Federico Fellini
La realidad como engorro
Imágenes © Vegap, 2017
Dado su gusto por vapulear la realidad en sus películas, sorprende recordar que Federico Fellini aprendió el oficio con los padres del neorrealismo: suyos fueron los guiones de dos monumentos rossellinianos al cine realista: Roma, ciudad abierta (1945) y Paisà (1946). La realidad pura y dura le traía un poco sin cuidado a Fellini, uno de esos raros casos de italiano al que le aburre mortalmente discutir de política. Lo suyo era, en definitiva, otra cosa: el neorrealismo no acababa de morir, la posmodernidad no acababa de nacer… y entre medias llegó Fellini, rodó Ocho y medio (1963) y abrazó el esoterismo, la terapia y el LSD. Literalmente.
La realidad era para Fellini un engorro repleto de límites, la fantasía era mucho más de fiar, de ahí las fabulaciones que encontramos en sus entrevistas. Si alguien le preguntaba por la realidad en serio, corría el riesgo de publicar cualquier disparate: Fellini tendía a exagerar o a inventar su propia trayectoria. Esa fuga constante de la realidad era parte de su personaje.
Ocho y medio, la película de culto definitiva de los fellinianos, se presentaba con una sinopsis aparentemente normal: «Después de obtener un éxito rotundo, un director de cine atraviesa una crisis de creatividad e intenta inútilmente hacer una nueva película. En este contexto, empieza a pasar revista a los hechos más importantes de su vida y a recordar a todas las mujeres a las que ha amado». Pero la normalidad se acababa ahí. La película era un ejercicio de estilo en el que Fellini deconstruía la realidad a su antojo: un poco de realismo por aquí, un mucho de sueños por allá, un porrón de visiones y la deriva personal y creativa de su protagonista, Marcello Mastroniani, como álter ego de Fellini.
Dos años después de entusiasmar a la crítica con Ocho y medio, Fellini exacerbó sus obsesiones en la (ni de lejos tan celebrada) Giulietta de los espíritus (1965). Sinopsis: «El ama de casa Giulietta (Giulietta Masina), que sospecha que su marido es infiel, acude a sesiones de espiritismo buscando una señal que le haga reconocer que aún siente cariño por él y que puede recuperarlo». Pero lo que Berlanga y Azcona hubieran convertido en una película sobre la picaresca, Fellini lo convirtió en una reflexión espiritual: sueños, espiritistas, derivas absurdas por las calles de Roma… El Fellini de esa época dinamitó el legado del neorrealismo. Es una cuestión cinematográfica, sí, pero también una cuestión (muy) personal. Esta es su historia.
El mago
No es que Fellini renunciara esos años a hacer trabajo de campo sobre la realidad, es que su trabajo de campo era un tanto peculiar: visitar a ilusionistas, brujos y magos. El cineasta estaba obsesionado con el prestidigitador Gustavo Adolfo Rol; veía paralelismos entre el arte de Rol y el suyo (la magia del cine), asistía a sus funciones una y otra vez en busca de inspiración. Lo cuenta Tullio Kezich en Fellini, biografía de referencia sobre el cineasta:
«Rol es el mago de confianza de Federico», escribe Kezich, y ese «de confianza» hay que entenderlo en toda su extensión: Fellini le pedía consejo para sus películas. Poca broma con las aficiones esotéricas del cineasta en la primera mitad de los sesenta: sus allegados artísticos empezaron a hartarse de lo que consideraban un cúmulo de extravagancias espirituales. Según Kezich, «uno de los factores que en ese periodo contribuyen a aislar a Fellini de sus colaboradores habituales es su vivo interés por lo sobrenatural, tema del que habla en varias entrevistas: ‘Yo creo en todo’… ‘mi capacidad de asombro no tiene límites’. En esa misma entrevista comenta su tendencia, que ya de niño tenía, a ‘maravillarse ante ciertos aspectos mágicos de la realidad’, y la pone en relación con su trabajo: ‘El cine es un arte particularmente apto para penetrar la realidad común y corriente y remitir a otra, metafísica e intransferible’».
Un poco más allá de los magos, estaban los videntes, a los que Fellini también visitaba a menudo, como a Pasqualina Pezzolla, «una vidente de Porto Civitanova Marche en torno a cuyo chalé se había creado un fenómeno tipo Lourdes… La mujer recibía a la gente en una salita repleta de imágenes sagradas, sentada a una mesa sobre la que había unas cuantas cajas de yeso de colores; medio en trance, protegiéndose los ojos como de una intensa luz y posando las manos sobre el cuerpo del visitante, captaba señales y emociones que a continuación trataba de reproducir con enigmáticos dibujos», cuenta el biógrafo.
La droga
Pero no se vayan todavía, porque aún hay más: ¿por qué dejar que otros burlaran la realidad por él cuando podía ingerir una sustancia que pusiera su psique en órbita sin necesidad de ir a una función de magia o a una adivina? Era la hora del LSD. Fellini quería ver con sus propios ojos cómo esa construcción cultural llamada «la realidad» se plegaba a su antojo. Los locos años sesenta nunca defraudan.
A mediados de los cincuenta, en la época en que rodó La strada (1954), Fellini visitaba regularmente la consulta del psicoanalista Emilio Servadio. Años después, Servadio le animó a que experimentara con LSD 25 –versión sintética de los hongos mexicanos– en un entorno clínico. Es decir, no se trataba de tomarse un tripi, salir a la calle y acabar a cuatro patas en la Fontana de Trevi, cual parodia de La dolce vita (1960), sino de un experimento médico controlado de esa droga a menudo incontrolable conocida como ácido.
