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Un tiempo extraño: Fenomenología de la vivencia postapocalíptica

Gonzalo Velasco Arias
Ruth Montiel Arias, Bestiae, 2017-2018 © Ruth Montiel Arias

Y de repente, lo inimaginable. Quién no se ha recreado en el ejercicio nostálgico de recordar sus gestos perdidos, los planes quebrados y los hábitos cotidianos que tras el pasado mes de marzo se convirtieron en transgresión. Quién no ha viajado atrás en el tiempo para recordar lo imposible que era prever una situación como la actual, con la intención de desnaturalizar esta vida profiláctica que ha sido bautizada como «nueva normalidad». Quién no se consuela en la afirmación de lo súbito, de lo repentino e irreparable de esta crisis que, al menos, permite conjurar el fantasma de la responsabilidad que sí nos acosó en crisis precedentes como la de 2008.

Y sin embargo, esa estructura temporal no debiera resultarnos ajena. Algo adviene sin previo aviso, y el mundo ya no es el que era. La experiencia previa no permitía generar expectativas prudenciales sobre una catástrofe de esta dimensión. El cataclismo acaece y ya solo queda conformarse y habitar la nueva normalidad con virtudes también nuevas. Es la estructura temporal de las ficciones postapocalípticas, que aquí haremos equivaler a las distópicas, pese a que, en rigor, refieran a subgéneros no del todo coincidentes. Desde el renacimiento literario de lo distópico que representó 1984 de Orwell (1949), pasando por precursoras cinematográficas como Mad Max (Miller y Ogilvi, 1979) o Blade Runner (Scott, 1982) hasta las muy comerciales Matrix (Wachowski, 1999), The Hunger Games (Collins, 2008), Divergent (Roth, 2011) o The Walking Dead (2010), sin obviar apuestas más especulativas como Black Mirror (Brooker 2011), Westworld (Nolan y Joy 2016), Years and Years (Davies, 2019), la proliferación de ficciones distópicas es un rasgo sintomático de la cultura tardomoderna.

Sería uno de esos negligentes ejercicios de narcisismo filosófico sentenciar que nuestra nueva normalidad es ya uno de esos escenarios que suceden al acontecimiento apocalíptico. Sin embargo, que apliquemos ese mismo esquema temporal y narrativo para representar nuestra situación pandémica justifica que nos preguntemos por el significado, la función y la estructura interna de ese género de distopías críticas que tanto éxito intelectual y comercial ha tenido en los últimos años.

Mar Sáez, Gabriel, 2012-2018 © Mar Sáez

Descartada la explicación premonitoria, una primera posibilidad sería interpretar este modo de representar el futuro como ejercicios preventivos que nos prepararían para un mal por venir. Abusando de un cierto arcaísmo filosófico, puede ser útil recordar que para ciertas escuelas helenísticas, seguridad era el nombre de la serenidad subjetiva que el sabio alcanzaba a través del ejercicio sistemático de la anticipación del mal, ya fuera en el plano de los acontecimientos, accidentes y giros catastróficos; o bien en el plano del deseo, las pasiones y la acciónMichel Foucault, La hermenéutica del sujeto. Curso del Collège de France (1982), Madrid, Akal, 2005, «Clase del 24 de marzo», pp. 430 y ss.. En sentencia de Epicteto, filosofar consiste en prepararse para los acontecimientos«Mas, el filosofar, ¿qué es? ¿No es prepararse para lo que acontezca?», Epicteto, Pláticas, III, X, 6.. Mediante la premeditación representativa de los males por venir, el sabio nunca vería alterada su firmeza ante el advenimiento de lo catastrófico«El sabio se acostumbra a los males venideros; los sufrimientos que otros hacen leves con una larga paciencia, él los hace leves con una larga reflexión. Escuchamos a veces este lamento de los ignorantes: «sabía que me aguardaba este infortunio». El sabio sabe que le aguarda toda clase de infortunios. Ante cualquier accidente exclama: "lo sabía"», Séneca, Epístolas morales a Lucilio, v. I, X, 76, 35. En la misma línea, Plutarco reprocha: «"Pero –dirá alguno– yo no esperaba ni suponía que me iban suceder estas cosas". Mas era necesario que tú lo supusieras y que te hubieras convencido antes de la incertidumbre y de la nulidad de las cosas humanas, y ahora no habrías sido sorprendido, sin estar preparado, como si te hubieran atacado de repente los enemigos», Plutarco, «Escrito de consolación a Apolonio», Obras morales y de costumbres (Moralia), II, Madrid, Gredos, 1986, §21, C-D, p. 86., que, por tanto, se revela como una proyección desde el pasado o mediante la certeza de los males presentes, diferidos representativamente en el futuro. Desde un punto de vista fenomenológico, la experiencia del tiempo se juega en la tensión que, en el mismo gesto, proyecta y contiene la certidumbre de la catástrofe: es probable que vaya a acontecer, pero su previsión representativa aspira a neutralizar sus efectos.

