Confesiones de un ventrílocuo
Entrevista con Gonzalo Suárez
Fotografía Miguel Balbuena
En Ditirambo bate a Rocabruno –el título se lo sugirió el encabezado de una crónica hípica en un diario deportivo–, el prolífico y versátil Gonzalo Suárez confesaba: «Todos los escritores somos un poco ventrílocuos», afirmación que, desde luego, bien puede extenderse a los cineastas. Ventrílocuo, no solo por la ilusión entusiasmante de hablar otros por boca de uno, sino por lo ocurrente de las frases que a menudo formulan sus personajes. Pocas cosas resultan tan sencillas como entrevistarle; la elocuencia no es la menor de sus virtudes. Y, así, animosamente repasamos esa «obra resbaladiza y casi inasible» –como la describió Julio Cortázar en cierta ocasión– suya hacia la que nos lanzamos en tromba. Como en sus películas y sus libros, los lectores encontrarán en la siguiente conversación la satisfacción inacabable del relato contado.
El Círculo de Bellas Artes acaba de concederte su Medalla de Oro. Un reconocimiento a toda tu carrera, como cineasta y escritor, o viceversa, como prefieras. Es inevitable que, ante este tipo de homenajes, uno eche la vista atrás. ¿Te asusta mirar hacia atrás? ¿Temes convertirte en estatua de sal?
Yo creía que íbamos a hablar del futuro. Mirar para atrás da vértigo, ya se encarga el pasado de ponerse siempre delante para ver si tropiezas y te alcanza. Desde esa perspectiva, el premio del Círculo de Bellas Artes puede considerarse un glorioso tropiezo que me hace más difícil soslayar el pasado y a tantos ilustres antecesores. En el cine y la literatura, o viceversa. Viceversa es una de mis palabras preferidas. La utilizo siempre que puedo, aunque no venga cuento. Así que prosigamos, o viceversa. Uno de los aspectos que me ha encantado de este premio del Círculo de Bellas Artes es que parecía una reunión de amigos, sin alfombras rojas ni todo lo que rodea esos premios como los Oscars, que poco tienen que ver con el cine ni, por supuesto, con la literatura.
Un viejo empeño tuyo ha sido esa búsqueda simbiótica entre el cine y la literatura.
La literatura es la génesis de todo. El cine vino después. Mucho después y de repente. Nunca había pensado en hacer cine hasta que, de pronto, a los treinta y tres años, la literatura me hizo añorar la acción que conlleva rodar una película. El cine siempre me ha provocado un sentimiento de aventura. Con el cine, uno tiene más la sensación de verse involucrado en una aventura tangible, de ver los propios sueños proyectados fuera de sí. Es un ejercicio más liberador que el hecho de estar sentado ante un teclado sin ser pianista. Pero el cine no se ha emancipado de la literatura, ni tiene por qué. Mientras cuente una historia con actores parlantes seguirá dependiendo de la literatura, aunque se llame guion, y del teatro, aunque los actores vayan a caballo. Y de otras artes como la música o la pintura, aunque la llamen música de fondo o penalicen la belleza de las imágenes, como si la belleza restara realidad. Desde los inicios quise hacer un cine que fuera una confluencia de diferentes artes. Pero el cine no ha ido precisamente por ahí. Me equivoqué. De hecho, el cine de autor está en desuso. Con razón. Muchos hacían cine de autor sin autor, como si fuera un género y eso, unido a la incultura creciente, dio al traste con todo lo que no fuera dirigido a un público gregario cuando no vulgar. Yo ruedo para las personas. Persona a persona. Ahora el éxito de las películas solo se mide en la taquilla o, lo que resulta todavía más revelador, en los índices de audiencia de las televisiones. Hubo un tiempo en que eso no era solo así. Claro que no existía la televisión ni las redes sociales donde quedamos enredados como sardinas que luego venden en el mercado. Pero no me gusta oírme decir estas cosas, además de obvias, parezco un agorero. En el fondo, creo que no hay mal que por bien no venga y, en cierta manera, uno goza de mayor impunidad a la hora de intentar hacer lo que quiere hacer, si de verdad se obstina en hacerlo, aunque no lo consiga. Lo que importa es tener siempre un proyecto.
Esa era, precisamente, la intención de tus famosas «películas de hierro». Un intento revolucionario contra un tipo de cine español dominante en aquel momento.
