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La actualidad de Klein

Yve-Alain Bois*
Traducción Ana Useros

El conocido historiador y crítico de arte contemporáneo Yve-Alain Bois (1952, Constantine, Argelia) traza en este esclarecedor artículo una semblanza del complejo gesto artístico elaborado y ejecutado por Yves Klein, quien logró en muy pocos años configurar una obra de actualidad radical, consiguiendo "deshinchar el espectáculo de la industria cultural mediante una farsa aún mayor".

En una conferencia pronunciada en Berlín, en septiembre de 1963, Theodor W. Adorno volvía sobre su Ensayo sobre Wagner, publicado unos diez años antes. Escrito durante su exilio londinense, entre el otoño de 1937 y la primavera de 1938, ese librito mordaz estaba marcado a fuego por la experiencia del fascismo. Por supuesto, a Adorno no le importaba el uso de la música de Wagner por la propaganda nazi, sino que, en la línea del trabajo que compilaba entonces con sus colegas del Institut für Sozialforschung, trataba de mostrar lo que esta música, nacida sobre los escombros de una cultura burguesa en plena crisis, aclaraba sobre el origen lento del fascismo, cómo desnudaba en cierto modo, de manera mucho más ejemplar que cualquier otra, su genealogía sordaTheodor W. Adorno, Versuch über Wagner, 1952. Cuatro capítulos del libro se editaron en 1939, pero el volumen completo no se publicó hasta 1952. Trad. esp.: Ensayo sobre Wagner, en Obra completa 13, Madrid, Akal, 2008.. El texto de 1963, aunque Adorno lo niegue, es una especie de autocrítica o, al menos, propone una corrección. A propósito de Wagner, señala, no podemos sin duda, y menos que nunca, «hacer abstracción del aspecto político», pero la situación de su recepción ha cambiado. Por una parte, «hoy podemos tomar más distancia que en la época» [de entreguerras] pues, «Wagner ya no representa, como lo hacía en mi juventud, el mundo de nuestros padres, sino el de nuestros abuelos, (...) hoy somos mucho más libres; el vínculo afectivo con él se ha aflojado»Theodor W. Adorno, «Wagners Aktualitat». Trad. esp.: «Actualidad de Wagner», en Escritos Musicales III, Obra completa 16, Madrid, Akal, 2006.. Por otra parte, resulta que, en este siglo, «el antiwagnerianismo estético ha sido un asunto del movimiento llamado neoclásico que, desde el punto de vista político, no se puede decir que esté del lado del progreso» (es bien conocido el partido que Adorno toma por Schönberg y la Escuela de Viena y contra Stravinski)Ib. p. 555. Más tarde, Adorno definirá el movimiento antiwagneriano como «el primer incidente a gran escala del ressentiment contra el arte moderno en Alemania» (p. 557).. El punto más destacado de la argumentación de Adorno se encuentra en las líneas siguientes:

Sin embargo, lo que ha cambiado en Wagner no es únicamente su incidencia, sino también la propia obra, en sí misma. De ahí su actualidad: no es un triunfo póstumo, ni la derrota bien merecida del neobarroco. Las obras de arte, en tanto objetos del espíritu, no son algo terminado, acabado. Son una red de todo tipo de intenciones y de fuerzas posibles, de tendencias internas y de sus contrarios, de logros y de fracasos necesarios. Objetivamente se destacan y se perfilan nuevos aspectos de ellas, otros, por el contrario, se borran y mueren. Adoptamos una actitud auténtica ante una obra de arte, no adaptando, como se dice, ésta a la situación nueva, sino más bien descifrando en la obra aquello frente a lo que reaccionamos de otra forma en virtud de la historia. La actitud de la conciencia ante Wagner, la mía cada vez que me confronto a él y que no es únicamente la mía, puede calificarse como ambivalente aún más que la antigua, oscila entre la atracción y la repulsiónIb. p. 556..

Sigue a esto una definición de la ambivalencia: es la «relación con lo que no hemos dominado del todo; adoptamos una actitud ambivalente ante algo así». Adorno añade: «Sería pues ya hora de sopesar plenamente la obra wagneriana, algo que, a pesar de su éxito exterior, queda aún por hacer»Ib. p. 557. En 1963, según Adorno, Wagner era más conocido por esas partes pegadizas de Las valkirias (1856) que por la compleja arquitectura de Sigfrido. Su obra, en suma, se había reducido a unos pocos clichés: «Las obras de Wagner que no han logrado el favor del público son precisamente las más modernas, las más audazmente progresistas en su técnica y, por tanto, las más alejadas del convencionalismo» p. 558..

