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¿Culpables de ser inocentes? Abstracción, dictadura y democracia

Manuel Fontán del Junco
El entonces ministro de Información y Turismo Manuel Fraga admirando una obra de Tàpies en la inauguración del Parador de Aiguablava (1966), Archivo de Paradores de Turismo

Manuel Fontán del Junco, director de Museos y Exposiciones de la Fundación Juan March, del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca y del Museu Fundación Juan March de Palma, reelabora en este texto la conferencia que pronunció en torno al papel de los artistas españoles durante la dictadura de Franco, arrojando nueva luz sobre conceptos tan manidos como el de artista comprometido.

«[…] I have no claim to speak as an expert in any of the studies involved, and merely put forward the reflections which have arisen in my own mind and have seemed to me (perhaps wrongly) to be helpful. They are all submitted to the correction of wiser heads».

C. S. Lewis, The World’s Last Night (1952)

Las ideas que plantea este texto, que proviene de una conferencia pronunciada bajo el mismo título en el CBA el pasado marzo, están aún en estado de larva, entre la intuición y la tesis beligerante; ya veremos si de la larva acaba saliendo un organismo argumental sano o una especie sin capacidad de engendrar y multiplicarse. Esto, en cualquier caso, han de juzgarlo sus lectores y quienes más saben.

La conferencia debía ocuparse, a petición de sus organizadores, de las relaciones entre el arte y la política, en general y en el caso de la España de la dictadura y la transición a la democracia, en el contexto de la exposición Antonio Saura: Mentira y sueño de Franco. Hablar sobre las relaciones entre arte y política en nuestro contexto significa hablar de España entre 1936 y hoy; es decir, de la preguerra y la Guerra Civil, la posguerra, la subsiguiente dictadura militar (con su falta de libertades, censura y autocensura), la transición democrática desde 1975 y también su reciente revisionismo –el debate en torno a la llamada «CT» (la «cultura de la Transición») o lo que Jordi Costa ha llamado «el gusto socialdemócrata», el imperante, según él, en la cultura española de los últimos treinta años–.

Por su parte, la exposición presentaba –decía su texto introductorio– «por vez primera cuarenta y un dibujos centrados en la figura del general Franco y en la Guerra Civil española. Concebidos entre 1958 y 1962, nunca han sido presentados como un único conjunto. Por motivos obvios, el artista nunca pudo ver estas obras expuestas». Los de Mentira y sueño de Franco –seguía diciendo ese texto, que parafrasea la nota del editor del catálogo–, son dibujos «[…] que Saura decidió no divulgar en vida. Dibujos simplemente "satíricos", según él; dibujos que atacan, pues, y se burlan, a veces ferozmente, de la persona del general Franco, de su régimen y de la Iglesia católica».

Del texto del propio Saura publicado en el catálogo sabemos que se publicó en 2009 en el volumen Saura por sí mismo, pero desconocemos la fecha en la que lo escribió. En todo caso, dice así:

Estas series de dibujos satíricos parecen contradecir mi convicción, sin duda por tratarse, en mi trabajo, precisamente de una actitud paralela, en cierto modo marginal; de la crítica de una situación específica, es decir, de un arte contra y no pro. El franquismo fue ciertamente un fenómeno monstruoso que era preciso combatir –yo lo hice en la medida de mis posibilidades, casi siempre al margen de mi pintura–mientras que el arte, al menos para mí, consiste precisamente en la plasmación de lo fenomenológico-intemporal mediante una técnica subjetiva que atañe por igual plasticidad y fantasma, es decir, en la aparición de una belleza monstruosa y fatal bien alejada de todo condicionamiento circunstancial.

