W. B. Yeats y Thoor Ballylee
Traducción Jordi Doce
El poeta irlandés William Butler Yeats (1865-1939), a quien la Embajada de Irlanda y el Círculo de Bellas Artes dedicaron una exposición la pasada primavera, es una figura capital del renacimiento irlandés. Su obra, que parte de un simbolismo crepuscular traspasado de resonancias folclóricas y anhelos vagamente nacionalistas, se convierte a partir de comienzos del siglo pasado en uno de los espacios de escritura más fértiles y vigorosos de lo que cabría llamar la prevanguardia: una escritura seca y concisa, de corte epigramático, que no duda en dramatizar con atrezzo mitológico las tensiones individuales y colectivas de su tiempo, esculpiendo en versos robustos y palpitantes la voraz subjetividad de su autor. Sin Yeats el proyecto vanguardista de Pound, que fue su secretario durante algunos años, de Eliot, que lo admiró con reserva distante, y de Joyce, que fue su alumno más fiel precisamente por ser el más excéntrico, habría tenido un basamento mucho más frágil.
La suposición habitual, cuando hablamos de escritores y lugares, es que hay un vínculo directamente expresivo o interpretativo entre el escritor y su milieu. El escritor (o la escritora) se convierte en voz del espíritu de la región. La escritura está imbuida de la atmósfera, física y emocional, de cierto paisaje terrestre o marino; y, si bien el propósito inmediato del creador puede no guardar relación directa con sus raíces regionales o nacionales, tales raíces se perciben como un elemento distintivo de la obra.
Esta relación filial con la región tuvo su importancia para el joven Yeats, desde luego, y la comarca de Sligo bien merece llamarse la comarca del joven Yeats. Pero en estas páginas quiero centrarme en el poeta de cincuenta años en adelante, que establece un puesto fronterizo de realidad poética en forma de hito físico, un poeta cuyo vínculo con el lugar es más dominante que agradecido, y cuyos poemas han creado una comarca de la mente y no lo contrario y más habitual, que es cuando la comarca ha creado la mente que a su vez crea los poemas.
Tomemos, por ejemplo, la casa de Thomas Hardy en Dorset, en la aldea de Upper Bockhampton. Rodeada de árboles, alojada en el centro de una red de senderos y caminos secundarios, en la quietud madura de un viejo jardín, con ventanas pequeñas, techos oscuros, suelos de piedra y una techumbre de paja inclinada, la casa natal de Hardy encarna la atmósfera de una forma de vida propia del lugar. Alude a un patrimonio común, una adherencia al mundo hogareño de Wessex. Si es un secreto, no es excepcional. Reconocemos una consonancia entre el adentro y afuera de esa casa y el centro y circunferencia de la visión de Hardy. En otras palabras, la comarca de Hardy es anterior en el tiempo a Hardy. Esperaba ser expresada. Su depósito de baladas populares, sus crepúsculos romano-celtas y auroras decimonónicas –todo ello parte integral de la fantasmagoría de la obra de Hardy–, eran ya parte inmanente del lugar del que surgió el escritor. No impuso su personalidad sobre el paisaje al modo en que Yeats sí impuso la suya. Fue más paciente que imperioso; tenía más interés en ser vasallo de lo ya existente que en avasallarlo. La mirada de Hardy era tan atenta y retraída como la ventanilla en la parte trasera de su casa natal por la que su padre, jefe albañil, distribuía la paga a los trabajadores. Sin embargo, aquella mirada se acoplaba a su comunidad con la misma discreción con que la techumbre de paja se acoplaba al muro.
O tomemos Max Gate, la casa que Hardy proyectó y se hizo construir en las afueras de Dorchester, la casa que lo proclamaba más como escritor distinguido que como hijo de un mampostero de Bockhampton: aquí el sentido emblemático difiere considerablemente del significado de la torre que Yeats hizo restaurar para su familia en un momento análogo de su carrera. Incluso si el hecho de estar alineada con la casa natal de Hardy a una distancia de tres millas a campo traviesa nos parece significativo, Max Gate no aspira al rango de monumento. Es un típico edificio de ladrillo rojo que pertenece a la moda del momento y no rompe el decoro de su barrio. Abraza y encarna a la vez una atmósfera de perfecta normalidad, siquiera como camuflaje o refugio; ciertamente, no se proclama a sí mismo, o a su morador, como un ser original, un fundador, un vigilante, un centinela, o alguien objeto de asedio.