Hoy nos encontramos, frente a Yves Klein, en la misma situación que Adorno frente a Wagner hace más de cuarenta años. Por supuesto, el paralelismo se refuerza por el hecho de que las dos obras tienen mucho en común, como veremos. Pero lo importante aquí es que el Klein de hoy ya no es el Klein de los años sesenta. Lo que no quiere decir, de ninguna manera, contrariamente a lo que hace ya más de veinte años querría creer Pierre Restany, que este nuevo Klein, no más que el nuevo Wagner de Adorno, pueda limpiarse de las sospechas que pesaban sobre su ser pasado ni sobre la identidad que se había forjado (que por otra parte empleaba muy a menudo a Restany como portavoz). Restany en 1982:

Cuando pienso que en 1969, con ocasión de la primera retrospectiva de Yves Klein en un museo parisino, Christiane Duparc podía aún escribir: «Lo que irrita de Klein es la salsa simbólica, los residuos crísticos, Santa Rita, los rosacruces, el Crac de los Caballeros, Nostradamus, el judo místico, la orden de San Sebastián... Chapoteaba en una especie de religiosidad exasperante» y lo comparo con la disposición de la prensa parisina en 1982, apenas doy crédito a mis ojosPierre Restany, «Vingt ans après», en Yves Klein, catálogo de la exposición retrospectiva en el Musée National d’Art Moderne, Centre Pompidou, París, 1983. p. 70. El texto prosigue atacando con saña a McEvilley como uno de los representantes de «la mente meticulosa y quisquillosa» de la crítica e historia del arte americanas, a la que Restany opone con enorme demagogia los generosos testimonios aportados por los artistas. El catálogo se cita a partir de ahora como MNAM..

Fiel a su puesto de apóstol patentado, Restany finge imaginar que la quincallería espiritualista de Klein ya no suponía un problema en la época de la retrospectiva del artista en el Musée National d’Art Moderne en 1983 (en cuyo catálogo se incluyen estas meditaciones retrospectivas). Pero, muy al contrario, uno de los factores del cambio fue el análisis crítico de ese batiburrillo, especialmente la meticulosa investigación que (¡precisamente en el catálogo de esta misma exposición, para mayor disgusto de Restany!) llevó a cabo Thomas McEvilley sobre los préstamos cotidianos que Klein hacía de su breviario rosacruz (antes de que el artista se diera cuenta de que apelar a la autoridad tutelar de Gaston Bachelard vestía mejor que encomendarse a Max Heindel)Los ensayos de Thomas McEvilley y Nan Rosenthal se publicaron originalmente en el catálogo de las sedes americanas de la retrospectiva de Klein (en la Rice University, Houston; el Museum of Contemporary Art, Chicago y el Solomon R. Guggenheim Museum, Nueva York), que se anticiparon a la del Centre Pompidou. Véase «Yves Klein and the Rosicrucianism», en Yves Klein, Institute for the Arts, Rice University, Houston, 1982, pp. 238 - 254. Este catálogo se citará en lo sucesivo como Houston.. Para ser aún si cabe más severos con Restany, que se lo merece, incluso a título póstumo, por el desprecio con el que trató a sus sucesores, hoy sabemos mucho más sobre Klein, una vez que se ha acabado el monopolio crítico casi exclusivo que este autor ejercía sobre la obra del artista. De no ser por las incursiones de McEvilley en sus archivos (no solamente para lo que concierne al rosacrucismo, sino también, en un ensayo aún más largo y ambicioso, igualmente publicado en el catálogo de 1983, sobre la biografía y la patología de Klein)Thomas McEvilley, «Yves Klein: Conquistador of the Void», en Houston, pp. 19-87., por Nan Rosenthal (un estudio fundamental, una vez más en este mismo catálogo, sobre todo lo que se refiere a lo que llamaré los fraudes ostentosos de Klein, un texto al que deben mucho las páginas que siguen)Nan Rosenthal, «Assisted Levitation: The Art of Yves Klein», en Houston, pp. 89-136., por Sidra Stich (que en su monografía-catálogo de 1994 confirma mediante una avalancha documental los avances de sus dos precursores)Sidra Stich, Yves Klein, Cantz, Stuttgart, 1994 (ed. trilingüe alemán/inglés/español). Esta monografía hacía la función de catálogo de la retrospectiva itinerante de Klein, organizada por Stich, en el Museum Ludwig (Colonia), el Kunstsammlung Nordhein-Westfalen (Düsseldorf), The Hayward Gallery (Londres) y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Madrid). y, finalmente, por Denys Riout (que en su reciente y notable Yves Klein: manifester l’immatériel nos devuelve por fin, hasta el más mínimo detalle, todo el aparato parergonal que Klein convocaba para sus intervenciones y que hacía de cada una de su exposiciones una especie de grandiosa Gesamtkunstwerk)Denys Riout, Yves Klein: manifester l’immatériel, París, Gallimard, 2004., de no ser por la labor tenaz de estos cuatro mosqueteros de la investigación (a los que hay que añadir la excelente edición de los escritos de Klein de Marie-Anne Sichère y Didier Semin)Yves Klein, Le depassement de la problématique de l’art et autres écrits, ed. Marie-Anne Sichère y Didier Semin, París, École National Supèrieure de Beaux-Arts, 2003. Citamos a partir de ahora como DEP. estaríamos aún chapoteando, por retomar la perentoria metáfora de Christiane Duparc, en la misma salsa.

