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Fe, amor y naturaleza

Entrevista con Olivier Messiaen

Claude Samuel
Traducción Ana Useros

Esclarecedora entrevista de uno de los mayores expertos en la obra de Olivier Messiaen, Claude Samuel, con el genial compositor francés. En ella, Messiaen reflexiona en torno a sus principales referentes: el acto de componer, su amor por los pájaros, y su fe.

¿Por qué compone usted? ¿Qué representa para usted el acto de crear?

A menudo me han planteado esta pregunta, que encuentro algo ociosa. Creo que un compositor de música hace música porque debe hacerla, porque está dotado para ello. Es cierto que yo sentí, desde mi infancia, una vocación musical irresistible y fulminante. Mis padres no se opusieron a ello en absoluto: ellos eran ya artistas. Mi padre, Pierre Messiaen, era profesor de inglés. Nos ha legado una traducción crítica de la obra completa de Shakespeare; mi madre, Cécile Sauvage, fue la más grande poetisa de la maternidad. Su libro L’Ame en bourgeon determinó mi destino.

¿Fue su madre quien lo inició en la práctica musical?

No, aprendí yo solo a tocar el piano, durante la guerra de 1914, cuando me encontraba en Grenoble, y después empecé mis primeras tentativas de composición. Conservo una pieza para piano de aquella época, que se llama La dama de Shalott, a partir de un poema de Tennyson. Evidentemente es un fragmento muy infantil, en el que el lenguaje indeciso y la forma ingenua provocan la sonrisa...

¿Se publicó aquella obra?

No. Es sólo un pequeño recuerdo.

Si componía ya desde aquella época evidentemente es porque había un instinto que le empujaba a hacerlo...

Seguramente. Y esto es lo que no puedo explicar. Por esa razón la pregunta «¿por qué hace música?» se me antoja inútil.

Es sin duda inútil si entendemos en ella por qué ha empezado a escribir música. Pero preciso mi pregunta, ¿por qué hace música hoy?

Cuando era niño, aquella música era una distracción, de la misma manera que para los otros niños lo era un juguete y, para mí, era una diversión semejante al teatro de Shakespeare, que yo declamé en su totalidad ante un único espectador, mi hermano, entre mis ocho y mis diez años.

Hoy en día escribo de manera profesional, no únicamente en mis horas de asueto como antaño; aunque me veo obligado a defender ferozmente los períodos de creación y, durante mucho tiempo, me he consagrado especialmente a ello durante el verano.

Eso podía ser cierto mientras su tiempo lo acaparaba la enseñanza en el conservatorio, pero desde que se ha jubilado ya no es así...

Pierdo igualmente un montón de tiempo en viajes, en la asistencia a los ensayos y a los conciertos de mis obras orquestales en países que están muy lejos. Lo que sigue siendo verdad es que compongo mejor en la montaña o en el campo, porque en París se me interrumpe constantemente.

Su salida del conservatorio, de todas manera, habrá aligerado considerablemente su horario. Ha debido de sentir una especie de liberación.

No, no me he liberado y ni siquiera tuve tiempo para lamentarme por mis cursos perdidos, porque he estado ocupado en una tarea enorme: la composición y orquestación de la ópera Saint François d’Assise, que me ha llevado ocho años. Y en esto he trabajado literalmente todo el año, día y noche.

De todas formas, desde el momento en el que se escribe de manera profesional se pierde una determinada ingenuidad. Personalmente, yo compongo para defender algo, para expresar algo, para situar algo. Cada obra nueva evidentemente plantea problemas nuevos, aún más complejos en cuanto que nuestra época ha dado lugar a multitud de estéticas que provocan batallas; yo trato de conocerlas todas y de permanecer del todo ajeno a unas y a otras.

¿Qué «expresiones» quiere pues defender al escribir música? ¿Qué impresiones desea comunicar a sus oyentes?

La primera idea que he querido expresar, la más importante, porque se sitúa por encima de todo, es la existencia de las verdades de la fe católica. Tengo la suerte de ser católico; he nacido creyente y resulta que los textos sagrados me han impresionado desde mi infancia. Un determinado número de mis obras se destinan pues a iluminar las verdades teológicas de la fe católica. Este es el primer aspecto de mi obra, el más noble, sin duda el más útil, el más válido, el único quizás que no lamentaré a la hora de mi muerte. Pero soy un ser humano: como todos los seres humanos soy sensible al amor humano, que he querido expresar en tres de mis obras a través de la intermediación del mayor mito del amor humano, el de Tristán e Iseo. Y, en último lugar, admiro profundamente la naturaleza. Creo que la naturaleza nos supera infinitamente y siempre le he pedido lecciones: por gusto he amado a los pájaros y he interrogado en especial a los cantos de los pájaros, he practicado la ornitología. En mi música se encuentra esta yuxtaposición de la fe católica, el mito de Tristán e Iseo y el empleo llevado al extremo de los cantos de pájaros. Pero también hay un empleo de la métrica griega, de los ritmos provinciales de la India antigua o decîtalas, numerosos procedimientos rítmicos personales, como pueden ser los personajes rítmicos, los ritmos no retrogradables, las permutaciones simétricas. Finalmente, está mi investigación sobre el sonido-color, que es la principal característica de mi lenguaje.

Si le parece, hablemos en primer lugar de los vínculos que existen entre su creación y su fe católica. ¿Habría podido usted componer si no hubiera sentido esa fe católica? Sin esa fe, ¿habría sido su música profundamente diferente?