Mis cursivas marcan lo que percibo como una cierta incomodidad de quien escribe. ¿Qué es lo que le produce incomodidad a Saura cuando viene a decir que, en lo que toca a la resistencia política al franquismo, hizo lo que pudo, y casi siempre al margen de su pintura? Lo que podía hacer en términos de combate político público no ya Antonio Saura, sino cualquiera que viviera en España durante la dictadura, no era mucho, claro. Con todo, creo que esta incomodidad de Saura no solo se debe a que, según él y contra su norma, mezclara en este caso crítica política con práctica artística (esta, por otra parte, no está precisamente carente de caricaturas y dibujos grotescos); también parece plausible pensar que Saura tampoco se siente cómodo con el hecho de que esos dibujos de fuerte carga política permanecieran en el ámbito privado. «Esta serie de dibujos –escribe Olivier Weber-Caflish en la nota del editor citada, después de mencionar Sueño y mentira de Franco, de Picasso– se inscribe en la estela de Los desastres de la guerra de Goya y abunda en la nutrida producción de obras sobre papel que Saura consagró a la guerra y a las calamidades que engendra».

Vista de la sala grande del Museo de Arte Abstracto Español. A la derecha Brigitte Bardot (1959), de Antonio Saura. Archivo Fundación Juan March. Foto: Dolores Iglesias

Así es, sin duda, pero hay una diferencia: Goya y Picasso (uno en España y otro desde París) hicieron públicas sus obras; Saura no. Por eso, aunque el texto de la presentación que he mencionado asevera que, «por motivos obvios», el artista «nunca pudo ver sus obras expuestas», podría decir igualmente –y no sería injusto– que «el artista nunca quiso ver estas obras expuestas» y no solo porque mezclaran lo político con lo artístico, sino porque constituyen un ataque político directo cuya publicación en 1962 hubiera tenido como efecto, por lo menos, que Antonio Saura se hubiera debido marchar del país en el que siguió viviendo hasta su muerte en 1998.

Este tipo de incomodidad política no afecta solo a Saura, cuyas convicciones de izquierda eran, por otra parte, conocidas. Es típica del artista abstracto en tiempos revueltos, del artista cuya obra no es ni inmediata ni directamente política. El de Saura no es, por tanto, un caso aislado, y de esa cierta «incomodidad política» más o menos generalizada y de la responsabilidad que le es aneja –y de cómo ha afectado, a mi juicio, al modo habitual de historiar la abstracción y el informalismo durante la dictadura franquista– quisiera ocuparme a continuación.

Adelantaré ya la idea que ocupa el centro de estas reflexiones: que, en la ecuación entre arte y política habitualmente empleada por la crítica y la historiografía al uso sobre nuestro asunto, el término política se ha entendido casi siempre y casi exclusivamente de modo unidimensional. Política significa en esas historias siempre y solo compromiso político, adscripción partidista, activismo, agit-prop, conciencia comprometida ideológicamente, toma de postura –la conciencia y la actividad política son en esos relatos, en suma, lo que encaja en la dialéctica «amigo-enemigo», que es según Carl Schmitt la esencia de la política–. No hay en esas historias al uso apenas espacio para otros significados de la práctica y la responsabilidad políticas.

Si tengo razón en esto, ello explicaría –y llego a mi título– cómo de esa forma de narrar se han derivado para algunos artistas de las décadas de los cincuenta a finales de los setenta en España ciertas asignaciones de culpabilidad por omisión política (explícitas e implícitas) que perduran hasta hoy e impiden el prestigio también político con el que esos artistas deberían contar –y del que no disfrutan–.

A mi juicio, en fin, la narrativa habitual de cómo se articularon en España el arte
–especialmente el abstracto– y la política gubernamental desde el final de la Guerra Civil hasta la llegada de la democracia adolece de una especie de carencia interpretativa. Esa falta impregna incluso las monumentales revisiones históricas emprendidas por diversos historiadores y colectivos de historiadores durante los últimos quince años, lastra casi sin excepción a todas ellas (por lo demás admirables) y ha producido una especie de ángulo muerto. Un punto ciego.