Sí, algo así. No tanto contra el cine español, sino para emanciparme de un contexto con el que no me sentía identificado. Una cuestión de libertad. Como los pintores impresionistas en los que la pincelada predomina sobre la temática y salían a pintar con el lienzo bajo el brazo todos los días, aunque en vida no vendieran ni un cuadro. Por otro lado, el cine americano de míticos actores y grandes medios no está al alcance de una precaria industria como la española. Tampoco me gustó Hollywood cuando estuve escribiendo el guion de mi novela Doble Dos con Sam Peckinpah en los estudios de la Metro-Goldwyn-Mayer. Recuerdo haber vivido momentos exaltantes. Pero, en general, no me gusta el entorno que se crea alrededor del cine, ni del fútbol, ni del arte. Con películas como El extraño caso del doctor Fausto (1969) y Aoom (1970) quise cambiar el cine, lo confieso. Un empeño ridículo destinado al fracaso. Pero, ¿qué revolución no lo es? Lo de las «Diez películas de hierro» fue un eslogan que tuvo mucho éxito en su día y suscitó entusiasmos y también burlas. Algunos solían llamarlas películas «de plomo», pero despertaban una pasión que ahora no se da ni en el cine ni en el teatro. El público ya no patea ni abuchea. Se han convertido en sumisos consumidores…
¿Es equiparable el entorno del cine o del arte en general con el del fútbol, como acabas de insinuar?
Antes he hablado de la influencia que sobre mí tuvo el impresionismo y el expresionismo, pero también debería mencionar el fútbol. Hay un libro donde se dedica un capítulo a mis conversaciones con Chillida sobre fútbol y, ¡cómo no!, los sacrosantos espacios. Solo en un espacio vacío puede suceder algo. O nada. Sea como sea, ese es el punto cero de toda creación, por insignificante y superflua que sea. En los informes tácticos que hacía para el Inter de Milán de Helenio Herrera, lo importante era saber qué pasaba donde no estaba el balón, precisamente lo que ningún espectador veía, allí donde se creaban espacios vacíos. Por cierto, a Helenio también le debo la denominación de las diez de hierro. En un momento determinado, el equipo tenía que afrontar, en diez días, a los rivales más complicados y lo enunció como «los diez días de hierro». Aquello tenía cierta épica, irrisoria pero estimulante. Lo adopté. Un empeño que tenía algo de rebelión personal ante la fría acogida que había tenido Ditirambo (1969). He hecho más de veinte películas, y sigo intentándolo. Me hace gracia verme peleando con la misma obtusa obcecación.
Revistas como Film Ideal y, sobre todo, Nuestro Cine se agarraron a ti y a otros cineastas jóvenes como Regueiro, Martín Patino, etc. para empezar a hablar del «nuevo cine español», determinante de cara al surgimiento de un cine de autor en nuestro país y sin el cual es impensable concebir a una serie de cineastas españoles contemporáneos.
Pero, a diferencia de «la escuela de Barcelona», de la que también fui uno de los principales iniciadores, en mi caso siempre se trató de un intento personal con el que pretendía avanzar en solitario, sin el condicionamiento del grupo. Como había hecho con mis primeros libros y sigo haciendo con el último libro, que estoy escribiendo, o con mi nueva película.
Sé que Ditirambo, tu primer largometraje, la mostraste en París a algunos redactores de Cahiers du cinéma, en casa del actor Maurice Ronet, y que gustó bastante, ¿no es así?
Hubo una presentación privada en un cine de París que organizó Victor Kerdonkuff, representante de mi amigo Maurice Ronet, y gustó a un crítico importante de cuyo nombre no me acuerdo. Pero donde la vieron los de Cahiers fue en Ribas de Freser, en un pase que propició mi también amigo el pintor Modest Cuixart y no creo que los chicos de Cahiers entendieran nada. Es verdad que la película cobró cierto prestigio. Eso es cierto, pero me estropearon la copia, que tanto costaba revelar. Estos chicos eran un enjambre de abejas zumbonas en torno a Godard. El más inteligente era André Labarthe, que acaba de morir, y uno de los que menos Jean-André Fieschi. Todos adoraban a Godard y estaban enamorados de John Wayne. Con excepciones, claro está, como François Truffaut, por ejemplo y algún otro que también sobrevivió al grupo.
Ese intento, digamos, de transgresión de tus películas estaba ya en tus libros, que se oponían al realismo de la literatura española de la época. ¿No era un poco su corazón mismo?