La cuestión del lenguaje estético y la cuestión del sentimiento expresado están en dos esferas diferentes. Veo la mejor prueba de ello en el hecho de que músicos muy conocidos, Mozart, por ejemplo, hayan podido utilizar exactamente el mismo lenguaje para obras de tendencia muy profana y para obras de carácter muy religioso, obras en ambos casos muy logradas, sin que se modificaran realmente sus cánones estéticos.

Usted mismo, ya escriba una obra litúrgica o una obra profana, emplea el mismo lenguaje.

O muy parecido, lo que, por otro lado, ha dado a algunos una excusa para escandalizarse. Me parece ridículo y molesto tener que contradecir un estilo propio y adoptar diferentes estéticas con el pretexto de que se cambia de tema y se expresa otra idea.

Pero existen, me parece, dos actitudes con las que un músico católico puede enfrentarse a la creación de una obra musical: la primera consiste en escribir páginas realmente destinadas a la liturgia; la segunda consiste en crear obras de carácter religioso pero que son, ante todo, obras de concierto. ¿Coexisten estas dos tendencias en su producción?

Una obra litúrgica perfectamente adaptada a las necesidades del culto, por ejemplo, una misa tradicional con el Kyrie, Gloria, Sanctus, Agnus Dei... No, eso no lo he escrito nunca. Únicamente he compuesto obras para órgano muy largas, grandes ciclos, que pueden ejecutarse por completo o en parte durante una missa brevis y que comentan los textos relacionados con cada misterio, con las gracias que de ellos se desprenden.

Por otra parte, he impuesto las verdades de la fe en los conciertos, pero en un sentido litúrgico, hasta el punto de que mis dos principales obras religiosas que se interpretan en concierto se llaman, una de ellas, Trois petites liturgies de la Présence Divine, y la otra La Transfiguration de Notre Seigneur Jesus-Christ; no he elegido estos títulos en vano. Pensaba en completar un acto litúrgico, es decir, en transponer al concierto una especie de oficio, una especie de canto organizado de alabanza. Mi originalidad principal es el haber retirado la idea de la liturgia católica de los edificios de piedra destinados al culto y el haberla instalado en otros edificios que, en principio, no parecían destinados a recibir este género de música y que, finalmente, la han acogido muy bien.

Pero tomemos precisamente el caso de Trois petites liturgies. ¿Prefiere usted que se interpreten en una sala de conciertos o en una iglesia?

Están en su lugar tanto en un sitio como en otro.

En tanto organista, su actividad musical está completamente ligada a la liturgia.

Por supuesto. Como ya le he dicho, mis ciclos para órgano pueden interpretarse por fragmentos, a lo largo de una missa brevis, y adaptarse a las diferentes divisiones de duración del oficio.

¿Y sin duda se hizo organista debido a su fe católica?

Pues no. Es bastante extraordinario, pero, durante años, yo acudía simplemente a misa en tanto parroquiano y no fue hasta que tenía dieciséis o diecisiete años cuando a mi profesor de armonía, Jean Gallón, se le ocurrió presentarme a Marcel Dupré para que estudiara el órgano con él; no porque yo fuera católico, sino porque había adivinado en mí dotes de improvisador. En aquella época yo acababa de obtener un premio en la clase de acompañamiento al piano: es una clase en la que no sólo se hacen armonizaciones de melodías dadas, sino también descifrado y reducción de partituras de orquesta, pero en la que los cantos dados implicaban una parte importante de improvisación en el teclado. Como yo mostraba talento en ese aspecto y el órgano, por definición, se destina a la improvisación, me encaminaron hacia la clase de órgano. Después, como recibí un premio de órgano, naturalmente entré en una iglesia como «funcionario litúrgico» y como organista titular...

Y aquella primera iglesia fue...

Aquella primera y única iglesia es la iglesia de la Sainte-Trinité, en París.

¿Con qué edad entró en aquella iglesia?

Era muy joven. Tenía exactamente veintidós años.

Entonces era usted el organista titular más joven de Francia y, desde aquel momento, prácticamente no ha interrumpido esa actividad de organista en aquella iglesia...

La he llevado a cabo de forma constante y absolutamente seria durante cincuenta y cinco años: he hecho tres misas todos los domingos y sus vísperas, y a menudo funerales y matrimonios entre semana. Desde hace veinte años no hago más que las dos misas del domingo, a las nueve y media y a las once y cuarto. Además estuve retirado unos años porque, por orden de la Ciudad de París, se procedió a la restauración de mi órgano pero, en cuanto terminaron las obras, retomé mi actividad. Ahora tengo a mi disposición un instrumento magnífico, en el que se han conservados los tubos originales de Cavaillé-Coll; pero al que también he hecho que se añadieran una gran cantidad de tubos de lengüeta y de tubos mixtos y he hecho electrificar el teclado. Además mi órgano posee seis combinaciones eléctricas grabables. Es un instrumento en el que se pueden interpretar todos los repertorios: Cabezón, Frescobaldi, Grigny. Y también Johann Sebastian Bach. E igualmente César Franck, Marcel Dupré, Charles Tournemire. Se puede igualmente tocar la música más moderna y, por supuesto, mis propias obras.

Me da la sensación de que no le gusta tocar en otros instrumentos. Cuando se ha presentado la ocasión ha preferido rechazar las propuestas que se le han dirigido. ¿Por qué?

Porque cada órgano se construye sobre un tipo determinado, según un modelo específico y, desde el momento en el que me instalo ante una consola que no conozco, necesito una docena de días para habituarme a los timbres de los distintos tubos, para conocer la posición de los teclados, la posición de los pedales de acople. Debo familiarizarme con todos esos elementos y eso es algo evidentemente largo y difícil. ¡Cambiar de órgano es mucho más complicado que conducir un coche que no se conoce!