Pero, antes de rastrear las causas de esa carencia, de identificar ese punto ciego y de ejemplificarlo con el caso quizá más flagrante de realidad durmiente en ese ángulo muerto de la historia reciente, ¿qué significa «culpables de ser inocentes»? El oxímoron lo usó Harold Rosenberg en un artículo en la revista Dissent en 1957, recogido después en su tan citado como escasamente leído The Tradition of the New de 1962 (hay traducción al español, de 1969). Rosenberg se refiere así a lo que podría denominarse «culpabilidad por omisión» y, en concreto, por omisión del compromiso político debido y exigible. Serían culpables de ser inocentes quienes han practicado en un momento histórico dado una especie de cómodo «liberalismo de sofá» («Couch Liberalism and the Guilty Past» es el título de su ensayo); es decir, una posición política descomprometida que acarrearía cierta responsabilidad por omisión y convertiría en culpable el, en apariencia, inocente pasado de su protagonista.

Por supuesto, la culpabilidad más evidente es la que se produce por comisión: si hay testigos o documentos de un hecho, lo que uno hizo está claro; lo que no está tan claro es qué es aquello que uno debió hacer, que incluso le era exigible, pero no hizo. En mi opinión, en el texto citado antes, Antonio Saura no es ajeno a la posibilidad de haber hecho entonces menos de lo que debía («yo lo hice en la medida de mis posibilidades, casi siempre al margen de mi pintura»), porque, en general, toda persona honesta y con claridad de juicio es permeable a esa posibilidad, y a culpabilizarse por ello. Dicho lo cual, ¿se puede decir que en la historia reciente de las relaciones entre el poder político y el arte en nuestro país algunos artistas han sido culpabilizados por su inocencia; es decir, por su aparente inacción política, por la omisión (ya veremos si aparente o real), de sus responsabilidades (o incluso de sus obligaciones) con la libertad, la justicia y la democracia? ¿De sus obligaciones políticas, en suma?

Mi respuesta es que sí. Lo han sido algunos artistas activos desde finales de la década de 1950, y lo han sido hasta hoy. Diría, en general, que los culpabilizados por su inocencia –digámoslo ya: los que carecen del prestigio político del que gozan otros– han sido sobre todo aquellos que practicaban la abstracción y no ejercieron, como artistas, una resistencia antifranquista directa, activa, de partido, ya fuera esta más o menos pública (es decir, ya estuviera su protagonista más o menos dentro o fuera de las fronteras del país) o estuviera más o menos relacionada con su práctica artística. Muchos de ellos –más allá de su mayor o menor valor como artistas– carecen hoy, por esa «culpabilidad», del justo y merecido reconocimiento político y social, el adecuado al sentido histórico y la importancia política que tuvo, y aún tiene, lo que hicieron, que es, al fin y al cabo, lo que concede un lugar a alguien en el relato histórico general, más allá de la mera historia del arte.

Mi tesis es que la historia de esos artistas no se ha contado bien o, al menos, no se ha contado completamente. Que el defecto de perspectiva al que me he referido ha generado un punto ciego sobre algunas decisiones, iniciativas y actos cuya naturaleza fue profundamente política, aunque no fueran directamente reconocibles como tal. Esas iniciativas no obedecieron, como las de muchos otros entonces, a consignas políticas o a disciplina de partido alguno, pero fueron actos con verdadera significación política, ejercidos por algunos artistas que o no tenían una agenda política o, si la tenían, seguían el precepto de Ad Reinhardt: «el arte es el arte, y todo lo demás es todo lo demás».

Desde el déficit hermenéutico que detallaré a continuación, la contribución política y social de esos artistas es casi invisible, aunque hayan sido más o menos valorados en términos exclusivamente formales (lo que, al final, viene a ser lo mismo). Como consecuencia, esos artistas no comparecen como debieran en la historia de las relaciones entre la política y el arte, mientras que la historia ha abierto desmesuradamente los ojos ante otros casos de compromiso político en el arte y en la vida más vinculados a la acción directa, sí, pero mucho menos relevantes e influyentes en la reciente historia española.