La segunda opción sería interpretar esta tendencia cultural a representar lo póstumo como una consecuencia del descreimiento hacia esta estructura temporal de la modernidad. Tras la bien conocida «crisis de los metarrelatos» anunciada por Lyotard, la temporalidad tardomoderna se distinguiría por la imposible relación entre la experiencia (del pasado) y la expectativa, que es tensión hacia el futuro. Resulta así que, frente a la concepción moderna del porvenir entendido como el desarrollo racional de las pautas del pasado (el progreso), el futuro pasa a imaginarse como la posibilidad de que acontezca algo Otro, radicalmente imprevisible e ingobernable. No es casualidad que Blade Runner, una de las películas precursoras de lo postapocalíptico contemporáneo, sea categorizada como un ejemplo del ciberpunk, siendo precisamente la subcultura punk una de las primeras en explotar artísticamente el malestar ante la implosión del futuro, tal como la cantaron los Sex Pistols en su mítico tema God Save the Queen («And there’s no future / In England’s dreaming»).

Experiencia de la crisis: entre lo súbito y lo procesual

¿Podemos entonces entender el tiempo que nos está tocando vivir como el advenimiento material de un género de catástrofe imaginada? La pregunta también se puede desglosar en la siguiente alternativa: o bien entendemos lo que nos pasa como algo efectivamente súbito e irreparable, imprevisible y contingente, o bien como desencadenante de un proceso que ya estaba operativo aunque quizás no hubiera sido traído a conciencia.

Bernardita Morello, Roma, 2017-2020 © Bernardita Morello

Hay una idea extendida de crisis como acontecimiento definitivo, imprevisible, incontrolable, que escapa a la comprensión de las personas o de los personajes implicados, pues de otro modo no habrían transigido, antes o después se habrían dado cuenta de lo que les iba a pasar. Además, consuela pensar que no hubo alternativa, que el fenómeno disruptivo sobrevino y ya solo toca adaptarse y gestionarlo con resiliencia. Alivia pensarlo así porque exonera de toda responsabilidad: el mal advino y ya de poco sirve pensar en qué pudo haberse hecho para evitarlo. Ese carácter inmemorable del acontecimiento fatal es común en las tramas postapocalípticas en las que rara vez se explica el desencadenante de la gran transformación. La alternativa, como mencionaba, sería pensar esa fatal transformación no como el resultado de un cataclismo, sino de un proceso: la normalidad se enrareció sin dejar de ser nunca la misma normalidadEduardo Maura, «Síntoma», en Glosario de la pandemia, CBA, https://www.circulobellasartes.com/ediciones-audiovisuales/glosario-pandemia/, consultado el 29 de abril de 2020 [https://www.youtube.com/watch?v=HFvyDHczH-g]..

Esa dialéctica entre lo súbito y lo procesual anida en el corazón semántico de los dos términos antes empleados: crisis y catástrofe. Crisis alude a una temporalidad de la inminencia, del punto de inflexión y del carácter definitivo de la decisión. Pero esa instantaneidad se da tras un tiempo que ha conducido a ese callejón sin salida en el que ya no queda tiempo. Ha habido un proceso que ahora se decanta y quedará diluido en la nueva situación, pero esta no ha advenido sola. Del mismo modo, para la tragedia griega, catástrofe significaba literalmente la inversión de los acontecimientos «hacia abajo» (a peor). Pero ese momento catastrófico, experimentado subjetivamente por los espectadores como catarsis, no era fruto del mero azar ni caía en las tramas áticas como un meteorito venido del exterior. La necesidad de la catástrofe se venía gestando en la vida inatendida por el héroe (Edipo y Yocasta), por lo que la manifestación de su destino se da siempre como conciencia fatal del significado real de las vivencias previas.

Nuestro presente aún no es distópico ni la ruptura impide la continuidad, por más que sea modulada por la extrañeza, y lo más cotidiano y familiar resulte ahora un tanto inhóspito. Por eso, me gustaría sugerir que lo que hace peculiar este periodo, tan difícil de aferrar y de analizar por comparación, es que tiene la consistencia de lo irrepresentable, de ese antes de la catástrofe que rara vez es representado por la ficción, salvo por flash-backs parciales u oportunistas precuelas. El cuento de la criada es el ejemplo de esta técnica, y una excepción en el género porque permite ligar el pasado «normal» con el futuro distópico. Mediante flashbacks, el relato devuelve al lector/espectador a un pasado de nimiedades cotidianas, de atisbos normalizados de lo intolerable, de señales no atendidas que el espectador conoce ya como hechos consumados, y que dan cuenta de que la fatalidad no fue el resultado de un cataclismo, sino de un proceso. Pues bien, habitamos el tiempo del flashback, de la precuela, de lo que normalmente no se rememora en los relatos postapocalípticos, de lo que no es ya lo viejo, pero tampoco lo nuevo, lo cual torna tan complicada nuestra disposición afectiva ante la situaciónGonzalo Velasco, «Mientras dura la catástrofe. Notas para un escepticismo constructivo», en D. Cámara, Covidosofía. Reflexiones filosóficas para un mundo pospandemia, Barcelona, Paidós, 2020, pp. 391-405..