Tengo numerosos colegas organistas que hacen giras en el extranjero con programas «pasaporte». Eligen obras clásicas que no exigen una enorme investigación acerca de los registros de cada instrumento y pueden permitirse así llegar a una ciudad dos días antes de su recital. No es ése mi caso.

Sin embargo, sí ha llegado a probar esa experiencia.

En efecto, con ocasión de la creación de Les Méditations sur le mystère de la Sainte-Trinité, en la gran iglesia de la Inmaculada Concepción de Washington. Llegué con diez días de antelación, lo que me permitió estudiar el plano del órgano, buscar mis timbres y transcribirlos en mi partitura. Al final del concierto, que reunió a siete mil personas, los que asistieron me decían que nunca habían oído esos timbres y que les habían sorprendido las insospechadas posibilidades del instrumento. Era sencillamente el resultado de un largo trabajo.

Usted me ha dicho que se puede tocar todo en su nuevo órgano de la Trinité. A la inversa, ¿se puede tocar su música en todos los órganos?

No. Necesita la presencia de los grandes instrumentos, que poseen timbres variados y numerosas mezclas y, especialmente, que tienen tubos manuales de dieciséis pies. Usted sabe que actualmente hay una moda que consiste en remodelar los órganos según el estilo barroco: se les quitan las combinaciones eléctricas, con la excusa de ser barroco, y se les priva de una aportación extremadamente útil; se les retiran los tubos de boca manuales de dieciséis con la excusa de que no existían en la época barroca, y se destruye completamente la paleta sonora; se acumulan las mezclas y se abandonan los poderosos tubos de lengüeta con la excusa de que fueron una aportación romántica. En fin, se construyen instrumentos en los que únicamente se puede interpretar a Frescobaldi o a Nicolas de Grigny, lo que no deja de ser muy restrictivo. Adoro a esos compositores, pero me gustaría poder interpretar otras cosas. Es evidente que, en tales instrumentos, no se puede interpretar mi música. Pero hay todavía grandes instrumentos y, en cualquier caso, mi música para órgano se interpreta con frecuencia.

¿Incluso en Japón, donde el conjunto de su obra se conoce muy bien?

Desgraciadamente no hay órganos en Japón. Sólo en el gran auditorio de la cadena de radio NHK. En el ámbito de lo sagrado, los japoneses disponen sobre todo de tempos sintoístas o budistas, que ignoran el empleo del órgano. La mayoría de iglesias católicas de Japón son tan pequeñas que no tienen tampoco órgano. Hay sin embargo un gran órgano en la catedral católica moderna de Tokio, Marina Church.

Regresemos a la Trinité, donde ha sido organista durante más de medio siglo. ¿Acaso no le propusieron nunca ser organista en otras iglesias? ¿O se han abstenido de hacerlo, sabiendo lo apegado que estaba a la Trinité?

Es más bien esto último. Era notorio que estaba tan ligado a la Trinité que nada me haría abandonarla y por tanto nunca me han dirigido otras propuestas. Ha habido dos puestos vacantes durante mucho tiempo: los de Saint-Sulpice y Notre-Dame.

¿Y si le hubieran propuesto Notre-Dame? ¡Tiene mucho prestigio!

Lo habría rechazado. Estoy absolutamente unido a la Trinité. ¡Es mi órgano, mi niño, mi hijo! No puedo abandonarlo.

En ese órgano de la Trinité, ¿ha interpretado esencialmente obras escritas o se ha abandonado a la improvisación?

Mis oficios estaban, gracias a la intervención de los diferentes curas que se han sucedido en la Trinité, repartidos de una manera bastante sagaz, de la forma siguiente: en la gran misa del domingo, yo hacía únicamente canto llano. En la misa de las once del domingo, música clásica y romántica; en la misa del mediodía (del domingo), se me autorizaba a interpretar mis obras; finalmente, en las vísperas de las cinco, improvisaba por obligación, porque la brevedad de los versículos no permitía interpretar ninguna pieza entre los salmos y durante el magnificat.

¿Qué aspecto tiene su música improvisada? ¿Se asemeja a su obra escrita o más bien es una música de un carácter más clásico?

En ocasiones ha sido de carácter muy clásico, cuando las circunstancias me obligaban a ello: así me ha ocurrido el tener que hacer pastiches voluntarios, falsos Bach, falsos Mozart, falsos Schumann, falsos Debussy, para continuar en el mismo tono y en el mismo estilo que el fragmento que se había cantado anteriormente. Pero he improvisado igualmente en mi propio estilo, tirando de mi antigua «grasa» armónica y rítmica; a veces tenía suerte y me venían «ráfagas» de inspiración...

Estas improvisaciones han durado mucho tiempo, hasta el día en el que me di cuenta de que me agotaban y de que volcaba en ellas toda mi sustancia. Entonces escribí mi propia Messe de la Pentecôte, que es el resumen de todas mis improvisaciones reunidas. La Messe de la Pentecôte fue seguida por el Livre d’orgue, que es una obra mucho más reflexionada y, a partir de ahí, se puede decir que nunca más improvisé.

Los diferentes curas con los que ha convivido en la iglesia de la Trinité, ¿no se han sentido algo espantados por la entrada en su iglesia de una música tan audaz como la del Livre d’orgue?