«Prohibido pintar bajo multa de…». Aquella vieja frase impresa en paredes y muros para protegerlos era, en la España de Franco, literal. Entonces vigía, por supuesto, una absoluta prohibición de «pintar» en público mensajes políticos directos, ya que estaba prohibido expresarse libremente. Esto llevó al exilio a algunos artistas; otros fueron represaliados o encarcelados. Otros navegaron por esa falta de libertad usando un lenguaje indirecto (según Borges, por cierto, ese es siempre el lenguaje propio del arte). Esa prohibición afectaba sobre todo a aquellos que querían tener con su arte eficacia social y política, e indirecto fue, desde luego, el lenguaje pictórico de los figurativos y social-realistas que se quedaron: en la tradición de Estampa Popular, colectivos como el Equipo Realidad y, en menor medida, los más bien semióticos y políticamente menos agudos como el Equipo Crónica. La prohibición, como es obvio, no afectaba por igual a quienes no usaban un lenguaje icónico directo, semióticamente legible; es decir, a los abstractos. Por otra parte, entre los abstractos hubo, por supuesto, de todo: ninguno ejercía la crítica política directamente con su arte; su adscripción política, desde luego mayoritariamente democrática, era en muchos casos de izquierda y contraria al régimen; en otros, prefirieron ser apolíticos.

En todo caso, también en este campo del arte y la vida se cumplía entonces aquello de que «Spain is different». Efectivamente, convivían bajo el mismo sol una pintura informal y libre y un régimen dictatorial. Todos respiraban un mismo aire, confuso y ambiguo, que lo mismo se puede caracterizar como un ambiente de parasitismo y simbiosis mutuamente productiva entre autoridades políticas, altos funcionarios, galeristas y artistas que como tibieza política por parte de unos y connivencia de facto con el statu quo por la de los otros.

En el interior del país acaso no haya mejor metáfora de esa convivencia (en el exterior lo fueron las Bienales de São Paulo, Venecia y Alejandría y algunas exposiciones míticas de los años sesenta en Nueva York y Londres), que lo que se podría llamar la Gesamtkunstwerk Fraga: el grandioso plan de recuperación de edificios históricos para convertirlos en Paradores Nacionales, en los que el viejo estilo castellano e imperial fue sustituido con gran naturalidad por el arte abstracto, nuevo, moderno e internacional.

En estos últimos quince años prácticamente no ha quedado ningún resquicio por estudiar en lo que toca a esas décadas. Pero la lectura de la extensa bibliografía sobre el arte y sus relaciones con la sociedad en la España desde los años sesenta hasta hoy –incluyendo esa especie de siete sacramentos sobre el arte, la política y la sociedad de la España reciente que son los siete volúmenes del proyecto Desacuerdos y hasta el monumental Arte en España (1939-2015): Ideas, prácticas y políticas, publicado en 2015 por Patricia Mayayo y Jorge Luis Marzo– no despeja, en mi opinión, nuestro punto ciego, ni tratado ni esclarecido.

Sigue habiendo ausencias entre tantas páginas, las de historias que no han sido contadas en clave política y social porque no han sido vistas e interpretadas como lo que fueron: actuaciones políticas con enorme influencia social. No de artistas que usaran su arte como herramienta política, sino de artistas que dejaron el arte a un lado y usaron su libertad y sus posibilidades para hacer política. ¿Qué política? En concreto, esa política que después nos hemos acostumbrado a llamar «política cultural», «política educativa» o incluso «política social». Si hay artistas que hicieron ese tipo de política durante esos años, viven, desde entonces, en una especie de limbo historiográfico sobre el que reinan el desconocimiento y la indiferencia.

Por supuesto, parte de los estudios publicados al respecto constituyen un tipo de investigaciones –el origen de muchas es una tesis doctoral– a las que falta la tradicional habilidad anglosajona para escribir historias como si fueran novelas. Otros adolecen de referencias de comparatismo con el contexto internacional. Es habitual en muchos de ellos, además, el desinterés por lo sucedido en la periferia y fuera de los grandes centros (Madrid o Barcelona). Y, por último, la atención en ellos a la «exportación» internacional del arte abstracto durante el franquismo ha interesado mucho más que el análisis de lo que sucedía en el interior del país, sobre todo si ello sucedía más que a la contra de la cultura oficial del franquismo y sus políticas, al margen de ella.

Esta última es, en mi opinión, una de las motas en el ojo de la historia reciente, porque esa inflacionaria atención al triunfo internacional del formalismo ha distraído al análisis histórico del problema político real, que no era la invisibilidad del arte español en el exterior (con su fascinante baile de connivencias), sino su invisibilidad en el interior; es decir, la ignorancia acerca del arte moderno y contemporáneo por parte de los ciudadanos de nuestro país.

