Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente

De la dominación a la convivencia: el espacio de lo salvaje en el siglo XXI

Andreu Escrivà
Zona de exclusión de Chernóbil, Ucrania. Fotografía Artic Cynda, 2019, CC BY-SA 4.0

La defensa de un modelo económico «ineficiente, criminal, caníbal y desigual» y la miopía con la que nos relacionamos con el planeta nos ha llevado a alterar el 75% de la superficie terrestre. Las consecuencias de esta alteración son, entre otras, los casos de zoonosis, como el COVID-19. Andreu Escrivà, doctor en biodiversidad y autor de los libros Aún no es tarde: claves para entender y frenar el cambio climático (PUV, 2018) y Y ahora yo qué hago: cómo evitar la culpa climática y pasar a la acción (Capitán Swing, 2020), aboga en este artículo por devolver a la vida salvaje los espacios que le hemos robado.

«Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza; y que le estén sometidos los peces del mar y las aves del cielo, el ganado, las fieras de la tierra y todos los animales que se arrastran por el suelo».
Génesis 1:26

Leyendo esta cita de la Biblia se puede apreciar que no hemos cambiado tanto en los últimos miles de años, ¿no? Seguimos usando a los animales –y también las plantas, algo que se le olvidó mencionar a Dios– para nuestro disfrute. Los sometemos sin piedad, convencidos de una superioridad otorgada por la divinidad. Como en 1997 sintetizaron el ecólogo Peter M. Vitousek y sus colaboradores en uno de los artículos más famosos de la ecología, «La dominación humana de los ecosistemas terrestres», resulta evidente que vivimos en un planeta bajo el yugo del Homo sapiens. Ya entonces los principales indicadores así lo apuntaban: se fijaba más nitrógeno debido a la actividad humana que a procesos naturales; entre el 33 y el 50% de la superficie terrestre había sido transformada por la acción humana; usábamos más de la mitad del agua dulce accesible. Esos, entre otros síntomas. Veinticinco años después de que se compilasen esos datos los superamos con creces. Hemos pasado de 280 a 415 partes por millón (ppm) de dióxido de carbono en la atmósfera (tal vez parezca poco, pero es muchísimo: la concentración era de 362 ppm cuando se escribió ese artículo). La alteración humana ha llegado ya al 75% de la superficie terrestre, lo que quiere decir que perturbamos sitios en los que ni siquiera hemos estado. Si pusiéramos en una báscula gigantesca a todos los mamíferos del planeta, los seres humanos y el ganado, nosotros y los habitantes de nuestras granjas sumaríamos el 96% del peso total: los mamíferos salvajes solo representan hoy el 4% de la biomasa. El 70% de las aves que existen hoy en día tienen una única función: servirnos de alimento. Nos comemos 60.000.000.000 de pollos al año. Sí, has leído bien: sesenta mil millones.

Quizás te has mareado un poco con tantas cifras. No te preocupes, porque a mí me pasa lo mismo. Te las resumo en una frase y un número: estamos devorando el planeta y el espacio vital de cuantos seres lo habitan. El número es el 6, porque hemos provocado (ya está en marcha) la sexta extinción masiva de la historia de la vida, que abarca centenares de millones de años. Las tasas de extinción son actualmente entre cien y mil veces superiores a las normales en los periodos de estabilidad. Y no es un proceso que esté sucediendo solo en una parte del mundo, es síncrono y global. ¿Cómo lo estamos haciendo? O bien los expulsamos de su casa, o se la llenamos de contaminantes, o nos los comemos, o los esclavizamos, o los matamos porque pensamos que nos perjudican. Estamos actuando como si nuestra civilización pudiese mantenerse en el vacío. Como un equilibrista que quiere hacer un truco con la cuerda y para ello la corta, sin darse cuenta de que caerá irremediablemente a una pista sin red.

Caballos salvajes en la Zona de exclusión de Chernóbil. Fotografía Solar Olga, 2016, CC BY-SA 4.0