Volvamos a Wagner, o mejor, a los Wagners de Adorno. Para este teórico (y, no hay que olvidar, también pianista y compositor en la línea de su maestro Alban Berg), Wagner es el artista que señala el principio del reino de lo que él llama la industria cultural: en su música, el modernismo incipiente es lo que se resiste a ese veneno como un anticuerpo, pero la demagogia y el autoritarismo aceleran su venida. Wagner es el gozne de un cambio histórico: ese momento en el que, al hacerse puro espectáculo, el arte ya no será en lo sucesivo más que mercancía, y el espectador un consumidor pasivo al que se trata de seducir y fagocitar.

Leyendo el libro de Adorno uno se sorprende a menudo preguntándose qué podría haber dicho él a propósito de Klein: por ejemplo cuando habla del «carácter social» de Wagner (el contestatario que se hace mendigo, el niño mimado que se identifica con el orden establecido que sin embargo está decidido a combatir); de su «diletantismo» (marca, según Thomas Mann, de su falta de educación formal y fundamento de la propia idea de la síntesis de las artes), de la necesidad poética del énfasis; de la ocultación del trabajo en sus producciones teatrales (esencial para lo que Adorno llama el aspecto fantasmagórico del espectáculo en sus óperas, ocultación cuyo fin es engendrar «la ilusión de la realidad absoluta de lo irreal»Adorno cita aquí al musicólogo Paul Bekker, en Ensayo sobre Wagner. En ningún otro lugar es este aspecto «fantasmagórico» de la producción de Klein tan impresionante como en sus proyectos arquitectónicos, especialmente en la serie completa de dibujos «urbanísticos» que Claude Parent hizo para él, en los que la gigantesca maquinaria que imaginó para su «arquitectura aérea» y sus fuentes de fuego se esconden bajo la tierra.); de la fascinación abracadabresca por la tecnología y las prestidigitaciones que presentaban los trucos de un regidor teatral como magia; de la manipulación a menudo sádica de su públicoEl lado sádico de Klein llega a su apogeo en sus proyectos teatrales; véase, por ejemplo, el titulado «Pura sensibilidad» y publicado en Dimanche, «el periódico de un solo día», donde imaginó esposar y encadenar a cada espectador a su asiento mientras durara el espectáculo., simultánea a su servilismo ante éste (cuyo síntoma más punzante es quizá la búsqueda del éxito a cualquier precio); de su ideal ascético (autoinmolación necesaria a todo martirologio); de su constante recurso al mito (mito de la prehistoria, del retorno a un pasado lejano visto paradójicamente como presente eterno y por ello mismo como abrogación del futuroEl Edén antes de la Caída (donde todos viven desnudos) es el lugar utópico al que Klein se refiere constantemente en sus escritos.); y, finalmente, en el sueño de un tiempo congelado aunque en perpetua agitación.