Para solventar este problema sabemos lo que hizo políticamente el régimen: muy poco, casi nada, nada. Pero cabe preguntar: ante el problema de la morrocotuda ignorancia del ciudadano respecto al arte contemporáneo, frente al que el régimen no hizo nada o casi nada, porque no tuvo políticas activas, ¿alguien hizo algo? ¿Hicieron algo críticos, académicos, escritores, historiadores, directores y conservadores de museos? Y en concreto, ¿hicieron algo los artistas (al menos, algunos) para resolverlo? Quiero decir: ¿hicieron algunos de estos últimos algo «en la medida de sus posibilidades», como dice Saura, más allá de su trabajo como artistas, estuviera este politizado o no?

Como la mayor parte de los ciudadanos, muy pocos hicieron algo. Y en parte se entiende: en un contexto de inacción pública por parte de un régimen dictatorial era difícil hacer nada; si se hacía denuncia política directa, cabía esperar la poco bonancible reacción del régimen; y si se hacía por vía indirecta, cabía exponerse a la acusación de colaboracionismo o, al menos, de connivencia con el régimen. O de una indulgencia por parte de este cercana a la complicidad.

La atención desmesurada al contexto internacional y a los centros del país más que a la periferia, por parte de la historiografía, son dos de las causas de la perpetuación de nuestro punto ciego, pero hay una más que es necesario abordar para identificarlo: se trata de una traba metodológica que ha sido superada en otros campos científicos, pero se sigue echando en falta en la historia del arte, también de ese periodo. A saber: la historia del arte y su relación con el resto de la historia se ha contado dando una preponderancia casi total al punto de vista artístico y apenas desde el punto de vista que podríamos llamar «estético». Y su resultado no es nunca una historia de la estética; es decir, de la recepción del arte: es siempre una historia de los artistas, de la producción del arte narrada desde el punto de vista de lo que los artistas hacen y nunca, o casi nunca, desde el punto de vista de lo que el público recibe. Es como si no se hubiera dado eso que en historia de la literatura se llama Rezeptionsästhetik, la «estética de la recepción», que académicos como Wolfgang Iser o Hans-Robert Jauss propusieron hace años desde Alemania para narrar una historia de la literatura no desde el punto de vista de quien la escribía (el autor), sino desde el punto de vista de quien la leía (el lector).

Un joven contempla la escultura El viento (1963), de Martín Chirino, en el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca (c. 1970)

Lo que los artistas hacen lo sabemos a través de estudios, críticas, noticias, catálogos, exposiciones, archivos de galerías y museos; es decir, a través de las terminales del contacto de los artistas con el público. Así las cosas, ¿no deberíamos contar esa historia también desde el punto de vista del público que recibía el trabajo de los artistas? Quizá debamos porque, si no, faltarán en esas historias los dos sujetos políticos que aún no ha sido llamados a declarar conjuntamente en el juicio histórico y, por tanto, se han quedado en un ángulo muerto para la historia: el público del arte bajo las condiciones de un sistema dictatorial y lo que los artistas, más allá de su práctica artística, pudieron hacer (y algunos hicieron y otros no) por ese público.

En casi todos esos libros, el relato de las relaciones entre arte y poder en la España de los años sesenta y setenta se produce como en las novelas de Dostoievski: hay tal cantidad de personajes actuando de manera tan vertiginosa en tantos escenarios que se necesita un índice y un cronograma; hay decenas de bienales de Venecia y São Paulo y una muchedumbre de artistas, galeristas, técnicos de la administración, ensayistas, periodistas, tecnócratas, coleccionistas, directores generales, literatos, críticos, ministros, comisarios, políticos, jerarcas falangistas, socialdemócratas, democristianos, socialcristianos, socialistas, comunistas, anarquistas, sindicalistas, estudiantes, policías, obreros, profesores, semiólogos, altos funcionarios, críticos… ¿Quién falta en esas historias? ¿De quiénes son los intereses que se han menoscabado en este relato? Por supuesto, lo que falta en esta historia es el público, aquel lector de Iser y Jauss, la ciudadanía de entonces. Nosotros, en definitiva.