La de Fellini fue una toma de LSD con tanta presencia de hombres con bata blanca que aquello parecía un congreso mundial de medicina: un psicólogo, un químico, un cardiólogo, dos enfermeros y, ojo al dato, un taquígrafo fueron testigos de cómo la madre de todos los cineastas italianos ingería un ácido. Según Fellini «todo se desarrolló con gran secreto», un 25 de junio de 1964, aunque viendo la cantidad de testigos uno no puede evitar pensar que Fellini convertía todo lo que tocaba en un circo de tres pistas. Según cuenta Kezich:
Sí, nadie dijo que reventar la realidad en tu propia cabeza fuera algo fácil… Pero aunque el cineasta fracasó en cierto modo en su intento de domar y sacar partido creativo al LSD, lo que siempre tuvo claro es que nunca había que dejar que la realidad estropeara una buena historia, así que su relato posterior de su experimento con la droga psicodélica tendería a la fabulación.
El psicoanalista
Una de las figuras claves de la fijación de Fellini con la parte oculta de la mente fue el doctor berlinés Ernest Bernhard, con una de esas biografías azarosas típicas de la primera mitad del siglo XX: tras estudiar psicoanálisis en Berlín y perfeccionarse en la escuela de Carl Gustav Jung en Zúrich, abandonó la sombría Alemania de 1936 para afincarse en Roma (que tampoco era precisamente una bicoca en esos años).
Psicoanalista y judío, Bernhard no lo pasará bien en Italia durante la II Guerra Mundial: primero estuvo confinado en un campo de concentración en Calabria y, más tarde, oculto en un piso romano cercano a su domicilio. A pesar de vivir todo tipo de horrorosas penalidades realistas durante la guerra, o quizá por todo ello, Bernhard profundizó esos años sus estudios sobre la relación entre la psique y los sueños, con un libro de cabecera siempre a mano: el I Ching, texto chino escrito hacia el año 1200 a. C. «Para él los sueños son tanto o más importantes que los pensamientos en estado de vigilia: los sueños y su comentario son la base de todas las reflexiones que un hombre puede y debe hacer sobre sí mismo. Movido por una curiosidad que no desdeña lo oculto, el berlinés utiliza el I Ching como libro oracular y hace frecuentes incursiones en el terreno del esoterismo y la magia», según Kezich.
Bernhard, que apostó por un psicoanálisis como charla «cordial» o por una terapia disfrazada de coloquio, se convirtió en el terapeuta jungiano de Fellini. «Creatividad y juego van a la par», dejó escrito Jung, cuyo discípulo intuye enseguida cómo tratar al insólito tipo psicológico [Fellini] que tiene delante. «Federico no tarda en percatarse de lo estimulante y benéfica que es su influencia», en palabras de Kezich. Es decir, que lo de Fellini y Bernhard fue amor a primera vista: Fellini le visitaría tres veces a la semana durante cuatro años.
El director italiano se implicó tanto en la terapia que acabó visitando «la torre de Jung» junto al lago de Zúrich, donde un sobrino de Jung le mostró el «cuarto de juegos lleno de pinturas y recuerdos que ayuda a Federico a conocer mejor la personalidad del maestro y a descubrir no pocas afinidades selectivas». El director también tendrá siempre a mano un ejemplar de un clásico semiautobiográfico de Jung: Recuerdos, sueños y pensamientos. Podría decirse que Fellini era propenso a dejarse llevar por las exploraciones mentales jungianas. Según Kezich,
En efecto, una cosa es el psicoanálisis y otra el espiritismo, pero el hecho es que para entonces Fellini ya iba cuesta abajo y sin frenos por los caminos que le alejaban de la plana realidad. «Federico aprende a mantenerse firme frente a las manifestaciones extransensoriales, a utilizar el I Ching y, sobre todo, a memorizar, describir e ilustrar sus sueños siguiendo las recomendaciones de Berhard. La labor de Fellini en la primera mitad de los sesenta se desarrolla bajo este influjo cultural, que tiene fuertes connotaciones personales», razona Kezich. Según Aldo Carotenuto, autor de Jung y la cultura italiana, Bernhard es para Fellini «el padre verdadero».
En 1964 el director declaró:
Kezich ve en esta aclaración de Fellini una metáfora redonda sobre su rol como gran ilusionista cinematográfico: «Este pragmatismo es propio del espíritu del cine, que consiste en un sueño, sí, pero con los ojos bien abiertos y una minuciosa elaboración, y en el cual realidad e ilusión, existencia y representación, vida y fantasía corren siempre parejas. Para el que hace cine, soñar es siempre una actividad provechosa».
Bernhard murió mientras Fellini rodaba Giulieta de los espíritus. Su sombra es más que alargada en El libro de los sueños, elaborado a partir de 1960 y durante años por el director a base de dibujos y relatos de sus sueños y fuente de inspiración constante para sus trabajos. El libro incluye entradas como las siguientes:
– Diciembre de 1974. En vuelo en una barquilla sin globo en compañía de Pablo VI tocado con el camauro. Abajo está la playa de Rímini, repleta. De pronto aparece una mujerona en traje de baño y el pontífice comenta que es la «Gran Fabricante disipadora de nubes».
– 13 de mayo de 1975. Mutilado de piernas, en un carrito, se pregunta Federico: «¿Dónde voy yo en este estado?».
¿Dónde iba Federico en ese estado? Hacia el neorrealismo no, desde luego. Como zanja Zezich:
© Carlos Prieto, 2018. CC BY-NC-SA
10.10.17 > 21.01.18
COMISARIO GIANFRANCO ANGELUCCI
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