sentido profundo. No podemos engañarnos a nosotros mismos. Para mí lo peor es fotografiar el dolor. Es algo muy complicado.

En cierta ocasión, Susan Sontag acusó a Sebastião Salgado de hacer estética con el dolor ajeno. ¿Comparte esa postura?

De otros compañeros prefiero no hablar. Que cada palo aguante su vela. A mí nunca me ha gustado fotografiar el dolor. Por eso escogí las fiestas: prefiero ver feliz a la gente, aunque su vida tenga mucho sufrimiento y la alegría les dure unas horas. Las fiestas buscan romper los agobios cotidianos. La supervivencia cada vez es más complicada para la gente pobre. Tampoco pienso mi trabajo en términos políticos. Me muevo más en el nivel de los sentimientos.

Su última exposición en España, Transtempo, está centrada en Galicia. ¿Qué le interesó de esa comunidad?

Me atrajo lo diferente que era de otras zonas de España. Compáralo, por ejemplo, con La Mancha. No tiene nada que ver. En Galicia, además, la gente es muy tímida y respetuosa con el fotógrafo. Encontré un ambiente familiar y cotidiano en las romerías. Se ve la vida mucho más que en otros lugares. Me gustó ver a los abuelos relacionándose con los nietos, comprándoles juguetes, mientras al lado había una mujer haciendo una promesa muy dura a la Virgen porque su marido estaba enfermo. Ves a un niño jugando y al lado una persona con un féretro que iba a la procesión para agradecer haberse librado de la muerte. Junto a todo esto encuentras el ligue, la juventud y las orquestas tocando. Yo hago fotos de personas que hacen penitencia por la mañana y se van de fiesta por la tarde. Una de las bases de mi trabajo es la relación entre la parte espiritual y la parte carnal. Hasta 1990 retraté eso en España y luego ya por todo el mundo.

Después de viajar cuatro décadas por nuestro país, ¿diría que estamos mejor o peor que antes?

Las fiestas de los pueblos se han masificado. Han perdido bastante. Cuando empecé a recorrer España era un país muy pobre. Los hogares han mejorado mucho, tenemos más comodidades, pero también más estrés. El problema es ahora que te pasas la vida entera pagando la hipoteca. Eso impide la aventura, la movilidad, que es fundamental. La gente ya no sale tanto. Los niños ya no piden la pelota, piden la PlayStation. Los jóvenes no viven igual las fiestas porque tienen discotecas. Cuando yo comenzaba no había casas rurales ni hotelitos con encanto. Me acogía algún vecino y le pagabas un poco de dinero. Cenabas con ellos y te contaban historias del pueblo. Así me enteré yo de qué era el maquis porque en mi casa no se hablaba de la Guerra Civil ni de política.

¿Qué opina del impacto de las nuevas tecnologías en la fotografía?

Los procesos digitales son un avance, han facilitado mucho las cosas, aunque no tengan la calidad y la nobleza de las sales de plata. Echo de menos la imagen formándose en la cubeta. Ese proceso tiene algo mágico. Respecto a Internet, no sé si quiero tanta difusión y tanto comentario. Me gusta controlar cómo y cuándo se presenta mi obra. Quizá mi cabeza no está aún preparada para eso. No me gusta que alguien ponga mi nombre en Google y salga una foto donde estoy recogiendo un premio. Prefiero pasar más desapercibida.

¿Le molesta que alguien descargue una foto suya de la red?

No lo sé. Ahora mismo lo siento como perder control sobre la presentación de mi trabajo. Pero, bueno, el otro día vino alguien con una imagen descargada y se la firmé. Me explicó que no tenía dinero para comprar uno de mis libros. Me pareció algo tierno, aunque yo defiendo mucho los derechos de autor. También me preocupa cómo la industria utiliza a los artistas. Recuerdo una exposición en el MoMA de Nueva York sobre la última etapa de Van Gogh. Habían estampado imágenes de sus cuadros en postales, lapiceros, posavasos y todo tipo de cosas. Van Gogh llevó una vida sin dinero, subsistiendo gracias al apoyo de su hermano, pero hay empresas que se hacen millonarias con sus obras. Ese mercadeo me chirría, aunque luego yo pueda ser la primera que se compre un pañuelo con una pintura suya. No hay que respetar sólo los derechos de autor, sino también al autor.

CRISTINA GARCÍA RODERO. TRANSTEMPO
27.07.11 > 02.10.11

COMISARIOS MIGUEL VON HAFE PÉREZ • MARÍA JOSÉ VILLALUENGA GARMENDIA
ORGANIZA CÍRCULO DE BELLAS ARTES • CENTRO GALEGO DE ARTE CONTEMPORÁNEA