No, no se han espantado porque las verdades que expreso, las Verdades de la Fe, son terribles; son cuentos de hadas, de tanto en tanto misteriosos, desgarradores, gloriosos, a veces terroríficos, que reposan siempre sobre una realidad luminosa e inmutable. Yo estoy forzosamente a cien mil grados por debajo de cada Verdad. No, los sacerdotes no se espantaban, pero los parroquianos sí porque no siempre conocían los textos... En cualquier caso, los sucesivos curas de la Trinité hicieron su parte del trabajo muy sensatamente y adaptaron cada estilo a las necesidades de cada público, pues el público que acude a las misas de mediodía no es el mismo que sigue la gran misa y el público de las vísperas no es tampoco el de la misa de once.

No le voy a pedir que me explique las razones secretas de su fe religiosa. Pero, ¿esta fe no es también un eco de la atracción que sentía por lo maravilloso, por el misterio o por la poesía?

Sin duda. Pero me remonto al teatro de Shakespeare, que declamaba cuando era niño. Usted sabe todo lo que comporta el teatro de Shakespeare, no únicamente las pasiones humanas, sino también la magia, las brujas, los duendes, las ninfas, los fantasmas y las apariciones de todo tipo. Shakespeare es un autor que desarrolla poderosamente la imaginación. Yo sentía inclinación por los cuentos de hadas y Shakespeare es quizás el supercuento de hadas y fue sobre todo ese aspecto de Shakespeare el que me marcó, mucho más que determinados acentos desengañados sobre el amor o sobre la muerte como los que se pueden encontrar en Hamlet, acentos que, evidentemente, un niño de ocho años no podía comprender en absoluto. Me gustaba por encima de todo Macbeth (por las brujas y por el espectro de Banquo), también Puck y Ariel (por las mismas razones) y me afectaba muy vivamente la grandeza del Rey Lear enloquecido que apostrofa a la tormenta y el rayo. En cuanto a la famosa indicación de escena de las obras históricas: «Alarmas, escaramuzas, los enemigos entran en la ciudad», sigue siendo para mí el símbolo de la novedad que hay que derrotar... Es cierto que volví a encontrar en las verdades de la fe católica esa atracción de lo maravilloso multiplicado por cien, por mil. Y no se trataba de una ficción teatral, sino de una cosa verdadera. He elegido lo que era verdad. A la manera de San Cristóbal que, cuando aún se llamaba Reprobus, sirvió sucesivamente a la reina de la lujuria, al rey del Oro, después al Príncipe del Mal y, finalmente, porta a Cristo (de ahí, su nombre de Christophoros, el portador de Cristo).

Resulta curioso que el teatro tuviera tanta importancia en su vida, especialmente en su infancia, y sin embargo haya esperado tanto tiempo antes de componer para el teatro. A cambio ha empleado ampliamente en sus obras esa maravilla que encontró en la fe católica.

He querido expresar lo maravilloso de la Fe. No digo que lo haya conseguido, puesto que en último término es algo inexpresable. Por otra parte siempre me ha gustado el teatro, me sigue gustando aún hoy, pero me gusta, por encima de todo, el teatro hablado; he impartido cursos a mis alumnos sobre todos los géneros y sobre todas las estéticas operísticas, desde Monteverdi a Pelléas y Wozzeck, pasando por Rameau, Mozart, Wagner y Mussorgski, pero estas estéticas están ahora superadas; han dado lugar a logros totales y me parece que el teatro musical es siempre una especie de traición. Añadiría que la mayoría de las artes no son aptas para expresar las verdades religiosas: únicamente la música, la más inmaterial de todas, se acerca relativamente. Pero, en un escenario teatral nos situamos de tal manera por debajo del tema elegido que nos arriesgamos a caer o bien en el ridículo, o bien en la inconveniencia, o bien en el absurdo.

¿Me permite recordarle que me hizo esta declaración en 1967, en un momento en el que estaba lejos de imaginarse como un autor de ópera? Después se ha estrenado este San Francisco en el Palais Garnier, un acontecimiento en la vida lírica internacional. ¿Mantiene, sin embargo, hoy sus afirmaciones de antaño?

Sí, reitero todo lo que he dicho; y aún más porque precisamente he elegido a San Francisco como tema de mi ópera. De hecho, no he tenido el valor de colocar a Cristo sobre el escenario, pero pensé que San Francisco, que no era un dios, sino un hombre, era en cualquier caso el hombre que más se parecía a Cristo: por su pobreza, por su castidad, por su humildad y porque llevó los estigmas, es decir, las cinco heridas de Cristo en la cruz. Tenía efectivamente las heridas de las dos manos, de los dos pies y la herida del costado derecho, como Cristo.

¿Cuando dice que el teatro musical es una «especie de traición», se refiere a los temas que trata la ópera o a la forma dramático-musical de la ópera?

Quiero decir que el teatro cantado es más convencional que el teatro hablado. La forma de la ópera es otro problema. Personalmente, algo que por otra parte se me ha reprochado mucho, nunca he compuesto una verdadera ópera ni tampoco una sinfonía. He hecho un «espectáculo musical», e insisto en este término. No me gustaría que se interpretara San Francisco en versión de concierto porque se trata verdaderamente de un espectáculo. No pretendo haber compuesto una ópera clásica, una ópera de tipo mozartiano, con sus alternancias de recitativos, arias y coros, ni una ópera wagneriana con sus leitmotiv. Mi proyecto era diferente. He querido marcar, en la sucesión de los ocho cuadros, la progresión de la gracia en el alma de un santo.

Volveremos a hablar de San Francisco. Quedémonos por ahora en sus «clásicos» que, de Monteverdi a Alban Berg, constituyen su museo personal de la ópera. Sobre este asunto dice que «esas estéticas están ahora superadas». ¿Considera usted que hoy no se pueden escribir óperas, en el sentido tradicional del término?