Dicho de otro modo, el punto ciego de esas historias del arte es el del valor político de lo que hacen los artistas cuando piensan en su público. Por supuesto, cuando los artistas hacen arte no deberían pensar en su público (porque esa es la mejor manera de hacer mal arte). Pero hay otros aspectos de su hacer en los que sí queda patente la responsabilidad política de esos ciudadanos que, además, eran artistas (y viceversa) y a los que, como a todos, afectaba eso que Mijail Bajtín llamó el «no tener coartadas para la existencia», algo que incluye como ingrediente un cierto sentido de la responsabilidad que es –como, según Kant, lo es el entusiasmo– un sentimiento político. Al final, lo importante no es solo lo que los artistas hacen políticamente con su arte o su implicación personal y directa en la política, más allá de su arte (con un compromiso político y una actuación más o menos clandestinos). También lo es que algunos tomaran, más allá de esas dos posibilidades, decisiones de carácter político.

¿Qué decisiones? Tradicionalmente, una de las cosas que con más frecuencia han hecho los artistas cuando no están ocupados en su obra ha sido inventar y fundar espacios distintos y diversos a los existentes, y hay ejemplos históricos de que algunos de esos espacios fueron, concretamente, museos. Y aquí viene al caso mi ejemplo, paradigmático y relacionado, entre otros artistas, con Antonio Saura. Es un ejemplo que en las casi mil páginas de la monumental y fabulosa historia de Patricia Mayayo y Jorge Luis Marzo recibe exactamente un párrafo en una columna de una página (la 172, no exenta, por otra parte, de afirmaciones más que discutibles). Un espacio llamativamente limitado en un proyecto como el de ese libro, que se plantea «[…] abordar […] por supuesto también las propias prácticas de los creadores […], las prácticas que, ocultando en parte su disposición artística, anhelan una directa incidencia política y social y, en general, toda una serie de manifestaciones periféricas, marginales y contrahegemónicas que nos hablan de un panorama mucho más plural y complejo de lo que ha querido reconocerse habitualmente».

Mi ejemplo es el de una iniciativa de artistas que tuvo lugar en uno de los lugares más inesperados para ello: en la periférica, marginal, contrahegemónica y, me atrevo a decir, heterotópica ciudad encantada de Cuenca durante los años sesenta. La creación entonces del Museo de Arte Abstracto Español en 1966, en las casas colgadas de Cuenca, por una serie de artistas es un hecho conocido por muchos; pero, en un sentido preciso –el político–, me parece un caso eminente del punto ciego del que vengo hablando, porque su historia no se ha entendido como lo que fue: un acto de naturaleza política. Porque crear un museo, en los años sesenta en este país, como un espacio de artistas independiente, al margen de la política cultural y las instituciones del franquismo, ¿qué otra cosa es sino una acción política?

Aquel museo se abrió al público en España en un momento en el que, en la mayoría de los países de nuestro entorno, la cultura en general y el arte moderno y contemporáneo en particular formaban parte, con tanto derecho como la sanidad o la educación, de las políticas propias del Estado del bienestar y de los objetivos políticos del sistema de economía social de mercado. A finales de la década de 1960 la cultura ya era una «función pública» en casi toda la Europa libre, pero no en España. La creación de aquel museo se produce aún en una España culturalmente semidesértica en lo que se refiere a la (in)existencia de colecciones, instituciones e infraestructuras dedicadas al arte contemporáneo. Hoy, más de cincuenta años después, intentar imaginarse un país como el de entonces, carente de las instituciones que hoy dedica el Estado a la conservación, el fomento y la difusión del arte, constituye un verdadero ejercicio de «cultura ficción»: todo o casi todo aquello cuya existencia nos parece hoy normal, obvia e irrenunciable, simplemente no existió en España hasta bien entrados los años ochenta y noventa, que es cuando se inicia esa cadena de acontecimientos que todos identificamos como acciones típicamente políticas y que ha hecho que el público de nuestro país ya cuente con las necesarias instituciones que encarnan la «política» cultural y la educativa.