Ruth Montiel Arias, Bestiae, 2017-2018 © Ruth Montiel Arias

Confianza y organización de la interdependencia

Lo novedoso de esta crisis es que sabemos que lo es y contemplamos su desarrollo a la vez como víctimas y espectadores, siguiendo las noticias minuto a minuto, tratando de poner nombres o de compararla con otros periodos críticos que, mientras fueron vividos, aún no tenían la resonancia histórica que acumularon después (el crac del 29, el Plan Marshall, los Pactos de la Moncloa, por aludir a algunas de las referencias al pasado más recurrentes en el discurso político español). En crisis históricas precedentes, los sujetos que las vivieron no conocían su alcance. En cambio, y pese a la incertidumbre, el alcance que va a cobrar la crisis desencadenada por la pandemia del COVID-19 es una de nuestras pocas certezas. Sabemos que esto es historia, que se está haciendo historia, y esto es algo raro, único, que permite conjugar la necesidad de los acontecimientos con la libertad de quienes los estamos experimentando.

Los periodos de excepción son espacios de intervención normalmente no conscientes que, por ello, solo son aprovechados por las estructuras de poder preexistentes. La protección de los límites se debilita, lo necesario se vuelve contingente y se abre una oportunidad para la redefinición creativa de las estructuras sociales. Lo que resulta imposible en periodos de normalidad (a veces con el marcador moral de lo intolerable) se torna posible por un tiempo en principio acotado y justificado. Lo que es más, esa excepción acaba haciéndose cuerpo: en el jurídico, mediante normas que se hacen permanentes, y en el personal, a través de hábitos, gestos, imaginarios no intencionales que pasan a estructurar las posibilidades de acción y de representación de los agentes. En ese sentido, ¿puede el dramático espectáculo de la crisis generada por la pandemia suponer una posibilidad para democratizar la excepción y la maleabilidad histórica a la que dan lugar? La singularidad de la crisis del COVID-19 consiste en que somos víctimas y, al mismo tiempo, actores y espectadores de lo que (nos) pasa. Nuestra responsabilidad, por tanto, puede pasar por identificar en la suspensión de la vieja normalidad una oportunidad para construir nuevas necesidades, reordenar las jerarquías y cimentar nuevas condiciones para el vínculo social. Este ethos activo ante una catástrofe que normalmente prescribe pasividad, permitiría aprovechar la ocasión de este «futuro pasado» en el que aún estamos a tiempo para intervenir.

Ese papel activo que todavía estamos en condiciones de adjudicarnos podría pasar por la reconstrucción de los vínculos de confianza. La confianza es una emoción atípica en lo que se refiere a su fenomenología y a su dinámica porque, a diferencia de emociones más conocidas, como la indignación o la alegría, solo se expresa en los momentos en que su presencia se hace necesaria para controlar la acción. La confianza no es consciente salvo cuando alguna incertidumbre dispara la ansiedad que rápidamente es corregida, precisamente por un sentido de confianza. Como cuando nos tranquilizamos tras el sobresalto de una turbulencia en un viaje aéreo, la confianza en la tecnología que sostiene el avión estaba ahí, pero solo se hace consciente ante su aparente crisis.

Autores como Russell HardinRussell Hardin, Trust and Trustworthiness, Nueva York, Russell Sage Foundation, 2002. y Bernard WilliamsBernard Williams, Verdad y veracidad, Barcelona, Tusquets, 2002. han distinguido entre confianza y confiabilidad. Mientras que la confianza es una reacción local y simultánea, la confiabilidad denota una disposición estable de personas, grupos, instituciones y sistemas sociales. Podríamos decir que la confiabilidad es una virtud que se manifiesta en ser ocasionales receptores de confianza. Así, cuando se producen grandes crisis, como lo fue la económica de 2008, las instituciones bancarias y financieras, al igual que las estatales e internacionales, sufrieron un más que explicable desgaste de la confianza ciudadana en ellas. Algo similar ocurre con las instituciones democráticas como los sistemas de representación, los partidos y parlamentos. En realidad, el desgaste se produce no en la confianza sino en la confiabilidad.