Creo que no se pueden volver a hacer óperas como las que he citado, óperas como las de Monteverdi o de Rameau, óperas mozartianas o wagnerianas. En cuanto a Boris Godunov, Pelléas et Mélisande y Wozzeck, son tres obras excepcionales que incluso sus autores no pudieron volver a hacer. Por tanto hay que encontrar otra cosa.

Antes de esta digresión sobre el espectáculo musical me ha dicho que «la mayoría de las artes son inadecuadas para expresar las verdades religiosas». Los artistas, en cualquier caso, no parecen haberse inquietado por ello en lo más mínimo, especialmente los innumerables pintores que, a través de la historia, han representado las verdades religiosas en sus lienzos.

Toda la pintura religiosa descansa sobre convenciones simbólicas. Lo mismo ocurre en el caso de las vidrieras medievales. Yo mismo me he tenido que sacrificar a estas convenciones simbólicas, puesto que, en mi San Francisco, he colocado un ángel sobre el escenario. Y, sin embargo, en tanto puros espíritus, los ángeles son invisibles. Pero he adoptado el sistema iconográfico habitual: he imaginado un ser magnífico, ni hombre ni mujer, un ser envuelto en una gran túnica y que lleva alas. Es una convención simbólica.

¿Esta convención simbólica no es inevitable si se quiere transmitir a la mayor cantidad posible de gente las verdades religiosas? ¿No pasa la fe por una comunicación tangible?

Cristo se ha encarnado para llevarnos desde lo visible hasta el amor de lo invisible. Se puede representar al Cristo hombre, pero no al Cristo Dios. Dios no es representable. No es ni siquiera expresable. Cuando decimos: «Dios es eterno», ¿pensamos acaso en el significado de estas palabras? «Dios es eterno» significa no solamente que no terminará nunca, sino que no ha tenido principio. Y aquí es donde las nociones temporales de antes y de después nos estorban. Concebir algo sin principio nos supera totalmente a nosotros, que hemos comenzado en el seno de nuestras madres y después proseguido nuestra vida terrestre. Lo mismo ocurre con el resto de los atributos divinos. Los antiguos israelitas tenían tal vez razón cuando prohibían pronunciar el nombre de Yahvé.

¡Unas reflexiones muy teóricas!

No soy teórico... únicamente creyente. ¡Un creyente deslumbrado por la infinitud de Dios!

Retomo su afirmación inicial: «Las artes son ineptas para expresar las verdades religiosas». Nuestro vocabulario también...

Lo que es cierto para la imagen lo es igualmente para el vocabulario. En un determinado sentido, la música posee un poder superior al de la imagen y al de las palabras, puesto que es inmaterial y se dirige, con ventaja sobre las otras artes, a la inteligencia y a la reflexión. Afecta además al onirismo y pertenece al mundo de los sueños. Además, la música y el color están íntimamente ligados.

¿Cuáles son, en su opinión, los compositores cuya música sigue más fielmente el pensamiento religioso?

Probablemente no haya más que una única música verdaderamente religiosa porque se aleja de todo efecto exterior: el canto llano, que también llamamos canto gregoriano.

¿Considera usted que el canto gregoriano ha logrado atravesar los siglos sin demasiadas dificultades y que hemos sabido preservar su pureza?

¡Pobre canto gregoriano! ¡Se ha reemplazado en la liturgia por cánticos! Y los que intentan (no son tan pocos) perpetuar el empleo del canto gregoriano no siempre cantan los neumas como deberían ser cantados. El canto gregoriano es la obra de unos monjes muy sabios; es un arte extraordinariamente refinado, melódica y rítmicamente, un arte que se remonta a una época en la que no existía la armonía en la música occidental, donde se ignoraba el lastre de los acordes. ¿Por qué hace falta hoy ponerse a acompañar el canto gregoriano al órgano, aumentándolo con una armonía que, incluso diestra, destruye completamente su espíritu?

¡En cualquier caso, eso no se hace en la abadía de Solesmes!

Es evidente que en un lugar como Solesmes se respeta el gregoriano. Pero en la mayoría de las iglesias en las que se canta gregoriano se le acompaña con la excusa de que hay que apoyar a los fieles. Eso es una enorme equivocación,

¿Acaso el canto gregoriano es la música más religiosa porque es religiosa incluso antes de ser música?

El canto gregoriano fue compuesto en una época de enorme fe por monjes de una humildad tal que conservaron el anonimato. Quizá es eso lo que le da esa pureza. Por otro lado, el gregoriano tenía como fin el resaltar un texto sagrado, un texto latino. Desde que se adoptó la costumbre, en los diferentes países del mundo católico, de cantar y hablar en las lenguas vernáculas, el latín ha desaparecido y este abandono ha supuesto igualmente un golpe muy fuerte para el cantus firmus.

¿Para usted, el gregoriano cantado sobre un texto francés ya no sería gregoriano?

Le restaría a la música la majestad y el sueño. La estatua desciende de su pedestal.

Regresemos a esas tres grandes líneas de fuerza que recorren toda su producción: la fe católica, los Tristán y la naturaleza. Ya ha evocado su actitud como católico frente a la música, hablemos ahora de los Tristán.

He escrito tres Tristán, muy diferentes en dimensiones y en materia instrumental. El primero cronológicamente es Harawi, un ciclo para canto y piano de una hora; el segundo es la Turangalîla Symphonie para ondas Martenot, piano solo y gran orquesta, que dura aproximadamente una hora y media; en último lugar vienen los Cinq Rechants, para coro de doce voces a capella, que duran alrededor de media hora.

El espíritu de estas obras implica una referencia directa a la leyenda de Tristán. ¿Cómo concibe usted esta leyenda?