Hablamos mucho de cambio climático, y debemos hacerlo, pero este es solo el síntoma de una civilización grotescamente glotona, de un sistema económico ineficiente, criminal, caníbal y desigual, de la miopía galopante con la que miramos aquello que nos mantiene en pie. La pérdida de biodiversidad es quizás la mejor muestra de ello. Durante demasiado tiempo hemos confundido ecosistema con territorio más o menos verde; especie valiosa con peluche en las tiendas y programa de televisión propio; protección con pintar un mapa de verde; conectividad con infraestructura, y contaminación con progreso. Y mientras, confundidos, seguíamos dando bocados a la biosfera, excretábamos únicamente un desierto gris. No niego el progreso material, cultural y social de la humanidad; al contrario, lo celebro. Pero esto va de que seamos capaces de darnos cuenta de que las recetas que nos han traído hasta aquí ya no valen. Que la magnitud de los cambios es tan descomunal que está deformando la geografía de la vida y constriñendo las posibilidades de futuro. Por ello le hemos dado un nuevo nombre a esta época, tan abruptamente diferenciada de aquellas en las que los humanos no habíamos colonizado el planeta. La hemos llamado Antropoceno, la época humana. Ya no estamos en el Holoceno, con sus apacibles temperaturas de periodo interglacial, sino en terra incognita. Las balizas que la marcan son la subida de temperaturas, el plástico, las pruebas nucleares..., e incluso los huesos de pollo, los más abundantes del mundo y que permanecerán durante mucho tiempo en el registro fósil. Nos hace falta, ahora más que nunca, una brújula.

La naturaleza necesita espacio, pero no cualquier espacio. «No es lo mismo conducir que conducir», decía un famoso anuncio de coches de hace años. No vale que esté emponzoñado, que lo cortemos a cuchillo y fragmentemos, que desarrollemos actividades extractivas para las que nos molesta la fauna autóctona.

¿Que ya no existe naturaleza prístina? Queda poca, es cierto. Muy, muy poca en la Península ibérica, de hecho. Algo más en algunas partes remotas del mundo. Pero ¿acaso eso debería ser una excusa para no pensar en devolverle parte del espacio que le hemos robado? ¿Acaso la historia de la vida y de los paisajes no va mucho más allá de los doce mil años del Holoceno? Sorprende siempre la voluntad más tradicionalista que conservacionista de algunos gestores ambientales, más preocupados por mantener cotos de poder y relevancia que en pensar cómo debe ser la realidad biológica y territorial del siglo más crucial de nuestra historia. La naturaleza no tiene tradiciones, tampoco una espina dorsal trazada con escuadra y cartabón. Segmentar la realidad en parcelas cuadriculadas siempre conduce a la incomprensión, porque la vida es dúctil, permeable e imprevisible.

Quienes se rebelan frente a esta visión de retornar espacios a la vida salvaje, que cristaliza en la llamada resalvajización o rewilding, suelen tener una visión extractivista de la naturaleza o bien albergan una concepción bucólica y distorsionada de la relación entre nuestra especie y su entorno, lo suficiente como para no entender la necesidad de hacer las cosas de otra forma. Al más puro estilo utilitarista de la tradición judeocristiana, para muchos de ellos la palabra sostenibilidad solo incluye la vertiente de poder seguir extrayendo recursos de forma sostenida; en qué estado quede el entorno es secundario. Con afán paternalista (¡la naturaleza nos necesita!), claman por la gestión como única forma de preservar la biodiversidad, incapaces de entender los mecanismos subyacentes a la realidad ecológica; no digamos ya de maravillarse ante ellos. Llegan incluso a plantear el absurdo lógico de que la agricultura –¡o la caza!– mejora el ecosistema. Cierto: hay formas de cultivar que disminuyen su impacto en el entorno. Y sí, somos muchos y debemos comer, así que la agricultura es necesaria; eso nadie lo pone en duda. Pero no vendamos como victoria aquello que es, simplemente, una pérdida menor, aunque necesaria.

La visión del Génesis, inserta en casi todas las épocas y sociedades –incluso en la URSS, decidida a realizar enormes proyectos de transformación de su propia geografía–, se apoya en un error de base fundamental. No existe un «nosotros y la naturaleza»; es nosotros, la naturaleza. La excepcionalidad humana es un espejismo. Los seres humanos nacemos, vivimos y morimos en sistemas ecológicos interdependientes, aunque seamos capaces de mantener la ilusión de que ya no necesitamos nada de la naturaleza, más allá de cosechar sus frutos. Aunque parezca una obviedad de parvulario, conviene recordar que necesitamos respirar, beber, comer y eliminar desechos, aunque hoy en día muchos urbanitas asuman que la comida se materializa en los supermercados y la basura se vaporiza en los contenedores. O empezamos a funcionar como un todo o seguiremos recorriendo el camino del colapso.

