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Un campo diverso, feminista y sostenible

Conversación Con María Sánchez

César Javier Palacios
Fotografía María Sánchez

Recién llegada de la trashumancia, la poeta, escritora y veterinaria de campo María Sánchez, autora del aclamado e inclasificable Tierra de mujeres (Seix Barral, 2019), abrió, en conversación con el periodista ambiental César Javier Palacios, la segunda jornada del XIII Congreso de APIA con un testimonio sobre la importancia de las historias y del lenguaje para la preservación y reivindicación del medio rural.

CÉSAR JAVIER PALACIOS: Comencemos acudiendo a los orígenes de la comunicación, que son las conversaciones al calor de la hoguera, e imaginemos que estamos alrededor de un fuego, porque vamos a hablar con María, una grandísima comunicadora que, sobre todo, sabe contar historias. Nacida en Córdoba en 1989, es poeta, escritora, bloguera y «veterinaria de campo», como ella siempre destaca. Tercera veterinaria de una saga de veterinarios y la primera mujer, es feminista, activista y quiero pensar que también ecofeminista. En su libro Tierra de mujeres, un cuaderno de bitácora delicioso, cuenta lo difícil que es para una mujer, aun dentro de una familia de veterinarios, hacer carrera en el mundo rural. Su anterior libro, Cuaderno de campo (2017), es un poemario donde recoge historias familiares.

En su blog, María destaca una frase de Alana Portero que dice: «Somos emoción, conocimiento y narrativas. Lo que otra mujer me cuenta me construye», y añade María: «Todos tenemos voz, una voz propia y única, una voz para contar nuestra historia». Y luego continúa, citando a Donna Haraway: «Importa qué historias contamos para contar otras historias». Eso es de lo que quiero que nos hables: ¿cómo contamos esas historias?

MARÍA SÁNCHEZ: Me ha gustado mucho tu imagen de la lumbre. Los que me conocéis sabéis que me encanta recuperar palabras del medio rural y, alrededor de la hoguera, en León, hay precisamente una palabra preciosa que habría que propagar por todo el territorio: filandón, que describe el momento en el que se contaban historias mientras ellas hilaban y ellos trabajaban con las manos. Aquí podemos hacer un filandón, y ya sabéis que yo siempre escribo sobre lo mío, que es el campo, el territorio, la ganadería extensiva y su cultura y la biodiversidad que conlleva.

También podemos pensar este encuentro como una majada, que es el lugar donde descansan las ovejas por la noche cuando están trashumando por la montaña, el refugio donde se alimentan y donde se hace el corral. En ese corral, el suelo queda fertilizado por la presencia de las ovejas que solo pasan allí una noche, por lo que no hay un problema de carga ganadera. Estos encuentros tienen que servir como majada: que salgamos de aquí con nuevas ideas, con nuevas semillas.

Muchas veces no somos conscientes de que estamos rodeados de historias. Me pasaba a mí en mi propia casa. Mi abuelo paterno era veterinario, por lo que mi familia por parte de padre no era humilde, pero sí lo era la materna: a mi madre, que nació en el año 1960, la quitaron del colegio a los catorce años para recoger aceituna. Muchos miembros de su familia se tuvieron que marchar a Cataluña a trabajar en la SEAT, a limpiar casas… Mi abuelo se pasó seis años en Suiza trabajando, aunque volvía para la aceituna. Sin embargo, aun siendo tan distintas las dos familias, les unía lo mismo: no me contaban cosas del campo ni tampoco las historias familiares. En cambio, cuando vieron que publicaba Cuaderno de campo, mi primer libro, y que tenía éxito, comenzaron a contarme historias, que me han permitido descubrir cosas preciosas de mi familia en relación con los animales, con los árboles... Y yo me pregunto: qué habría pasado si yo no hubiera creado esta especie de cobijo, si no hubiera puesto en palabras Cuaderno de campo, que es un libro de poemas en el que hablo de qué significa ser mujer en una familia de hombres, ser la primera veterinaria, despedirme de mis abuelos, la memoria del agro, de lo pastoril, lo que es vivir en un pueblo, esa ligazón con los animales… Si yo no hubiera sido escritora, ¿adónde habrían ido esas historias?

