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Cristina García Rodero. Luz y tiempo

Mar García Lozano

Mar García Lozano reflexiona en este artículo en torno a la obra de una de nuestras fotógrafas más representativas y con más proyección internacional: Cristina García Rodero.

Rostro: bajo tus rasgos se reagrupa la tierra.
René Char

Se reagrupa la tierra, se condensa, se hace una, se reconoce a sí misma. Quizá nosotros la podamos mirar. Mirar, a eso puede dedicar alguien una vida. Mirar y fijar la imagen de lo que se ve, hacer que lo que se ve tenga forma, que la tenga para siempre, salvada, rescatada o robada a la muerte inexorable, brutal. Bajar o subir, desde la superficie de la vida, a lo alto o lo hondo, ver lo que sucede allí. Fijarlo, y descubrirlo, hacer que sea claro, que pueda ser visto con la misma verdad con la que sucedió, no falsear, no mentir. Con el tiempo se verá más, se verá mejor. Se mirará mejor.

La fotógrafa otea, busca, piensa, despliega su trabajo sobre momentos humanos, parece querer darnos eso, momentos humanos. Hacer que los miremos o que les cedamos el lugar donde guardamos nuestros propios instantes decisivos: una tarde, una cara, una noche, una ciudad, un nombre, una alegría, una fiesta, un dolor, la página de un libro. Allí donde nos vemos formando de verdad parte de lo que somos, de lo que vivimos. Esos momentos que tienen su imagen, su vida como imagen, y que trazan nuestra propia, pequeña, historia personal.

Volver, ha dicho en alguna ocasión García Rodero, con un tesoro, traer imágenes que estén a la altura de lo vivido. Rescatar los momentos de vida que florecen mejor, parece pensar la fotógrafa, en los ritos, en las ceremonias, en las fiestas, allí donde los seres humanos forman parte de una comunidad, y retratarlos en la elementalidad de sus gestos, en la inocencia, grotesca o sabia, bella o cruel, de sus vidas, pero participando siempre de algo común que los entronca a la tierra, a la carne, a sus propios cuerpos, de algo que los reagrupa.

La fotógrafa ansía hacernos un regalo, como si hubiese acumulado imagen tras imagen esos fragmentos de vida viva, de materia corporal viva, salvada y sola, para nosotros, para que volvamos a ver, a leer, de otra manera el mundo. Nos da imágenes labradas como por un cincel, imágenes en las que no sólo vemos lo que vemos, esos momentos humanos, sino que vemos los momentos de nuestra propia, pequeña y sencilla historia. Cuanto más se acerca a la que ve, más nos aproxima a nosotros. Más se acerca a nosotros.

Una niña saltando eternamente, blanca y ágil, como un ángel, sobre la negrura o grisura de un cementerio, el deseo de otra realidad, alocada, bella, que también puede nacer aquí en el mundo, los cien pájaros volando. La seriedad del niño ante el féretro vacío, carnavalesco, que parece no comprender la fiesta donde está. La anciana que sostiene en sus rodillas a un niño vestido de blanco, siempre de blanco, como para gustarle a la vida; la cara, perfilada entre dos velas, de la niña hermosa que nos mira y nos inquieta, y deshace el lugar de la sala de exposición. La mujer que se asombra ante la escena que está viviendo, junto a sus hijos, posando para la fotógrafa. La apatía o indiferencia del cura en la improvisada confesión, frente a la misma tapia donde ha saltado o saltará la niña, o el que acaba de comer queso con la anciana en una romería y tapa su cara como queriendo ausentarse. Madres jóvenes, casi siempre tristes, sus fotografías dicen que esos hijos son todo lo que tienen, todo lo que anhelan; niños vestidos de fiesta, serios y elegantes, repeinaditos y ausentes; penitentes arrodillados, como formando parte de un juego que tiene toda la seriedad del juego. Viejos que tocan entre risotadas el cuerpo de la joven y exuberante mujer negra, exvotos como pedacitos de mazapán, monederos para comprar el pan bajo la axila, abuelas haciendo que el mundo pase tras la reja de su ventana. Una joven descansando sobre una trilla, en la era, algún día de agosto, al fondo dos campesinos realizan sus tareas con la misma rutina solemne que en los cuadros de Millet; la escueta dignidad de una casa en cuya puerta juegan niños. Vírgenes con el pelo largo, como soñadas por García Márquez. La adolescente a la que la fotógrafa ha captado maravillosamente limpia, bajo el fondo de una verbena. Una anciana con velo de novia o comunión, miradas recelosas, a veces asustadas, como cargadas de un miedo ancestral; novios con cabezas de animales, bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre la mesa de disección. Blanco y negro para mostrar los más puros colores de la vida. La fotografía naciendo de fuera adentro. De lo que se ve a lo que no se ve.

Nosotros recorriendo la sala de exposición, distinguiendo cada imagen, viendo en los rostros de esos hombres y mujeres lo que sucede cuando alguien los mira. Captar lo que sucede en los rostros, y lo que la luz y la historia y el tiempo hacen con nuestras vidas. Darnos esos momentos humanos. Así también se reagrupa la tierra. Así se escribe o se describe este lugar.