Se puede decir que esta leyenda es el símbolo de todos los grandes amores y de todos los grandes poemas de amor literarios o musicales. Pero únicamente me parece digno de atención el mito de Tristán; no he querido de ninguna manera hacer una versión del Tristán e Isolda de Wagner, ni del Pelléas de Debussy, por no citar más que los dos Tristán más grandes de la música.

Sus Tristán no ponen a ningún personaje en escena.

No, eso no tiene absolutamente ninguna relación con la antigua leyenda céltica, e incluso he descartado la idea esencial del filtro (excepto en algunas alusiones de los Cinq Rechants). Únicamente he conservado la idea de un amor fatal, de un amor irresistible, de un amor que, en principio, conduce a la muerte y que, en una cierta medida, apela a la muerte pues es un amor que supera el cuerpo, que sobrepasa incluso las coordenadas de la mente y que se expande a escala cósmica.

Esta noción del amor humano no se contradice con su fe religiosa.

Claro que no, porque un amor tan grande es un reflejo, un pálido reflejo, pero no por ello menos un reflejo del único amor verdadero, del amor divino.

¿Cree usted que se puede asociar en la misma obra la idea de Tristán con la fe católica?

¿Se puede yuxtaponer un símbolo humano con una realidad eterna? Sería de un orgullo escandaloso. Pero hay que descartar enseguida esa idea, que quizá sea la suya, y que es falsa, de la eterna escena teatral con el trío: el señor, la señora y el amante; nunca he pensado en ello cuando pensaba en Tristán y tampoco tiene aquí sentido una idea de prohibición o de castigo.

Pero, sin embargo, Tristán es eso.

Sí, porque ésa es la contradicción que hace nacer el gran amor y que conduce a la muerte, pero la idea esencial no es la contradicción, es el gran amor y la muerte que le sigue. Hay allí una iniciación, a través de la muerte y de la separación con el mundo, a un amor más grande y más puro, que quizá se pueda entender mejor si le cito otros mitos: estoy pensando en la prisión de aire en la que Vivian encierra a Merlín, el descenso de Orfeo a los infiernos....

Su Tristán representa pues la pureza del amor. Más allá de esta noción de pureza, me gustaría que precisara su propia simbólica del amor humano.

Para mí el amor humano representa una especie de comunión. Pero, en su realización carnal, esta comunión es superada por la de la maternidad. La unión de la madre y el niño, tan desacreditada en nuestros días, es sin duda el punto culminante, sobre nuestro planeta, de la nobleza y de la belleza. Sin embargo, esta unión es superada a su vez por la comunión del católico que, en la iglesia, recibe la hostia. Porque, como toda esencia superior asimila la esencia inferior, en esa comunión recibimos a Cristo, pero él está en nosotros y nosotros estamos en él. Somos absorbidos por Cristo, quien es superior a nosotros, algo que no ocurre en el amor humano, ni siquiera en la relación entre la madre y el hijo.

En suma, usted establece una jerarquía del amor.

Exactamente. Pasamos del amor trivial al que hemos hecho alusión para alcanzar el gran amor humano, ese amor magnífico que es pasión fatal. Después llegamos al amor maternal, pero en la cima de la pirámide está el amor divino.

¿Aceptaría usted detenerse un momento en la segunda etapa? ¿Por qué adjunta siempre a este gran amor humano la noción de pasión fatal con la muerte como única salida? ¿Es realmente inevitable?

Sí, porque un hombre y una mujer sólo pueden conocerse de manera incompleta. Incluso si ejercen la misma actividad, incluso si todos sus deseos se hacen eco, existe siempre algo en la personalidad de uno que se le escapa al otro.

Y usted deduce de ello el fracaso de toda tentativa de felicidad. El hombre, según su opinión, se toparía con la incapacidad de ser feliz.

No se trata de una incapacidad de ser feliz sino de la imposibilidad de una comprensión total. Esta incomprensión no se limita únicamente a la potencia del amor, sino que actúa sobre todos los elementos que nos rodean y que percibimos mediante nuestros sentidos, de los que somos los esclavos. Así, personalmente, yo hablo con frecuencia del color, pero el color no existe más que gracias a nuestros ojos. Igualmente los músicos hablan del sonido, pero el sonido sólo existe gracias a nuestros oídos.

Esta percepción limitada, esta comunicación ilusoria, serían entonces nuestra debilidad y nos impedirían toda perspectiva de felicidad terrestre...

Hay que decir que sobre todo se debe al desorden que reina sobre nuestro planeta. Las guerras, las violencias, los atentados cotidianos incluso, nos aportan una prueba flagrante de ello. ¿Por qué hay desorden? Porque el hombre está herido, herido después del pecado original, herido en su propia naturaleza. Pero si Cristo ha muerto en la cruz es precisamente para que nos volvamos a encontrar tal y como nunca debimos dejar de ser; hemos sido creados magníficos y por nuestra estupidez nos hemos echado a perder, pero volveremos a ser magníficos en la resurrección.

Su elevado concepto del amor humano, exigente y angustioso, mezclado con las certidumbres de su fe católica, encuentra, me parece, un eco directo en otro campo de su personalidad, en ese amor a la naturaleza, que igualmente responde a los fantasmas múltiples y permanentes de la pureza.

El fenómeno de la naturaleza es, en efecto, maravillosamente bello y apaciguador, y los trabajos de ornitología fueron para mí no solamente un elemento de consuelo en mis investigaciones de estética musical, sino también un factor de salud. Puede que hayan sido esos trabajos los que me han permitido sobreponerme a las desgracias y a las complicaciones de la vida.

¿En qué época empezó a atraerle la naturaleza?