Por supuesto, aquello no fue una acción política contra el régimen –pero tampoco con él–. Se trató de una iniciativa completamente autónoma e independiente. Hace poco le hacían a Nekane Aramburu la siguiente pregunta en una entrevista en un diario nacional: «¿qué deberíamos entender por independiente en el amplio campo de las artes visuales? ¿Todo lo que no es institucional?». Y respondía: «[…] La asamblea de los Encuentros de 1995 llegó a una definición consensuada, útil aún: "es aquella entidad privada autogestionada y autónoma, no dependiente de instituciones y sin fines lucrativos que desarrolla de forma regular programaciones de arte actual que se caracterizan por su espíritu innovador y experimental"». Exactamente eso fue en 1966 el museo creado por Fernando Zóbel, ayudado sobre todo por Gustavo Torner, Gerardo Rueda, Antonio Lorenzo, Eusebio Sempere, Jordi Teixidor y José María Yturralde, entre otros. Además de ser un raro artículo (pero de primera necesidad) cultural para el público de entonces, lo «mágico» de lo que sucedió Cuenca en 1966 consiste en el hecho simple de que quienes hicieron aquel museo fueron… unos artistas. Cuenca ha sido, con diez años de anticipación, una de las primeras iniciativas hoy conocidas como «Artist’s run spaces». El más conocido de todos quizá sea la neoyorquina Printed Matter, solo que en el caso de Cuenca la iniciativa no era una alternativa institucional a la crisis del museo moderno durante los sesenta, sino una respuesta a la inexistencia de cualquier museo.

Cuenca fue un espacio soñado, imaginado, deseado, pensado, fundado, sostenido, financiado, organizado y dirigido por artistas. No por gestores o por políticos, ni por coleccionistas o por historiadores o mecenas o académicos, no. Exclusivamente por artistas que de manera privada, independiente, autónoma, «pintaron» por su cuenta un episodio ineludible para la historia reciente en las paredes, vacías de instituciones, de un país que vivía bajo un régimen militar no democrático. Y en esa misma medida fue el de Cuenca un gesto político, de los que el país no estaba sobrado: el gesto de crear un museo que es una de las cunas de una cierta revolución, la por tantas causas benéfica revolución cultural que este país ha vivido desde su transición democrática. Su historia no es, seguramente, la única de las pequeñas historias que forman parte de la historia reciente del país que aún no se ha contado con exactitud.

Creo que el valor político que tiene lo que los artistas hacen para el público –en este caso, crear un museo– es incluso mayor que el de muchas acciones políticas directas, porque supone querer cambiar al público no con el arte, sino con su contemplación crítica, con la educación. (Se podría decir, parafraseando a Ortega, que, cuando se es artista, o se hace la revolución, o se hace educación, o se calla uno). Supone querer, a la larga, cambiar el gusto del público, crear el gusto y el juicio con el que los artistas desean ser enjuiciados. Los que hicieron aquel museo en Cuenca no se comprometieron menos que quienes apostaron por el realismo social o la acción política directa. Lo que allí sucedió para la pequeña historia del arte en España fue una especie de tercera vía muy relevante, posibilista, sí, pero es que la política es también, como sabía Bismarck (y no Schmitt), el arte de lo posible.

Diría que el factor más determinante para que casos como el de Cuenca –hay otros– tengan menos relevancia de la debida en el relato de las relaciones entre los artistas y la realidad social de la España de los últimos veinticinco años del siglo XX, ha sido un exceso de peso de cierta conciencia política sobre la conciencia histórica. Ese sobrepeso desequilibra esos relatos, con cierta ignorancia «culpable», a favor del artista políticamente comprometido sobre el que prefirió distinguir entre su arte y su compromiso político o simplemente renunció a la acción política directa, lo que hizo muy real la posibilidad de que se le tenga por un «culpable de ser inocente», incluso si alguna de sus iniciativas solo puede entenderse como política en toda la literalidad y dignidad de esa palabra.