La requisitoria de Adorno, que yo progresiva e imperceptiblemente transponía a Klein, me hizo entrever el nudo, no solamente de mis propias resistencias ante determinados aspectos de su obra y, más aún, de su complejo envoltorio (incluido Restany), sino también de la resistencia mucho más viva de mi muy adorniano y querido amigo Benjamin Buchloh. Para este último, en efecto, Klein es el artista por excelencia del capitalismo avanzado; culmina la apoteosis de la industria cultural de la que Wagner no era sino la obertura profética: él es quien, en la Europa devastada de la posguerra, demuestra mejor que nadie que «todo intento de salvar la espiritualidad por medios artísticos en el momento mismo en el que no hace sino crecer el control universal por la cultura de masas, no puede sino desembocar en una farsa». «Al colocar manifiestamente su obra bajo la dependencia de todo un conjunto de dispositivos que previamente se ocultaban (los espacios publicitarios y las argucias promocionales)», prosigue Buchloh, Klein «sería el artista de la Europa de posguerra, el que inaugura una estética no solamente de la más total contingencia institucional y lingüística, sino también de la espectacularización absoluta»Benjamin H. D. Buchloh, «Plenty or Nothing: from Yves Klein Le Vide to Arman’s Le Plein», en Neo-Avantgarde and cultural Industry: Essays on European and American Art from 1955 to 1975, Cambridge Mass., MIT Press, 2000. p. 269. Véase también, del mismo autor, «The Primary Colors for the Second Time», October 38, verano de 1986, pp. 41-52 y «Klein and Poses», Artforum 33, nº 10, verano 1995, pp. 93-97, 130 y 136..

Pero si el libro que Adorno había escrito en el exilio me había conducido hasta el umbral de mis resistencias a la obra (ergon) de Klein y a su entorno (parerga), fue la conferencia de 1963 la que me ofreció la clave que permitía hacer saltar la cerradura y traspasar el umbral. Hay múltiples razones para ello, pero aquí sólo reseñaré las dos más importantes. La primera aparece en la siguiente observación referente al fraude en Wagner. En este músico, dice Adorno, «lo grandioso no se distingue claramente de lo cuestionable, lo uno no va sin lo otro; la verdad y lo que mediante una crítica seria se descubre como cuestionable en su obra se condicionan mutuamente (...); no se puede escapar a la fusión entre lo verdadero y lo falso»Adorno, «Actualidad de Wagner», p. 567.. La segunda, que por otra parte está estrechamente ligada con la precedente, procede del análisis que propone Adorno de la influencia del mito en Wagner (más específicamente habla de los mitos violentos, pero esto es válido para lo demás, especialmente para todo recurso a la «naturaleza»): como esta influencia del mito no se maquilla, se da en estado puro, «esta obra, a pesar de su querencia por la mitología es, lo quiera ella o no, un proceso contra el mito»Ib. p. 560..

Desde el principio Yves Klein aborda el tema del fraude, en lo que podríamos llamar su bautizo. Nan Rosenthal fue la primera en llamar la atención sobre los dos «libritos» que Klein «publica» en Madrid, antes incluso de optar definitivamente por una carrera artística, Yves Peintures y su doble irónico Haguenault Peintures («libro» es una gran palabra que Klein empleó a menudo después para referirse a este folleto de unas quince páginas; «publicación» incluso es un término usurpado: de los 150 ejemplares numerados que se anuncian en el colofón no existen más que unos pocos e incluso es bastante probable que la mayoría de estos se realizaran póstumamente, a partir de los materiales que Klein trajo de España).