Ya sé que ahora nos estamos quitando ese sentimiento, pero es que ha pesado mucho el ser de pueblo, el ser pastor, el trabajar con las manos, esas manos duras de labrar la tierra, de ser campesino. Es hora de reivindicar la palabra campesino. A mí me duele saber –los que habéis leído Tierra de mujeres lo habréis visto– que hay historias a las que he llegado, pero hay muchas otras historias, y mujeres que están detrás de esas historias, de las que no sé absolutamente nada. ¿Dónde está nuestra genealogía?

Es curioso, pero yo tengo una obsesión brutal por los árboles, no lo puedo evitar. En mi campo, en nuestra pequeña finca, tenemos alcornoques de doscientos y trescientos años y cuando voy allí, voy a verlos a todos: los que se están ya muriendo por la edad, los que tienen nidos… Me gusta ver la vida que hay en esos árboles. O el limonero que hay en casa de mi abuelo, que mi padre siempre me dice que por qué tengo esa fijación con ese árbol si es un limonero cualquiera, y yo siempre le contesto que no es un limonero cualquiera, que le ha visto nacer a él, que ha visto casarse a sus padres, tener a sus hijos, formar una familia, que ha asistido a todas sus historias, a todas las cenas que han hecho en el patio, que me ha visto a mí nacer. Siempre que voy a casa, voy a ese limonero y le hago fotos, cojo los limones, observo a los pájaros, a los insectos, porque forma parte de mi familia. También me pasa con los olivos de mi familia materna. Yo pensaba que era la única que tenía esa fijación con los árboles hasta que hace un año y medio, cuando estaba acabando de escribir Tierra de mujeres, mi padre me contó la historia de mi tatarabuela Pepa. Era una mujer muy independiente para la época en la que le tocó nacer: era ella quien llevaba las cosas del campo, todos los hijos tenían que rendirle cuentas por la noche de lo que habían y no habían hecho ese día en el campo, incluso cuando ya estaban casados y vivían en sus propias casas. Pues resulta que Pepa también tenía una fijación por los árboles. Ya estaba muy mayor y su alcornoque favorito tendría unos trescientos años, y ese verano tocaba sacar el corcho. Ella sabía que ni el alcornoque ni ella estarían en la siguiente saca, pues el corcho se saca cada nueve años. Aunque no podía andar, porque estaba muy enferma, pidió que la llevaran a ver sacar el corcho de ese alcornoque por última vez. No sé cómo la llevarían hasta allí, pero a mí me resulta tan poética esa imagen de mi tatarabuela sentada viendo cómo desnudan al árbol. No sé si habéis visto cómo se saca el corcho, pero si se hace bien, es algo primitivo: el ruido de las hachas, la conexión que existe entre las cuadrillas, el modo de hacerlo para no dejar heridas al árbol… Cuando pienso en ello, me pregunto cuántas imágenes como la de mi tatarabuela Pepa nos estaremos perdiendo.

CÉSAR JAVIER PALACIOS: Además de la imagen de tu tatarabuela viendo cómo hacen la saca, me llega tu olor a jara y a hoguera, porque acabas de llegar de la trashumancia. De ese viaje que para cualquiera de nosotros sería iniciático, inolvidable, que hiciste sin móvil, desconectada, acompañando a un grupo de pastores por el paso desde Jaén a la Sierra Morena, he visto en tus redes una fotografía que me lo dijo todo. Háblanos de ella.

MARÍA SÁNCHEZ: Siempre he acompañado a pastores trashumantes, pero solo una jornada, y tenía el gusanillo de pasar más tiempo. Me hubiera encantado estar las cuatro semanas, pero solo pude hacer el último tramo: desde Gualadaviar de Teruel, en Ciudad Real, hasta Vilches, en Jaén, un camino que los pastores llevan haciendo con las ovejas desde hace décadas. De hecho, uno de ellos, un hombre de setenta años, me contó que lo había hecho por primera vez a los catorce años. En esta ocasión, bajaban tres rebaños, dos mil quinientas ovejas en total, e iban dos pastores con el rebaño y dos hateros, que son los que llevan los boches.

La Facultad de Veterinaria de Zaragoza organiza unos acompañamientos que permiten que cada semana vaya un grupo de alumnos con dos profesores: me parece una invitación perfecta para acercarse al medio rural y no podéis imaginar la emoción de estos alumnos de veterinaria. Yo tengo la suerte de haber crecido en un pueblo, de tener cabras, una quesería… Pero hay gente que no tiene esa suerte y es una oportunidad el que se sientan pastores por unos días, que acompañen al rebaño, preparen la comida, el campamento, aprendan cómo encender una lumbre y mantenerla con vida o cómo se prepara un puchero o unas migas de pastor. Los alumnos alucinaron, como le ocurriría a cualquiera que tuviera esa oportunidad.