Si la perspectiva historiográfica sobre el arte y sus relaciones con la realidad social y cultural del tardofranquismo y de las primeras décadas de nuestra democracia no se cuenta también desde el punto de vista del público y lo que este recibe, iniciativas como la de Cuenca se quedan en un ángulo más bien muerto. Y esto es grave, porque, a fin de cuentas, esa es la política que importa: Antonio Saura, en ese mismo texto citado al principio, se consolaba de la intrascendencia e inoperancia política de su Mentira y sueño de Franco afirmando que «ni Los desastres de la guerra de Goya ni el Sueño y mentira de Franco de Picasso ayudaron efectivamente a la caída del despotismo». No tiene razón Saura, porque sí que ayudaron, aunque no lo hicieran tan inmediatamente como lo consigue, en ocasiones, la acción política directa. Pero, al fin y al cabo, ¿no es mayor, a la larga, el valor del conocimiento y la transformación que este ejerce en la historia a través del tempo lento que la educación y la capacidad de juzgar imprimen en los ojos de las generaciones que van llegando con cada ola de la historia? ¿Y si, entonces, los culpables de ser políticamente inocentes son inocentes y, en cambio, algunos eximios y presuntos inocentes se merecieran ser culpabilizados por omisión?

Nuestro incómodo pasado reclama que se cuente su historia desde el punto de vista de lo que los artistas hicieron al margen de su arte, de la cultura oficial del momento y con sus medios, para un público que estaba ayuno de modernidad y libertad. El Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca fue esencialmente un museo de artistas y un museo democrático, el primero del país, que se adelantó veinte años a la democracia que advendría a partir de 1975. Enseguida, por cierto, los artistas del museo completarían esa especie de democratización de lo contemporáneo del que el museo era exponente, poniendo en marcha un ambicioso programa de producción de obra gráfica: libros de artista, carpetas de grabados y serigrafías, además de carteles y postales del museo, y sus obras comenzaron a «multiplicar» la originalidad de las obras de arte y del trabajo de los artistas y a difundirlas por el resto del país. La obra gráfica reduplicó el aliento democrático del museo, produciendo una especie de museo sin muros, itinerante, que llegaba allí donde llegaban aquellas obras de arte multiplicadas. En fin, ¿no hace falta, junto a la historia del arte con nombres que cuenta lo que los artistas hacen, una historia del arte que narre también con nombres lo que los artistas hacen por su público y complete la historia política de algunos de ellos en nuestro país?

En 1963, Ad Reinhardt, artista del dogma «El arte es el arte y todo lo demás es todo lo demás», publicó en Dissent (la misma revista en la que Rosenberg había publicado un año antes el ensayo citado al principio) una réplica a una carta firmada por la comunidad artística americana en la que esta protestaba por el encarcelamiento de David Alfaro Siqueiros tras su participación en el asesinato de Trotsky. Es una dura y explícita declaración de separación entre arte y política por parte de un socialista liberal como Reinhardt, una réplica que lo tiene todo (como probablemente este artículo), para incomodar a casi todos. Reinhardt mantiene en ese texto beligerante que un artista que es un criminal no está revestido de especiales privilegios por ser un artista:

¿Qué son los crímenes de los artistas en tanto que artistas? ¿Qué artistas están a favor del crimen? […] ¿Quién ignora […] qué no harán los artistas para vender sus pinturas, ganar precios y hacerse con encargos y publicitar sus personalidades artísticas y su carrera? […] El año pasado, en la convención del College Art Association, en un simposio sobre «El contexto del artista», hice una sugerencia relativa a este problema particular: que habría que prever, en el nuevo proyecto de edificio del Museum of Modern Art, un espacio para una prisión de artistas, que se haría cargo de todos los artistas que son culpables de no ser «meros artistas», sino «mitos vivientes» de una clase u otra.

No una prisión para artistas e historiadores, desde luego; pero quizá a una parte de la metodología historiográfica que sirve de base al relato histórico de las relaciones entre arte y política durante la dictadura y nuestra democracia sí le venga bien, ahora que una epidemia aguza la reflexión, una cierta cuarentena interpretativa.