Debe reconocerse que Yeats pasó la mayor parte de su vida en casas que eran igualmente máquinas en las que vivir. El hogar en que nació, en Sandymount Avenue, Dublín, sigue siendo la misma mansión adosada de estilo victoriano, con ventanas saledizas, escaleras frontales y sótano, que resulta difícil mitificar más allá de su sólida respetabilidad burguesa. Lo mismo cabe decir de sus apartamentos en Bloomsbury y de su residencia en Merrion Square, Dublín, que fue su campamento base durante la época misma en que escribió sus poemas finales sobre la torre. Estos domicilios no fueron significativos y no llegaron a cobrar trascendencia en la imaginación de Yeats. Siguieron siendo estructuras que nunca se convertirían en símbolos. Lugares donde Yeats mantuvo su yo no escrito.
Pero una torre del homenaje normanda en la baronía de Kiltartan, que databa del siglo trece o catorce, descendía de la gran línea de los de Burgos, y había sido registrada en The Booke of Connaught a finales del siglo dieciséis, era cosa muy distinta. Aunque Yeats la compró por 35 libras a un organismo gubernamental llamado con pedestre severidad Junta de Distritos Congestionados, a sus ojos retenía el aura de su resonante pasado histórico y se convirtió en una fuerza certificadora en su mente. Auspició una actitud y un estilo, y adquirió en sus libros una fabulosa segunda dimensión que al cabo modificaría su estatus original como antigüedad pintoresca en la campiña de Ballylee.
Hubieron de pasar tres años entre la compra de la torre en 1916 (como regalo de bodas de Yeats a sí mismo y a su nueva prometida, George Hyde-Lees) y el verano de 1919, cuando formalizaron su traslado; pero incluso entonces no llegó a ser un domicilio permanente. Thoor Ballylee se convirtió en una especie de residencia de verano, ocupada ocasionalmente por la familia entre 1919 y 1928, fecha a partir de la cual cesa toda visita. Por entonces la salud de Yeats había comenzado a decaer. Por otra parte, en 1928 había aparecido el libro de poemas La torre y Yeats había concebido ya su continuación, La escalera de caracol (1933). La torre se había incorporado tan profundamente a las vetas proféticas de su voz que podía invocarla sin vivir en ella. Ya no necesitaba hacerlo puesto que había alcanzado un estado en el que vivía por ella.
Decir que era una casa de veraneo, por tanto, no es del todo justo ni acertado; es obvio que su función primordial no era doméstica. La torre era el lugar de la escritura. Era una de sus escuelas de canto, uno de los monumentos del alma a su propia magnificencia («Navegando hacia Bizancio»). Sus otros domicilios eran refugios necesarios pero Ballylee era una sede sacramental, el signo externo de una gracia interna. El porte del edificio se correspondía con el porte que él debía alcanzar como poeta. La piedra en toda su obstinación y quietud, la mole vertical y el perfil resistente del torreón, la forma soñada y la realidad grosera impresas de forma simultánea en la mente y en los sentidos, toda esta transmisión de sensaciones y aura simbólica convirtió a las piedras mismas del edificio en piedras de toque de la obra a la que aspiraba. Y esa obra debía ser un ataque preventivo, una maniobra de distracción contra la vejez, la muerte y la civilización arruinada cuyo declive él, «corazón abrumado de emociones», no podía sino percibir.
Una de las primeras funciones de un poema, después de todo, es satisfacer una necesidad del poeta. El logro de una forma suficiente y una música satisfactoria tiene un efecto justificador en su vida. Y si los horizontes dentro de los que vive el poeta son amenazadores, la necesidad de hacerse con el don estabilizador del arte bien hecho se vuelve aún más urgente. Es así, por tanto, a la luz de un horizonte siempre parpadeante de violencia y colapso, como debemos leer los poemas de la torre y muchos otros textos de Yeats de esa época.
El Alzamiento de Pascua había tenido lugar en Dublín pocos meses antes de sus negociaciones con la Junta de Distritos Congestionados en 1916. La Batalla del Somme se libró aquel mismo verano. La Revolución Rusa estalló en 1917. A partir de 1919, la Guerra de la Independencia entró en su apogeo, y entre 1922 y 1923 la guerra civil se acercó tanto a Ballylee que el constructor, Thomas Rafferty, recibió un disparo, el puente al pie del torreón fue volado, y la mente de este poeta inmerso en la causa pública quedó enturbiada por una sensación de peligro personal y derrumbe civil.