Tampoco quiero idealizarlo porque es muy duro, la verdad. He estado una semana sin ducharme, hace muchísimo frío, por la mañana la cremallera de las tiendas de campaña no se podía abrir por la escarcha, a las seis de la tarde es de noche… Como no te vas a meter a esa hora en la tienda, ahí es cuando nacen las historias: encendíamos la lumbre, hacíamos la comida, charlábamos, salían canciones... Mira que a mí me gusta caminar y acompañar al rebaño, pero me ha gustado aún más acompañar a los hateros, el cuidar, el preparar el campamento, la comida, encender la lumbre, estar pendiente de los demás… Me gusta verlos como la mano que cuida. El primer día que fui hatera, que me tocó a mí preparar el fuego, estaba con Problemas, que era el nombre del burro [risas], y lo primero que hizo fue acercarse al fuego, porque nos habían tocado dos días de mucha lluvia, no paraba de llover. Me quedo con esa imagen de que llovía sin parar y la lumbre seguía encendida. Cuando dejó de llover y vimos las estrellas, no nos importaba nada más: ya no llovía, se nos había secado la ropa, porque llevábamos solo una muda o dos, e íbamos a poder caminar seco. Esa era la felicidad.

CÉSAR JAVIER PALACIOS: Toda la información que hay detrás de este relato en el que hablas de trashumancia, de mundo ganadero, de mundo rural, queda condensada en esa imagen. Al hablar de cómo los periodistas tenemos que acercarnos a la gente que nos sigue o cómo hacer llegar nuestras informaciones, nos das cuenta de que una sola imagen no vale más que mil palabras, ¡vale más que mil reportajes!

MARÍA SÁNCHEZ: Cuando empecé a escribir, me decían: «Muy de campo no serás si usas Twitter». ¡A ver! ¡Que aunque estemos en el campo, tenemos cobertura y sabemos usar WhatsApp! Poco a poco se va rompiendo esa imagen tan horrible que tiene mucha gente de lo que es el campo. A la trashumancia llevé conmigo un cuaderno en el que escribí solo una palabra, porque me parecía perder el tiempo ponerme a escribir con todo lo que me estaban contando. A la escritora portuguesa Gabriela Llansol, una mujer contracorriente en su época a la que ahora están empezando a reconocer en su país, le encantaba trabajar en su jardín con sus manos y decía que esa era su «narrativa invisible». A mí me pasa lo mismo: cuando voy al campo con los pastores, estoy escribiendo. Aunque no esté escribiendo con las manos, algo se activa en mi cabeza. Y me gusta lanzar a las redes sociales una palabra o una foto. Me gusta llamarlas destellos o semillas. A lo mejor hay alguien que no sabe lo que es la trashumancia y googlea la palabra, o no sabe qué es la cañada conquense y se pregunta dónde está. Me gusta provocar un pellizco, despertar atención. Lo que persigo, y si lo consiguiera ya me doy con un canto en los dientes, es que la gente se sienta reconocida, que sepa que puede formar parte de esto. Seamos de ciudad o de pueblo, los medios rurales son cultura y patrimonio de todos, ya vivamos en Madrid, en Barcelona o en las Navas de la Concepción, que es mi pueblo.

CÉSAR JAVIER PALACIOS: Antes de dar voz a quienes nos rodean en esta lumbre virtual, háblanos de tu proyecto Almáciga.

MARÍA SÁNCHEZ: Almáciga es el sitio donde haces germinar las hortalizas y dejas que crezcan y cojan fuerza antes de trasplantarlas definitivamente al huerto. En un determinado momento, trabajando como veterinaria en el campo, y también con mi propia familia, caí en la cuenta de que hablábamos idiomas distintos. Mi abuela, por ejemplo, usaba palabras que yo siempre había oído, pero empecé a escucharlas de manera diferente. Entonces me di cuenta de que no sabía qué palabras usaban mi abuela, mi padre, los pastores o las cabreras con las que trabajaba. Las busqué en el diccionario de la Real Academia y vi que esas palabras no existían o, si aparecían, figuraban con el significado no originario del rural. Por eso decidí llamar al proyecto Almáciga, por ser un refugio donde cobijar todas las palabras del rural —no solo del castellano, sino de todas las lenguas del territorio—, darles fuerza y soltarlas en los encuentros. Cuando voy a una presentación o a una charla, echo unas poquitas y siempre llevo un cuaderno para que la gente me regale otras palabras que trae y las compartamos. Estamos trabajando en un libro ilustrado y también en una página web, porque no quiero que sea un proyecto cerrado, quiero que siempre esté creciendo, que la gente siga aportando sus palabras. Tenemos una cultura viva brutal y no quiero que se pierda.