Yves Peintures se presenta como un cuaderno de reproducciones en color, adornado de un prefacio, siguiendo el bien establecido modelo del catálogo de una exposición en una galería comercial de moda (planchas en color, papel de alto gramaje, incluso un prefacio). El primer elemento de sorpresa está en el Prefacio: entre su título genérico (prefacio) y el nombre del «autor» (Claude Pascal, poeta amigo de la infancia de Klein, que prestó su nombre para este ritual de borrado simbólico), el «texto» consiste en barras horizontales que imitan la disposición tipográfica de un ensayo en prosa (líneas, parágrafos). Era muy semejante en esto al poema sin título publicado por Man Ray en 1924 (que imitaba en Morse la configuración de un soneto)Véase Man Ray, Poème optique, publicado en 391 (la revista editada por Francis Picabia) nº 17, junio de 1924. Es perfectamente posible que Klein estuviera familiarizado con el poema de Man Ray por mediación de François Dufrène, un amigo de muchos años, que por entonces era poeta letrista. Sobre Klein y el letrismo, véase Stich, pp. 31-34 y 48-49.. Segunda sorpresa (y para la época era mayúscula): por supuesto las «reproducciones» en color son rectángulos monocromáticos (el hecho de que esos trozos de papel tintado estén pegados artesanalmente en las páginas blancas no está necesariamente fuera del código; por el contrario, al imitar la práctica editorial de Skira, es decir, de los libros de arte con mejor factura, se acentúa la connotación de lujo). El tercer desplazamiento concierne a las «leyendas» colocadas bajo los papeles recortados (uso este vocablo para hacer referencia a Matisse, que en aquel entonces estaba en el punto de mira de KleinSobre Klein y Matisse, véase Rosenthal, en Houston, nota 51, p. 132. Especialmente nos enteramos ahí de que, en diciembre de 1953, la madre de Klein, Marie Raymond, ha publicado un artículo sobre Matisse en el que «los recortes se reproducen y son objeto de una larga discusión».). Éstas siguen todas el mismo modelo: a la izquierda el nombre Yves, a la derecha la indicación de un lugar, seguido, entre paréntesis, de una fecha y de las dimensiones de la «obra». Por ejemplo, «Yves/en Londres, 1950 (195 x 97)» o «Yves/en Tokio, 1953 (100 x 65)».

Nan Rosenthal ha establecido claramente que las «obras» supuestamente reproducidas en Yves Peintures no existían entonces ni existirán de hecho nunca, a menos, y sin duda es la interpretación a la que se habría acogido Klein si un exegeta curioso lo hubiera acorralado sobre este punto, que se considere su simple concepción como condición necesaria y suficiente de su existencia (el muestrario de fechas, entre 1950 y 1954, tendría como fin esencial el afirmar que «el artista» había tenido la idea de las pinturas monocromas desde 1950, es decir, antes incluso de que se concibiera a sí mismo como artista, lo que efectivamente confirman numerosos testimonios y documentos). Pero, como también señala Rosenthal, y aunque Yves Klein se refiere a menudo a esta obra como «una selección de reproducciones de sus obras» (suprimiendo las comillas que inicialmente rodeaban a las palabras «de reproducción de» en el borrador de una carta que describía el folletoVéase Rosenthal, en Houston, p. 98. Como señala Rosenthal, en la versión final de una carta enviada a Jacques Tournier el 5 de agosto de 1955, Klein buscaba fomentar el mito de que él era un joven pintor con una obra, coleccionistas y proyectos para los que trabajaba con arquitectos. Yves Peintures, escribe, está «agotado por el momento, pero el editor tiene, creo, unas pocas copias». Carta publicada en DEP, p. 329.), numerosos indicios nos hacen guiños, destinados a darnos pistas sobre la superchería: las líneas mudas firmadas por Claude Pascal, en primer lugar, son una cuchufleta evidente a la tradición literaria vigente en el mundo del arte parisino (el prefacio del catálogo de exposición es un ejercicio obligado para cualquier literato que se precie, al igual que la obtención de ese exergo es un must para cualquier artista debutante): la monocromía de las «obras» en teoría reproducidas es un ataque en toda regla, de una ironía en tono de farsa, contra el pathos anfigórico que dominaba por entonces la escena artística (volveré sobre este punto); la repetición absurda de la palabra «Yves» en cada leyenda (un nombre de pila, luego un término genérico, aquí tartamudeado como un leitmotiv, como si el martilleo, procedimiento que, por lo demás, no puede ser más wagneriano, pudiera por sí solo consolidar la identidad de un personaje); las extrañas indicaciones geográficas (en París, en Londres, en Madrid, en Tokio, en Niza: todas las ciudades donde Klein ha vivido y «trabajado»), cuya lectura más lógica (pero la menos conforme al código) asume que se refieren al lugar de producción de las «obras reproducidas» (lectura confirmada por el hecho de que en Haguenault Peintures estas indicaciones geográficas son debidamente completadas con informaciones sobre la «procedencia» de las obras, indicaciones ficticias, evidentemente, pero esta vez acordes con la costumbre: «Haguenault/París, 1951 (162 x 979, colección Raymond Hains)», por ejemplo; las dimensiones, finalmente.