La pandemia de la COVID-19 nos ha mostrado, con dolorosa claridad, qué pasa cuando nos olvidamos de todo esto. Cuando pensamos que basta con preservar algunos parches dispersos de bosques o marjales. Cuando cortamos con hacha las redes tróficas que sustentan la vida salvaje. Cuando vamos quitando tornillos al coche que estamos conduciendo. Uno, no pasa nada. Dos, tampoco. Al tercero se oye un traqueteo. Y al vigésimo se rompe la suspensión y tenemos un accidente. ¿Era ese tornillo la pieza fundamental que mantenía unido el vehículo? No, por supuesto: sencillamente habíamos quitado ya diecinueve tornillos y, como no pasaba nada, hemos seguido haciéndolo. En la realidad física y biológica del planeta existen límites, umbrales que si se sobrepasan producen cambios no lineales. Por eso es crucial mantener a raya el calentamiento global y que no pase de 1,5º C. Y por eso debemos evitar que los ecosistemas colapsen y sobrepasen puntos de no retorno. Porque, una vez lo hagan, ya no sabemos volver atrás. ¿En qué congelador gigante ponemos a Groenlandia si se funde? ¿Con qué manguera kilométrica regamos el Amazonas si se transforma en un bosque seco a causa de la subida de las temperaturas? Como las puertas de salida de los aeropuertos, que no permiten volver atrás, los cambios profundos de nuestro planeta son irreversibles en tiempo humano, algo que debemos ser capaces de entender para actuar ya.

Señal de peligro de radiación en la Zona de exclusión de Chernóbil, Ucrania. Fotografía Artic Cynda, 2019, CC BY-SA 4.0

Y para evitar futuros apocalípticos no hay, claro está, receta mágica. Pero sí una premisa fundamental: la vida salvaje está embutida en un cuarto terriblemente estrecho, sin luz y sin alimento. Tenemos que abrir la puerta y ofrecerle más espacio de la casa común que es la Tierra. Debemos cambiar nuestra presencia en el territorio, replegándonos allí donde sea posible. Tendremos debates encendidos sobre la intensificación de procesos industriales y agrícolas –lo que se ha venido a llamar ecomodernismo–, sobre si debemos o no prepararnos para el colapso o la adaptación profunda, o adónde nos lleva la transición ecológica que, al fin y al cabo, es solo eso: un tránsito de un sitio a otro del cual aún desconocemos el destino final. Pero todo ello deberá hacerse con la consciencia irrevocable de que la época de expansión sin límites ha terminado. De que quitarle espacio a la vida salvaje es quitárnoslo a nosotros, además de jugar a una peligrosa lotería, la de las zoonosis como el coronavirus actual.

Hace apenas unas semanas el mundo se sorprendía ante la posibilidad de vida en Venus, supuestamente detectada a través de compuestos químicos de su atmósfera. Pruebas parciales y muy débiles, pero que llenaron portadas. Y es que el descubrimiento, de confirmarse, sería un hallazgo fenomenal que quedaría para siempre en los libros de historia. Al fin y al cabo, no conocemos otra vida que la que nos acompaña en esta nave espacial que llamamos Tierra. Es por ello que deberíamos recuperar la capacidad de maravillarnos y asombrarnos, como predicaba Rachel Carson. La historia de la vida es fascinante, una apabullante cornucopia de formas y seres, de ramificaciones y calles sin salidas, de triples saltos mortales de la evolución. Nos ha tocado la lotería cósmica de estar aquí y ahora, de ser y compartir espacio con la más maravillosa de las casualidades de la termodinámica y la química orgánica. Aprendamos a entender y amar la vida que nos rodea, porque solo así la dejaremos respirar.

He empezado este artículo con una cita de la Biblia. Me gustaría acabarlo con otra de Carl Sagan, quizás el mejor divulgador científico del siglo pasado. Sagan, a diferencia de Stephen Hawking, tenía muy claro que nuestro planeta es irreemplazable. Frente a las profecías de ciencia ficción del astrofísico, que fantaseaba con la colonización de Marte en el corto plazo, Sagan proclamó la belleza y la singularidad de la Tierra, el único sitio con vida del universo conocido.

Mira de nuevo ese punto. Eso es aquí. Eso es nuestra casa. Eso somos nosotros. En él todos a quienes amas, todos de quienes alguna vez oíste hablar, todos los seres humanos que alguna vez fueron, vivieron sus vidas. […] No hay quizás mejor demostración de la locura de la arrogancia humana que esta distante imagen de nuestro minúsculo mundo. Para mí, subraya nuestra responsabilidad de tratarnos mejor los unos a los otros, y de preservar y querer ese punto azul pálido, el único hogar que jamás hemos conocido.