Si queréis, puedo soltar algunas: brétema es una palabra gallega que significa niebla. Alpararia es una palabra de la trashumancia que define el sistema de organización del rebaño de ovejas en fila de dos cuando la cañada o el camino se estrechan. Gazuza es hambre. O una de mis favoritas, galiana, que es un camino menor de la trashumancia. Aculliar, recoger aceituna. Abar, del euskera, la rama más fina y delgada de los árboles que se usa para encender la lumbre. Otra es auzolan, que es la forma de trabajo colectivo entre vecinos por el beneficio común.

En todas las lenguas del territorio, oficiales y no oficiales, existen palabras para nombrar los trabajos comunales: creo que debemos recuperar ese sentido de vivir en comunidad, el cuidarnos los unos a los otros, ese ecofeminismo que has nombrado antes, y que supone poner la vida en el centro. Hemos dejado de usar estas palabras y de darle la importancia que tienen. Auzolan en León se dice facendera; en Aragón o en catalán, zofra; en la huerta valenciana se llama tornallom y significa ese ayudar al vecino, del hoy por ti y mañana por mí, ese intercambio de tareas que yo siempre reivindico, esas puertas abiertas de los pueblos, esos zaguanes con las luces encendidas… En la comunicación debemos usar estas imágenes de cobijo, de refugio, en las que la gente se sienta reconocida.

CÉSAR JAVIER PALACIOS: A pesar de todas las diferencias, ¿pueden las redes sociales también servir de refugio?

MARÍA SÁNCHEZ: Yo he tenido malas experiencias en redes, pero me quedo con lo bueno. Gracias a las redes he conocido a un montón de gente con proyectos interesantísimos muy diversos: de comunicación, de recuperación de fauna autóctona, de lucha contra la despoblación en su pueblo, o para parar macrogranjas… Ese tejido que se crea me parece precioso.

Volviendo a la trashumancia, en este encuentro estamos hablando de lanzar imágenes o ideas que funcionen como esas semillas que se enganchan en los lomos de las ovejas trashumantes y germinan a miles de kilómetros: también la comunicación puede sembrar y transportar esas semillas, llevarlas a otros sitios donde germinen para contar otras historias.

CÉSAR JAVIER PALACIOS: El amor del hortelano se llama esa semilla que se engancha en todas partes y que seguro que ha brotado ya en todos los que nos están escuchando.

PREGUNTAS DEL PÚBLICO

PREGUNTA 1: Trabajo como periodista en contacto permanente con el medio rural y me doy cuenta de que existe una fractura cada vez mayor entre este y el medio urbano. En el medio rural existe un fuerte sentido de inferioridad y el medio urbano va demasiado rápido como para pararse a pensar. ¿Cómo se salva esa fractura?

MARÍA SÁNCHEZ: Hasta hace muy poco se hablaba del medio rural desde el clasismo, desde el paternalismo, desde el machismo. Siempre éramos la misma postal, simple y plana. Pensad en esos titulares que publican los grandes medios: «Terror rural en Galicia por el asesinato de…». No hay que idealizar el medio rural, porque allí pasan cosas malas y cosas buenas, como en todas partes, pero ¿habéis leído alguna vez «Terror urbano en Madrid por el asesinato de…». No, no lo hemos leído nunca ni lo leeremos. Creo que va siendo hora de que nos sentemos al mismo nivel y hablemos el mismo idioma, y para eso es fundamental poner de las dos partes, porque también existe en el medio rural ese paternalismo que dice: «Ah, este que viene de la ciudad no tiene ni idea, aquí se va a morir de hambre». Hay que quitarse esos prejuicios y ver que somos hermanos, la gente del campo necesita a la gente de la ciudad y la gente de la ciudad necesita a la gente del campo. Para eso es muy importante conocer y valorar. En Tierra de mujeres pongo el ejemplo de un estudio que hace la revista Science con niños de Inglaterra de entre tres y once años. El estudio consiste en mostrarles cuarenta tarjetas con Pokemon y cuarenta tarjetas con árboles, animales y plantas de su tierra. El 80% de los niños se sabía todos los nombres de los Pokemon, pero no llegaba ni al 30% quienes conocían las cosas que los rodeaban. ¿Cómo vamos a cuidar, valorar, querer y proteger lo que no conocemos?
La educación desde niños es fundamental. Yo no quiero caer en culpabilizar a la gente de la ciudad. En mis presentaciones llevo queso de cabra, cuento historias y alucinan; no conocen el medio rural pero no porque no hayan querido, sino porque no han podido. Y los que tenemos ese privilegio tenemos que contárselo con palabras, con imágenes que puedan acercárselo. Hay que poner desde ambos lados las ganas y la disposición para hablar, por fin, una lengua común.