Aunque parecen reversos de la misma moneda, la confianza y la confiabilidad pueden darse simultáneamente o por separado. Puede ocurrir que instituciones o agentes colectivos sufran una crisis de confiabilidad, pero que ello no desencadene una crisis de confianza de manera inmediata. Del mismo modo, puede ocurrir que la confianza se vea deteriorada pese a que los destinatarios de la misma sean objetivamente confiables. Puede haber crisis objetivas que no desencadenan crisis subjetivas y a la inversa.

Jon Gorospe, Polished Cities, 2019-2020 © Jon Gorospe

El origen filosófico de esta distinción proviene de la análoga entre alienación objetiva y subjetiva en la tradición hegeliano-marxista. Para Hegel, el mundo social moderno es aquel en el que no se da alienación objetiva, pero sí subjetiva. Las instituciones del mundo moderno permiten al sujeto autorrealizarse como miembro de una familia, agente económico y, sobre todo, ciudadano. Sin embargo, Hegel constata que los individuos no siempre lo perciben así, hasta el punto de sentirse enajenados o, incluso, rechazar conscientemente las instituciones de ese mundo social moderno, resultando una «alienación subjetiva pura». Para el autor de la Fenomenología, por tanto, la libertad en el mundo moderno se lograría por la vía de la reconciliación entre sujeto e instituciones, es decir, mediante el reconocimiento por parte del sujeto de que puede confiar en lo que es confiable. En el esquema marxista, en cambio, la alienación objetiva y la subjetiva coinciden, de modo que la emancipación no se da por la vía de la reconciliación, sino de la transformación de las instituciones estructurales. Y sin embargo, la forma específica de la alienación de la tardomodernidad es aquella en la que se da una alienación objetiva (como precariedad o como secuestro de las condiciones para el autodesarrollo), pero no subjetiva. Dicho de otro modo, las institucionews (económicas o representativas) no son confiables, pero aun así seguimos confiando. Este diagnóstico fue realizado por primera vez por los autores de la Escuela de Frankfurt. Para Herbert Marcuse, por ejemplo, los individuos en el capitalismo avanzado parecen ser felices en sus relaciones disfuncionales, pues se identifican con las circunstancias que les «extrañan» y «cosifican»8.

Podemos preguntarnos, así, si la actual es una crisis de confianza o de confiabilidad. A mi entender, antes del desencadenante COVID había una crisis objetiva que no se manifestaba como crisis subjetiva porque la estructura básica de la confiabilidad institucional se mantenía en pie. Una vez se ha hecho evidente la crisis de confiabilidad, la confianza ciudadana y popular busca un nuevo destinatario. Ese lapso no puede durar, o derivará en otro tipo de pasiones más negativas y corrosivas, como el resentimiento. Es necesario que surjan nuevos motivos para la confianza, estructuras impersonales no manchadas por la crisis de confiabilidad generalizada. La reordenación del mapa de la confianza, ahora que estamos ansiosos por depositarla, es la tarea política y cultural más relevante de nuestro tiempo. No en vano la emergencia de hiperliderazgos políticos y proteccionismos económicos puede interpretarse como reconducción de la confianza hacia nuevas formas de paternalismo. Muy al contrario, la reconfiguración democrática de la confianza a la que nos vemos abocados por la actual crisis de confiabilidad no debe ser delegada ni externalizada. En su sugerente entrada para el Glosario de la pandemia del CBA9, Alberto Toscano recordaba el lema de los Black Panthers «Revolution for Survival» como invitación a reparar en la urgencia de recuperar la autonomía en relación a cuestiones básicas para la vida como el acceso a la vivienda o el derecho a la salud. En una línea parecida, Pierre Dardot y Christian Laval han recordado recientemente que los «servicios públicos» no son concesiones del poder estatal que emanen de la soberanía, sino, al contrario, límites a ese poder basados en la solidaridad social10. Lo que quiero concluir a través de estas referencias es que la recuperación de la confianza no debe significar un recordatorio tranquilizador del buen funcionamiento de la Administración, de la ciencia, del mercado. No se trata de reconciliarnos con el sofisticado funcionamiento del avión. La tarea, pues, requiere nuestra implicación activa: es reapropiarse de esos servicios públicos como algo que deriva de vínculos de corresponsabilidad y solidaridad mutua, para hacerlos merecedores de confianza. Para que nuestra vulnerabilidad constitutiva no derive en dependencia, sino en interdependencia organizada.

Desde lo cotidiano a lo institucional, este debe ser el objetivo y la oportunidad en este extraño tiempo que antecede a lo póstumo. Porque entender la catástrofe como un proceso, como he sugerido, significa que aún hay tiempo.