Es como con la música y la fe: desde siempre. Pero mis emociones más grandes en la naturaleza, las que recuerdo de una forma viva, se remontan a mi adolescencia, a la edad de catorce o quince años. Anteriormente puede que hubiera otras: permanecen confusas pues se sitúan en una época en la que yo era muy pequeño. A la edad de tres o cuatro años me encontraba en Ambert, donde mi padre ocupaba su primer puesto de profesor de inglés, y allí tuve evidentemente la revelación de la naturaleza, pero esta revelación ha quedado inconsciente y no he conservado de ella ningún recuerdo preciso. Mis recuerdos se remontan, pues, a la edad de catorce o quince años, especialmente a una época en la que yo iba a casa de unas tías mías, en el Aube, que tenían una granja bastante original, con esculturas de unos de mis tíos, un parterre de flores, una huerta, vacas y gallinas. Era todo muy variado y, para «recuperar» mi salud, mis buenas tías me mandaban a pastorear un pequeño rebaño de vacas: no había más de tres vacas, que además yo vigilaba bastante mal y que un día encontraron la forma de escapar y de hacer unos destrozos terribles en un campo de remolachas que devoraron en unas pocas horas, lo que me costó los reproches de toda la aldea. Los paisajes del Aube son muy hermosos y muy sencillos: la llanura, grandes prados rodeados de árboles, magníficos amaneceres y atardeceres y gran cantidad de pájaros. Allí empecé mis primeras anotaciones de cantos de pájaros; evidentemente era un principiante y anotaba cosas que no comprendía en absoluto, ni siquiera lograba identificar al pájaro que cantaba.

Hablaremos más tarde de la ornitología, pero quería de todas maneras preguntarle si, finalmente, no es usted un urbanita a su pesar.

Totalmente a mi pesar. Me horrorizan absolutamente las ciudades, me horroriza aquella en la que habito, a pesar de todas sus bellezas (estoy hablando de nuestra capital) y me horroriza todo el mal gusto que el hombre ha acumulado a su alrededor, ya sea por sus necesidades o por cualquier otra razón. Estará de acuerdo conmigo en que en la naturaleza nunca se encuentra una falta de gusto, nunca se encontrará un error de iluminación o un error de coloración y, en los cantos de los pájaros, nunca hay errores de ritmo, de melodía o de contrapunto.

Me da la impresión de que en este punto volvemos a su fe católica. ¿Cree que el divino misterio de la creación es responsable de la perfecta armonía de la naturaleza?

Absolutamente. La naturaleza ha conservado una pureza, una espontaneidad, un frescor que nosotros hemos perdido.

Así pues, esa palabra «pureza» que evocábamos antes, tanto a propósito de su fe católica como de los Tristán, reaparece en su amor a la naturaleza; ¿esta búsqueda de pureza no es acaso la dominante de su personalidad humana y musical?

Es posible. Nunca hubiera pensado en decirlo, pero usted lo dice y debe ser cierto.

¿Su amor a la naturaleza está estrechamente ligado a su fe católica?

Está ligado y a la vez es independiente. Amor a la naturaleza por sí misma. Por supuesto, como San Pablo, veo en la naturaleza una manifestación de uno de los rostros de la divinidad, pero es cierto que las creaciones de Dios no son Dios mismo; además, todas las creaciones de Dios están encerradas en el Tiempo, y el Tiempo es una de las criaturas más extrañas de Dios, al que se le opone totalmente porque Él es eterno por esencia, Él no tiene principio, ni fin, ni sucesión...

Opuesto a la eternidad, ese tiempo finito, que es el suyo, le hace sufrir.

No. Aspiro a la eternidad, pero no sufro por vivir en el tiempo; sufro menos de hecho porque el tiempo ha estado siempre en el centro de mis preocupaciones. En tanto músico rítmico me he esforzado en dividir y en comprender mejor ese tiempo mediante esas divisiones; sin los músicos el tiempo se comprendería mucho menos. Los filósofos han avanzado mucho menos en ese ámbito. Pero nosotros los músicos poseemos ese gran poder de trocear el tiempo y retrogradarlo.

¿Hacia qué aspecto de la naturaleza se dirigen sus preferencias? ¿La naturaleza montaña, la naturaleza mar, la naturaleza campo?

Me gustan todas las naturalezas, y me gustan todos los paisajes, pero tengo predilección por la montaña porque he pasado mi infancia en Grenoble y he contemplado, desde que era muy pequeño, las montañas del Dauphiné...

Como Berlioz...

Como Berlioz. Y lugares especialmente salvajes que son los más hermosos de Francia, como el glaciar de Meije, menos famoso que el Mont Blanc, pero sin duda más terrible, más puro, más solitario...

Ama la naturaleza en sus manifestaciones más salvajes...

En sus aspectos más secretos y en los más grandiosos y, digámoslo también, cuando no ha sido hollada por el hombre.

¿Y le han impresionado, al azar de sus viajes, paisajes completamente diferentes a los que conoció durante su infancia y su juventud?

Sin duda ninguna. A lo largo de viajes que están en el origen de algunas piezas de mi Catalogue d’Oiseaux, tituladas «Le Merle bleu», «Le Traquet Rieur» y «Le Traquet Stapazin» , he trabado conocimiento con la región de los Pirineos Orientales y fue un flechazo; desde el primer momento me entusiasmó esa región extraordinaria que combina el azul del mar, la caída a plomo de los acantilados, las viñas en bancales, los bosques de robles e incluso las nieves eternas.

¿Considera usted la naturaleza como un objeto, una manifestación viva o un vehículo de sentimiento? ¿Se adhiere a la opinión de los románticos que distinguían en la naturaleza una potencia consoladora?