PREGUNTA 2: Muchas gracias por compartir esta lumbre. Me he quedado con la curiosidad de saber qué palabra escribiste en tu cuaderno durante la trashumancia. Y también quería que me dijeras si tienes la sensación de que empieza a haber un poco de orgullo a la hora de afirmar nuestra procedencia de campo. Mi familia paterna es de un pueblo de León y siempre han sentido complejo por ello. No sé si ahora ese complejo se va superando…

MARÍA SÁNCHEZ: La palabra que escribí es falsa, que es como se llama en aragonés al desván donde se guardan las cosas del huerto, de la tierra, de los aparejos de los animales y demás. La apunté porque en Aragón hay muchas leyendas que cuentan que hay duendes en la falsa, y cuando se oyen ruidos, se dice que son los duendes de la falsa que están buscando comida. Me lo contó el pastor mientras caminábamos con las ovejas.

Respecto a la segunda parte de la pregunta, yo soy optimista, la gente está peleando por lo suyo. Y aunque ahora está de moda hablar de los pueblos y del medio rural, creo que ese orgullo siempre ha existido. Parece que esto está sobre la mesa solo desde hace dos años, pero «Teruel existe», por ejemplo, lleva más de veinte años luchando por su territorio. Ahora bien, es fundamental sentirse reconocido. El regalo más bonito que me ha traído Tierra de mujeres, que he presentado por muchos pueblos muy diferentes al mío y ante mujeres y hombres muy diferentes a mi familia o mis amigos, ha sido el que vengan mujeres a decirme que ese libro lo podían haber escrito ellas, que era su vida. Por fin se han sentido reconocidas en un libro. Y eso es fundamental: cuando te sientes reconocida, te das cuenta de que lo que haces importa y te sientes cobijada. Yo con eso ya me doy por satisfecha. Esas mujeres tienen tanto que contar, tienen historias y una cultura y un conocimiento que llevan en las manos… Yo he ido a la universidad, he estudiado una carrera, pero no soy capaz de preparar el huerto como lo prepara mi abuela: ella guardaba las semillas de un año a otro, las sigue guardando, sabe perfectamente cómo hay que preparar la tierra y muchas cosas más. A todo ese conocimiento que tienen escrito en la cabeza, no en un libro, tenemos que darle valor y devolverles así la dignidad a ellos también.

PREGUNTA 3: ¿Cómo explicamos a la gente la importancia de mantener la población rural?

MARÍA SÁNCHEZ: Ahora que tanto nos preocupamos por lo que comemos, y que está el cambio climático en boca de todos y sabemos que hay que conservar la naturaleza, la respuesta está más clara que nunca. Se lo digo mucho a los alumnos y las alumnas que vienen conmigo de prácticas cuando les gusta una dehesa, cuando se fijan en los alcornoques o ven al pastor pastoreando: eso no está ahí porque salió de la noche al día, sino porque generaciones y generaciones han tenido ese apego y ese cuidado a la tierra. No sé qué vida queréis vosotros, pero yo tengo treinta años y una vida precaria, me gustaría ser madre y no puedo por el sueldo que tengo… Tengo la suerte de que me voy a poder ir a vivir a una aldea de Galicia, pero tengo amigos que tienen ya cuarenta años y se tiran el día en la oficina, perdiendo una hora o más en ir a trabajar y comiendo mierda. La comida que comemos nos enferma. Creo que la solución está en nuestros pueblos, en recuperar esa forma de vida, esa colectividad, los trabajos comunales… De algún modo lo estamos replicando en las ciudades con los grupos de consumo, los huertos urbanos, esa iniciativa tan bonita que ha surgido en Madrid de conocer y a los vecinos de tu escalera. Todo eso ya existe en los pueblos y podemos aprender de ahí.