Estaban fuera de contexto. Era paradójico. Había leído tanto de niño en la biblioteca de mi padre, que lo que quería era reconvertir la literatura en una acción. Algo que ocurría porque se me ocurría. En todos los animales mamíferos es muy importante el juego como aprendizaje. Pero, ¿qué pasa si juegas donde nadie te espera? Lo llamé acción-ficción. Iba al encuentro de algo que desconocía, fuera del marco temático. Yo hago mía esa frase de Chesterton que aparece en la escena de Epílogo (1984) en la que Paco Rabal y Pepe Sacristán discuten bajo la lluvia: «La literatura es un lujo y la ficción una necesidad.» Necesitamos encontrar una alternativa a la realidad que nos lleve a descubrir la realidad desde la ficción. Pero no imitándola. Recrear la realidad es falsificarla, es el arte de los taxidermistas o eso de la flor de porcelana que nos gusta porque parece de verdad y la flor de verdad que nos gusta porque parece de porcelana. Creo que en todo lo que he escrito o filmado subyace un carácter ontológico, se encuentra el ojo que es ojo porque nos ve, no porque nos mira, al decir de Machado. Además ese el verdadero nexo entre mis libros y mis películas.
Retomando tu carrera, después de esos fracasos de las primeras películas de hierro, aceptas algunos encargos con actores de moda –Ana Belén y Víctor Manuel en Morbo (1970) y Al diablo con amor (1972) o Carmen Sevilla en La loba y la paloma (1973) y Beatriz (1976)– y, tengo la sensación, de que Reina Zanahoria (1977) resulta una película fundamental, una especie de renacer cinematográfico con la que retomas esa senda de revolución personal de la que hablabas. ¿Lo ves así?
No, no fue así. Pero me aburriría mucho y aburriría aún más dilucidar esta cuestión. Mi transición de la vanguardia a la ortodoxia del cine español fue La Regenta (1974), de Emiliano Piedra, que, paradójicamente, me permitió trabajar con grandes actores ingleses como Keith Baxter, el príncipe de Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, 1965) de Welles, o Nigel Davenport y con un productor apasionado como el propio Emiliano Piedra. En La loba y la paloma, trabajé con Donald Pleasance y Michael Dunn y dista de ser una película de encargo. Peckinpah y yo pergeñamos el argumento y Juan Cueto colaboró en el guion definitivo. También Morbo fue iniciativa mía. Y ni Víctor ni Ana eran, entonces, actores de moda. Lo único que puedo reprocharme es que las tres películas fueran un éxito. Y eso, en su día, las hacía sospechosas. Y olvidas Parranda (1977), que es una de mis mejores películas. Al tono costumbrista de la novela de Blanco Amor yo le incrusté cosas que no estaban, como un relato de Maupassant, para tener un contrapunto de humor en la película. Porque nunca me ha gustado el naturalismo. Y quiero, además, reivindicar Al diablo con amor, una comedia musical poética, libre y salvaje en plena naturaleza. Aparte del guion y la realización, las letras de las canciones son mías. La tienen secuestrada no sé dónde ni por qué, eso lo considero un atentado más contra los derechos de autor. Esa película era como Aoom que recientemente han descubierto en Rotterdam y en Melbourne, y en la Casa Encendida de Madrid. Así que las «Diez de hierro» siguen vivas y, por si acaso, acabo de terminar una película con Pablo Auladell, un extraordinario dibujante de cómics. Se trata de un experimento que bien podría considerarse la continuidad de las Diez, aunque ya haya hecho más de veinte. Reina Zanahoria es un gran divertimento sofisticado que también gozó de la incomprensión de un público acostumbrado a otro tipo de comedias. Por ejemplo, cuando presenté Remando al viento (1988) en Johannesburgo resulta que se me acercaron unas españolas que habían ido a verla, y me dijeron: «A nosotras esto no nos gusta. Lo que nos gusta es lo nuestro. ¿No ha hecho ninguna de Gracita Morales?». Con Reina Zanahoria disfruté de pleno. Me divertí con Carlos Suárez, mi hermano y operador de cámara, casi tanto como cuando hicimos el cortometraje Ditirambo vela por nosotros (1963), mi primera aventura en el cine.
Reina Zanahoria era una propuesta muy arriesgada, una mezcla de géneros entre el slapstick, el cine de autor, las películas de espías… Y con un sentido del humor muy particular, un poco hermético, casi del absurdo.
Requería cierta inocencia de parte del espectador y, sobre todo, sentido del humor. Pero nunca pensé que fuera una propuesta arriesgada, ¡es tan divertida! Tenía, y tengo, tantas ganas de comedia…
¿Ves tus películas o eres de esos cineastas que se niegan a volver a verlas?
Una de las cosas por las que me desalienta volver a ver mis películas es por el tiempo que uno ha dedicado a hacerlas, desechando tomas, buscando una iluminación determinada, un encuadre preciso y luego resulta que las pasan por televisión sin respetar el formato y que, a veces, las ediciones en DVD parecen sacadas de VHS y las proyecciones en salas te daban horribles sorpresas. En una ocasión, en un pase de Remando al viento, la película se veía oscura. Subí a decírselo al proyeccionista y me contestó: «No, es que es así. Así lo quiso el director». Me abstuve de decirle que el director era yo.