Como escribe Rosenthal: «Según la convención, la altura y el largo, si no aparece la palabra centímetros (o la abreviatura cm) se designan expresamente en centímetros en el caso de reproducciones de pintura: aquí, por el contrario, las dimensiones que da Klein no se refieren a los originales, reducidos para su reproducción en el libro, sino a lo que en efecto vemos en la página: Klein da la altura y la anchura reales, en milímetros, de los papeles coloreados pegados»Rosenthal, en Houston, p. 99. Estas observaciones se basan en la copia que Rosenthal pudo estudiar en los archivos de Klein (reproducida en Houston, pero no en MNAM), así como en otra copia que Klein habría enviado a su madre, recién salida de la pequeña prensa propiedad de su amigo impresor de Madrid (conversación con el autor, 15 de junio de 2006). Las otras copias reproducidas y exhibidas desde la muerte de Klein, en las que las dimensiones que se indican en los pies no corresponden en absoluto con las verdaderas dimensiones de los rectángulos de papel encolados son, según Rosenthal, incorrectas y póstumas. Véase Rosenthal, en Houston, nota 43, p. 231 y, de la misma autora, «Comic Relief», Artforum 33, nº 10, verano 1996, pp. 93-97, 130 y 136. Este último artículo, una reseña de la exposición organizada por Stich, critica a este último por haber exhibido una de las copias incorrectas y por no admitir que la correspondencia centímetros/milímetros era un aspecto importante de la obra de Klein, justificando así la descuidada producción de las copias póstumas. En la copia que se exhibió recientemente en Frankfurt y que se reprodujo en el catálogo (Olivier Berggruen, Max Hollein e Ingrid Pfeiffer, Yves Klein, Hatje Cantz, Ostfilder-Ruit, 2004) pp. 12-13, no sólo no se mantiene la correspondencia de las dimensiones en los pies de foto, sino que dos de los rectángulos están «firmados» a la derecha (una firma impresa en cursiva, en letra «inglesa»). Uno de estos rectángulos firmados, naranja, parece anticipar Expression de l’univers de la couleur mine orange, de 1955 (el único monocromo que está «firmado» o, más bien, sellado con una inscripción, también en cursiva, «K, mayo 1955»). Ninguna de las reproducciones está firmada en la «primera» copia reproducida por Rosenthal, pero la autora vio varios rectángulos de color en los archivos de Klein, del mismo tipo que los empleados en el libro, en los que se había impreso una «firma». Esto parece indicar que, en un determinado momento, mientras hacía el libro, el artista pensó en distorsionar una marca más de autenticidad institucional. Rosenthal señala que «si Klein hubiera recortado estos papeles coloreados ajustándolos a los distintos tamaños de las planchas de la versión correcta, hubiera producido firmas de tamaño variable» (en Houston, nota 46, p. 131). Por supuesto, pero eso habría apuntado, quizá demasiado rápido, al carácter ficticio de esas firmas.. Esta correspondencia término a término entre las dimensiones reales de los rectángulos de papel coloreado y las dimensiones simbólicas (sin indicación de escala) de las pinturas virtuales es esencial al juego de espejos en el que nos sumerge Klein, esencial a la vez a la «fusión de lo verdadero y de lo falso» y al «proceso contra el mito» del que habla Adorno a propósito de Wagner.