Yo también lanzaría la pregunta: «¿creéis que hay que conservar Notre Dame o el Museo del Prado?». Pues el campo también es cultura y patrimonio de todos: no podemos dejar que se eche a perder. Ahora, ¿qué campo queremos? Yo lo tengo muy claro: quiero un campo diverso, feminista, sostenible. Ahora más que nunca hay gente luchando y trabajando por algo así. Siempre que me preguntan por proyectos más radicales e innovadores, pienso en el campo y pienso en mujeres: mujeres recuperando razas autóctonas, como la veterinaria Anna Gomar, en Valencia, que está recuperando la oveja guirra y poniendo en valor su lana, que ahora se tira aunque es de buenísima calidad. Pienso en las veterinarias de Aragón parando las macrogranjas. ¿De verdad queréis un campo industrializado con granjas de 24.000 vacas donde se rompe por completo la unión territorio-animal-persona? ¿Esa es la comida que queremos? En Andalucía, en El Ejido o en Huelva, hay inmigrantes explotados trabajando en la fresa, sin las mínimas condiciones decentes, en una situación horrible, y lo estamos permitiendo. ¿Esa es la despensa que queremos? ¿Queremos comer eso? Más que nunca hay que reivindicar un medio rural vivo, pero no cualquier medio rural, sino un medio rural sostenible, diverso, feminista y respetuoso con la tierra. Yo veo cómo comía mi abuela, esa autosuficiencia, ese respeto, ese cuidado a la tierra… Tenemos unas herramientas que no tenían nuestras abuelas ni nuestros abuelos, y tenemos el territorio, un territorio que es la envidia de otros países de la UE, pero aquí no se hace nada. En Francia sí se puede: tengo un amigo en los Pirineos franceses que está recuperando una granja antigua, con treinta vacas, y va a ser vaquero y a vivir de esas treinta vacas. ¿Aquí es posible vivir de treinta vacas? No, aquí no. Nos tenemos que concienciar y también los de arriba tienen que hacer las tareas. Hay que dar facilidades y ayudar desde la Administración. No os imagináis el maltrato que sufre y los papeles que tiene que hacer un ganadero de extensivo para seguir adelante. Le exigen lo mismo que a una quesería industrial, y eso es maltrato y abandono. Siempre recurro a una frase de Paco Casero, fundador del Sindicato de Obreros del Campo (SOC) en Andalucía, que dice que con las leyes que se hacen parece que nos quieren echar del campo. Tenemos que hacer leyes que tengan en cuenta a la gente del campo. Lo tenemos difícil, es una pelea dura, pero hay muchísima gente que resiste: la gente con la que trabajo, o los pastores, que a pesar de lo jodidos que están y de lo que les obligan a hacer, siguen porque creen necesario y fundamental lo que hacen. Esos pastores con los que me fui de trashumancia no tenían por qué pasarse un mes andando, podían haber metido a las ovejas en un camión, pero es que están reivindicando unas cañadas que son públicas, que son caminos de todos y no se puede permitir que se cierren con una alambrada.

PREGUNTA 4: Aquí estamos tres euskaldunes y ninguno conocíamos ese sentido de la palabra abar. No tenemos apego al mundo rural, a la naturaleza, a los que, sin embargo, tan apegado está el euskera. Es curioso porque abar la utilizamos todos los días en el sentido de etcétera, y no sabíamos su sentido originario, el de rama más fina y delgada del árbol que se usa para hacer la hoguera…

MARÍA SÁNCHEZ: A mí me encanta Bernardo Atxaga y uso una frase suya en Tierra de mujeres: «Un día estuvimos vivos aquí, estuvimos aquí». O sea, que aunque no estemos nosotros quedarán las marcas en el paisaje, en el territorio. El origen de los parques naturales se debe a los rebaños trashumantes y a esos ganaderos extensivos y pastores que ayudaron a mantener esa diversidad, a conservar el paisaje y el territorio. Casualmente, el día antes de empezar la trashumancia, estaba leyendo una compilación de artículos de Atxaga en la que contaba que, en euskera, a Venus, que es la señal para los pastores para volver a casa por la noche, se la llama Artizaga, «la estrella de las ovejas». Soy del sur, pero siento estas palabras muy mías.