Hay un no-sé-qué de rama fuerte en un grupo de tus películas –las primeras de hierro, Parranda, Reina Zanahoria, Epílogo, Remando al viento, Don Juan en los infiernos (1991)– que conforman un corpus muy reconocible. ¿Qué te parece?
Me parece que otro tanto se puede decir de los libros. Desde Trece veces trece, en los años sesenta, hasta El síndrome de Albatros o Con el cielo a cuestas, pasando por Doble Dos o Ciudadano Sade. Son muy diferentes pero hay un fluido que los une. Puede que se llame estilo. Con las películas pasa otro tanto. Incluso en aquellas que casi has olvidado resurgen en la memoria como fantasmas que compartieran la misma sábana. Y luego está el fenómeno de Remando al viento. No necesitas recordarla porque casi todos los días, no exagero, alguien me la recuerda como si, treinta años después, la acabara de ver. Es un fenómeno curioso que me excede y que no sé cómo explicar. Hubo una puñetera bruja, en Roma, a la que fui a consultar un asunto de mi madre que creía en eso. Me dijo, nada más verme, que yo era director, y que era muy buen director, cosas que yo ya sospechaba (risas). Y me dijo también: «Usted va a hacer una película que va a ser muy famosa». Y eso me fastidió. ¿Cómo que voy a hacer una buena película?, me dije, ¡voy a hacer muchas! (Risas). Creo que Remando al viento era aquella película de la que habló la bruja romana. Es un producto de mi imaginación pero diríase que es ella la que me imagina a mí.
Ese es precisamente el conflicto de Mary Shelley en la película…
Para la película utilicé la documentación que me iban pasando Hélène, mi mujer, y Antonio Saura hijo. Conforme la recibía, de una forma muy espontánea, dejándome llevar por un impulso visionario y dictando a Cristina Marsillach como si alguien me dictara a mí, escribí la película abducido por el espíritu de Mary Shelley. De ella trataba la película. Aunque, luego, el público optara por el Byron de Hugh Grant y muchas mujeres prefirieran identificarse con las neuróticas Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) de Almodóvar, en lugar de reconocerse en una mujer extraordinaria como Mary Shelley. Creo que la película es visionaria. Dejando de lado lo que realmente pasara allí –que probablemente nos resultaría muy decepcionante–, la historia de esos veraneantes aburridos, seguro, la historia me permitió a mí crear un mito nuevo, propio. También se consideró una película sobre el romanticismo, cosa cierta, pero la clave reside en su carácter ontológico y su inmersión en un auténtico proceso de creación. Una aventura que reemprendí en Don Juan en los infiernos…
Sí, ambas son sublimaciones de un mundo mítico. Pero, mientras que en Remando al viento tu relato no abandonaba el contexto en el que deambularon históricamente los personajes, en el caso de Don Juan en los infiernos abrías a Don Juan, más allá de su propio mito, a otras coordenadas: Patinir y El Bosco, la pintura flamenca, etc. Un poco como en el Casanova (1976) de Fellini.
Claro que el final sugiere a Patinir, pero nada debo al Casanova de Fellini, sino al Don Juan de Molière. Pero esos aspectos serían lo que se ha dado en llamar crítica fluvial y Don Juan en los infiernos ha suscitado también otra clase de apreciaciones. A mí me gusta recordarla como la hice y la vieron en su día y no pocos la vuelven a ver. Es una versión del mito diferente a todas. Es una de mis raras películas en la que tenía el final prefigurado de antemano. Generalmente son las historias las que me conducen a sus finales. Y, sin embargo, ese final de la laguna Estigia lo veía desde el principio. Es uno de los fragmentos de mis películas que conservo intacto en la memoria. El lago de Sanabria se portó muy bien. Hizo todo lo que sabía. Yo también.
¿No es el cine un poco un asunto de fantasmas?
Por supuesto, ¿no somos tú y yo los fantasmas que hicimos esta entrevista? Eso ya lo decía Joyce, que un fantasma era alguien que había cambiado simplemente de costumbres, de lugar… o de sombrero, añadiría yo. El cine, al verlo, resulta uno de los tributos inconscientes más claros a la muerte: a pesar de que los actores a los que estemos viendo sigan aún vivos, siempre lo que vemos son fantasmas... Pues bien, el cine es un fantasma de fantasmas. Sin el soporte literario sería solo un fuego fatuo.
© Rubín de Celis, 2018. CC BY-NC-SA
02.11.17
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