En el poema homónimo del libro La torre, Thoor Ballylee es un podio desde el que la voz del espíritu se proyecta con decisión. En la sección tercera, la cualidad pétrea de la torre se reitera en la forma del verso, enjuta, tallada limpiamente y alzada hacia lo alto; su frescura, su despejada jovialidad están presentes en el despliegue y los encabalgamientos del verso de tres acentos. De hecho, la torre es ahora no sólo una actitud encarnada o un símbolo de lealtades sino también un locus de energía. Inevitablemente, mantiene la filiación de Yeats a su casta (anglo-irlandesa) y le convierte en su autoproclamado panegirista. Pero también acota un espacio original donde el decir y el ser son sinónimos. Esta sección de «La torre» se esfuerza de tal modo por trascender la ocasión personal e histórica de la que surge que nos recuerda el júbilo y absolutismo de otro visionario en su torre, Rainer Maria Rilke. Fue Rilke quien declaró en su tercer soneto a Orfeo, escrito en 1922, apenas unos años antes que el poema de Yeats, que Gesang ist Dasein, cantar es ser, o el canto es realidad, frases que podrían muy bien servir de epígrafe a la espléndida perorata de Yeats:
Debo templar mi alma,
forzándola a estudiar
en una docta escuela
hasta que el naufragio del cuerpo,
la lenta ruina de la sangre,
el delirio irascible
o la torpe decrepitud,
o algo peor aún
–la muerte de amistades, o la muerte
de aquellos ojos deslumbrantes
que entrecortaban el aliento–,
no sean sino nubes en el cielo
cuando se apaga el horizonte;
o el grito soñoliento de algún pájaro
entre las sombras que se adensan.
Un ojo deslumbrante que había entrecortado el aliento en el Ballylee del siglo diecinueve era una belleza local, Mary Hynes, celebrada en una canción del poeta ciego Anthony Raftery. Los dos son invocados en una sección anterior de «La torre», pero, a lo largo de esta etapa creativa, Yeats se halló en la situación dramatizada por Raftery en la estrofa final de su poema más célebre:
Féach anois mé,
Mo chúl le balla,
Ag seinm ceoil
Le póchaí folaimh.
Mírame ahora,
La espalda contra el muro,
Mientras toco esta música
Para bolsos vacíos.
Cuando se acuarteló junto con su poesía en Thoor Ballylee, Yeats también había sido empujado a una trinchera. Estaba siendo obligado por sus años y por su tiempo a tomar nueva conciencia de sí mismo como el protagonista solitario de su propio drama en el ruedo mortal, y de pronto, en ese espacio necesitado, ascendió una torre. No un árbol, como en el primer soneto a Orfeo de Rilke, no un milagro dado y natural, sino una torre construida, con-vivida, con-firmada a conciencia. Sin embargo, esa torre ha ingresado tan profundamente en nuestra escucha como el templo que Orfeo, según imagina Rilke, construye en la conciencia de las criaturas que oyen su canto. Antes de la visita de la canción divina, su oído estaba lleno de vida humilde, vida inatenta y sin confianza en sí misma, cabañas miserables llenas de habla común y prosaica apatía. Pero la canción de Orfeo trajo consigo un milagro:
Entonces ascendió un árbol. ¡Pura superación!
¡Oh, canta, Orfeo! ¡Alto árbol en el oído!
Y calló todo. Mas hasta en el silencio
nació un nuevo comienzo, seña y transformación.
Animales de silencio se abrieron paso, salieron
del claro bosque libre, de lechos y guaridas;
y se vio que no era por astucia
ni por miedo por lo que estaban tan callados
sino para escuchar. Rugidos, gritos, bramidos
parecían pequeños en su corazón. Y donde hacía un momento
había una choza apenas que recogiera esto,
un refugio del más oscuro deseo
con entrada de jambas temblorosas,
tú les creaste un templo en el oído.
[Traducción de Eustaquio Barjau]
Esta percepción de un templo dentro del oído, de una innegable arquitectura acústica, de un abovedamiento escrito, de la implantación y firmeza y arraigo de la forma poética, es uno de los grandes regalos que Yeats le dio a nuestro siglo; y su habilidad para darle cuerpo se debió en no poca medida a la «seña», el «nuevo comienzo», la «pura superación» de un viejo castillo normando en Ballylee, un lugar que no estaba en ningún lugar hasta que se convirtió en un lugar escrito.
Debemos ir más lejos, sin embargo, puesto que el propio Yeats se aventuró más lejos. Otro de sus dones fue su atrevimiento para cuestionar el valor y la fiabilidad últimas de esta torre –tan poderosamente compuesta– del oído; pues una marca de la poesía lograda es que no sortea ninguno de los desafíos que la inteligencia plenamente despierta o alerta puede ofrecerle. La estrofa final de «Noche de Todos los Santos», por ejemplo, representa toda la energía afirmativa que la mente de Yeats, instruida por la torre, podía convocar: su plegaria pidiendo concentración está bien encauzada y brilla con un ardor entrañado que se ilumina a sí mismo:
Tal es mi pensamiento, y a él me aferro con fuerza
Hasta que el meditar domine cada parte;
Nada puede aguantar esta mirada mía
Hasta que ella discurra a despecho del mundo
Adonde aúlla el corazón del condenado
Y bailan los benditos;
Tal mi idea, que a ella sujeta
No necesito nada más,
Envuelto en las divagaciones de la mente
Como las momias en sus vendas están envueltas.