No. La naturaleza es en primer lugar una gran fuerza en la que uno se puede perder, una especie de «nirvana», pero es sobre todo un profesor maravilloso y ese último aspecto le ha sido muy útil a mi trabajo.

¿La primera contribución de la naturaleza es pues para usted de orden sonoro?

Por supuesto.

No solamente limitada a los pájaros...

No solamente limitada a los pájaros. He escuchado con pasión las olas del mar, las cascadas y los torrentes de montaña y todos los ruidos que hacen el agua y el viento; y añadiría que yo no hago ninguna limitación entre el ruido y el sonido: para mí todo ello representa la música.

¿Trata usted de reproducir los ruidos de la naturaleza al componer?

Lo he intentado y me he centrado en los pájaros porque finalmente es allí donde está lo más musical, lo más cercano a nosotros y lo más sencillo de reproducir. Los ruidos del viento y del agua son extraordinariamente complejos. Por otro lado han sido escuchados atentamente y captados por músicos como Berlioz, Wagner y sobre todo Debussy, que fue el gran amante del agua y del viento; pero debo decir que ninguno de ellos ha logrado captar completamente el detalle de esos sonidos complejos y de esos complejos de sonidos y, personalmente, yo me siento totalmente incapaz; es algo de una terrible dificultad.

Pero el músico moderno quizás está mejor armado para ese trabajo...

Sí, porque en último extremo puede utilizar un magnetófono y, con la ayuda de aparatos electrónicos, disecar lo que ha registrado de esa manera.

¿Ha ensayado usted esa experiencia?

Le responderé con toda franqueza. Las anotaciones de los cantos de pájaros suelo hacerlas en la naturaleza, en primavera, estación de los amores, y en las horas propicias, es decir, al amanecer y al atardecer. Utilizo entonces papel pautado, una carpeta de dibujo para apoyarme, lápices y gomas. Como si hiciera un dictado musical. Pero es un dictado muy especial que exige una atención y una rapidez duplicadas. En efecto, el pájaro canta muy rápidamente: cuando anoto la primera estrofa ya está cantando la segunda y cuando escribo la segunda ya está en la tercera. Mi mujer me acompaña en todos estos viajes ornitológicos y, como soy un hombre moderno, le pedí que llevara con ella un magnetófono. Mi mujer, por tanto, graba lo que yo anoto y, cuando volvemos a casa, comparo la grabación con mis anotaciones. El magnetófono es mucho menos selectivo que mi oreja: registra todos los ruidos exteriores. Mi oído sólo retiene el canto del pájaro. Pero ese canto, el magnetófono lo graba, en cambio, con una exactitud mucho mayor que mi oído. El magnetófono me permite, por tanto, hacer una segunda anotación. Esas son las dos fuentes de mi material: la notación de una grabación precisa y la notación hecha directamente en la naturaleza, mucho más artística, con todas las variantes, todas las modificaciones que puede aportar cada individuo de cada especie.

¿Qué piensa usted de la frase de Claude Debussy: «Ver amanecer es más útil que escuchar la Sinfonía Pastoral»?

Es una boutade sin mayores consecuencias. Pero indica que él colocaba a la naturaleza por encima de todo lo demás. Por otra parte, Debussy es un músico que ha comprendido esa relación entre sonidos y colores que yo mismo siento tan intensamente y la ha comprendido mediante la contemplación de la naturaleza.

Para usted, como músico, ¿la presencia del color en la naturaleza es pues tan esencial como la presencia del sonido?

Una y otra están vinculadas. No estoy aquejado de sinestesia fisiológica (como lo estaba mi amigo el pintor Blanc-Gatti, aquejado de un desarreglo de los nervios ópticos y auditivos, lo que le permitía ver realmente colores y formas cuando oía música); yo, cuando escucho o cuando leo una partitura oyéndola interiormente, veo intelectualmente los colores correspondientes que giran, se mueven, se mezclan, así como giran, se mueven y se mezclan los sonidos, y al mismo tiempo que estos...

¿Su amor a los colores se nutre de la naturaleza?

De la naturaleza y también de la contemplación de las vidrieras. De pequeño, en la época en la que mi padre fue nombrado profesor en París, tuve la gran dicha de visitar sus monumentos, los museos y las iglesias; mis primeras visitas a Notre Dame, a la Sainte Chapelle, más tarde a la catedral de Chartres y a la catedral de Bourges han ejercido sin duda una enorme influencia sobre mi carrera. Quedé deslumbrado para siempre por los colores maravillosos de los rosetones, de las vidrieras, de los vitrales medievales que se pueden admirar en estas iglesias.

En suma, las vidrieras de las catedrales representan una creación de los hombres de la que usted no reniega, usted que odia las ciudades y las creaciones artificiales. ¿La vidriera es una creación lo suficientemente noble como para equivaler a las de la naturaleza?

¡Es la naturaleza misma, en su manifestación más extraordinaria! Es la luz capturada por el hombre para magnificar los lugares funcionales más nobles, los edificios destinados al culto.

Hablando de la naturaleza volvemos pues a su fe católica, de la misma manera que al evocar a Tristán hablábamos también de la naturaleza y de la fe católica; todo esto confirma que su personalidad ha cristalizado en torno a estas tres nociones, de índole diferente pero, sin embargo, cercanas.

Y finalmente ellas se reúnen en una misma idea única. ¡El amor divino!

Texto publicado originalmente en Claude Samuel, Permanences d’Olivier Messiaen: Dialogues et commentaires, Paris, Actes Sud, 1999. Imágenes cortesía de Claude Samuel y el Teatro Real.