He hablado de esta clase de escritura centrada y decidida porque es aquello de lo que disfrutamos de manera más inmediata en los poemas de Yeats. Aquí la convicción emerge de las palabras mismas con que se persigue, y la intensa expresión con que el poeta da cauce a su necesidad de resistencia basta para evocarla. Pero, como Richard Ellmann ha subrayado, la credibilidad de este arte queda garantizada, en última instancia, por la predisposición de Yeats a dudar de su eficacia. El poder mismo de su deseo de fundamentos debería alertarnos del miedo a la falta de fundamento que acecha en otro plano. Tal es el gran triunfo de Yeats: reconocer esta posibilidad y sin embargo mantener una fe decidida en la valía de la creación artística. En un poema tardío como «El Hombre y el Eco», el muy pregonado aislamiento del morador de la torre se muestra inerme ante el grito inadaptado de la naturaleza doliente. La compostura del hombre es asediada, de hecho, por el eco burlón de su propia mente dubitativa, pero al final se muestra más vulnerable al gañido de dolor de una criatura herida:
Mas silencio, pues he perdido el hilo,
Su alegría o su noche un sueño me parecen;
Allá arriba un halcón o búho ha golpeado
Cayendo desde roca o cielo,
Un conejo maltrecho lanza un grito
Y su grito perturba mi pensar.
Así el triunfo de este arte: enfrentarse al desaliento que despierta la noción misma de arte como triunfo. Sin embargo, también consigue arrancar de la confrontación con este desaliento un margen de confianza que permite contemplar la renovación del esfuerzo artístico. Detrás de los grandes y firmes gestos de los poemas finales de Yeats, en los que el empeño humanista se halla atado a una rueda –un potro de tortura– que es un paradigma de vaciedad, podemos comenzar a discernir la vacilante, insaciable decrepitud de los héroes de Beckett, obcecados en seguir negándose a seguir...
«La torre negra» es el último poema compuesto por Yeats. Dramatiza, con deliberada brusquedad, una dialéctica entre los impulsos indomables y afirmativos del espíritu y la capacidad de la mente para ironizar y burlarse de esos impulsos como ficciones interesadas. El espíritu indomable encarna en la vieja imagen de unos guerreros enterrados en pie, símbolo de su vigilancia eterna y su juramento de fidelidad a la causa que los unió en vida. El interrogador irónico es su viejo cocinero, que representa una especie de fuerza vital antiheroica, un rastrero principio de supervivencia y autoprotección. Encarna todo aquello que Cuchulain había aceptado en «Cuchulain consolado», el poema en el que Yeats envía a su héroe al inframundo y le obliga a confraternizar «con convictos cobardes... asesinados por sus semejantes / o echados de su casa y obligados a sucumbir con miedo». Sin embargo, el escepticismo del cocinero encuentra resistencia en el comitatus; los caballeros persisten en su puesto pese al fastidio que suponen los rumores y constantes interrupciones de aquél. Son como los magos de T. S. Eliot, que viajan hacia una epifanía ambigua con voces que cantan en su oído diciéndoles que todo podría muy bien ser una locura.
Di que los hombres de la vieja torre negra,
Aunque deban comer como cabreros,
Consumido el jornal, agriado el vino,
Tienen cuanto un soldado necesita,
Pues a todos les ata un juramento;
Esas banderas no han de retirarse.
Allá de pie en su tumba están los muertos,
Mas los vientos ascienden de la orilla
Y cuando el viento ruge se estremecen,
Tiemblan en la montaña viejos huesos.
En esta aparición final de Thoor Ballylee en la poesía de Yeats, la torre se mantiene firme y Yeats se mantiene a su lado. Tanto la torre como el poeta aparecen, como en otro tiempo aparecieron Macbeth y el castillo de Macbeth, suspendidos en el tiempo del arte, ratificados por palabras proféticas. En la obra de Shakespeare, la sensación de Macbeth de estar en un santuario inviolable se basaba en el oráculo de unas brujas y su profecía de que estaría a salvo mientras el bosque de Birnam no bajara hasta Dunsinane. Yeats, por otro lado, había escrito para sí mismo sus propios oráculos, creando un espacio fortificado en el interior de estrofas poderosamente abovedadas. Pero, del mismo modo que las brujas hablaron con evasivas y el mundo en forma de bosque se movió de manera hasta entonces inconcebible para desalojar a Macbeth, así al final el torreón yeatsiano de entrega y lealtad trágicas es atacado por un motín de dudas sobre el valor final de lo que guarda. Sin embargo, el drama de Yeats termina con el poeta como Macbeth, recorriendo las fortificaciones, reconociendo apenas el temblor en las lindes de Birnam pero negándose a permitir el menor signo de cobardía en su rostro de caballero. La torre como emblema de la adversidad, como el lugar de la escritura, ha adquirido un aspecto final como icono del absurdo.
22.04.11 > 29.04.11
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