Quizá haya que insistir en el hecho de que el debut de Klein es un gesto airado. Reprocha a sus padres, ambos artistas (el padre figurativo, la madre bastante conocida en el clan de los abstractos) el haberle relegado en provecho de sus carreras (a menudo lo dejaban en casa de su adorada tía Rose, que financiará hasta el final todos sus caprichos); observa ese ambiente de vanguardia bohemia que su madre frecuenta, y pronto se asquea por las discusiones de salón que ella impulsa en sus veladas de los lunes. Con un cinismo desganado de adolescente, observa como un finísimo etnólogo y remeda las maquinaciones del mundo del arte, la pompa de los críticos, las giras promocionales; aprende también la historia del arte como por ósmosis. Sobre todo se harta rápidamente del «arte abstracto», tanto de la tendencia postcubista de la que participa su madre (que expone en Denise René) como del informalismo (mete a los dos, con una perspicacia precoz, en el mismo saco). Queda muy pronto fascinado por Georges Mathieu: éste se convertirá en el arquetipo que desmitificar, pero también que imitar (y, de esta manera, que superar)Sobre Klein y Mathieu véase especialmente McEvilley, en Houston, p. 67; Rosenthal, en Houston, pp. 94 y 124; y Stich, pp. 175, 189-90 y 223. Klein escribió un texto corto y bastante ambiguo sobre Mathieu, que no se publicó en vida y que translucía cierta admiración (en DEP, p. 343). En su conferencia en la Sorbona, sin embargo, aunque no lo nombra (pero nadie podía llevarse a engaño en aquel momento), Mathieu es un objetivo a derribar (véase Yves Klein, «Conférence à la Sorbonne», en DEP, pp. 144-145, el pasaje completo sobre los imitadores de la caligrafía japonesa y los fanáticos de la velocidad en la pintura).. Sólo más tarde sabrá formular su desprecio, que es también un despecho, por el informalismo: «Detesto a los artistas que se vacían en sus cuadros, como es a menudo el caso hoy. ¡La morbidez! En lugar de pensar en la belleza, en el bien, en la verdad, vomitan, eyaculan, escupen toda su complejidad horrible, podrida e infecciosa en su pintura, como para aliviarse y cargar ‘a los otros’, ‘los lectores’ de sus obras, de toda su carga de remordimientos de fracasados»Yves Klein, «L’aventure monochrome», en DEP, pp. 240-41. Hay otras versiones menos violentas (publicadas con anterioridad) de este pasaje.. Sólo a toro pasado, tras haber optado por una identidad de artista (pero a partir de ese momento todo sucederá muy deprisa, hasta su muerte prematura), podrá Klein comprender por qué le repugnaba la cultura en la que estaba inmerso.

A pesar de lo que haya podido decir más tarde, sus primeros monocromos fueron ante todo gestos parricidas, en ningún caso concebidos como obras de arte. En uno de sus numerosos relatos autobiográficos (que tienen la misma función de acreditación que Yves Peintures), Klein menciona las superficies monocromas que él pintaba en 1946 (a la edad de dieciocho años) paralelamente a los «caballos en un paisaje» o «escenas de playa» y a las «composiciones de formas y de colores» a los que se entregaba entonces bajo la influencia respectiva de su padre y de su madre. Era, dice, «para ver, ver con mis ojos, lo que el absoluto tenía de visible. No consideraba esos intentos como una posibilidad pictórica en aquella época, hasta un día, alrededor de un año después, en el que me dije: ‘Por qué no’. (...) Sin embargo no le enseñé nada a nadie todavía. Esperé»Yves Klein, «Le dépassement de la problematique de l’art», en DEP, pp. 80-81.. Los escépticos pondrán el grito en el cielo ante el embellecimiento retrospectivo, y parece que Klein adelanta en varios años su «por qué no» metafísico, ese momento en la vida de un hombre en el que «se decide todo», esa «señal para el creador bisoño que indica que el arquetipo de un nuevo estado de cosas está listo, que ha madurado, que puede aparecer ante el mundo»Ib.. Pero, entre otros intentos monocromos de juventud, éste parece corroborar el mito: en Londres, en 1950, mientras trabajaba con un enmarcador (con el que aprendió, entre otras cosas, el arte de dorar y la técnica del encolado, de los que se servirá después) grita mientras enseña unos pequeños pasteles monocromos a su amigo Claude Pascal: «¡Lo encontré!» Un eureka a la vez inseguro y agresivo, puesto que, tras pinchar esos pasteles en la pared del piso que compartía con Pascal, invitó a su profesor de inglés a reírse de ellosVéase McEvilley, en Houston, p. 30; Rosenthal, en Houston, p. 96; y Stich, p. 23.. «¡Lo encontré!»: encontró la manera de adelantar a todos (a los padres, sus amigos pintores y críticos, la alta cultura), la manera de obliterarlos obliterando sus obras. Cuatro años más tarde, Yves Peintures participa aún de esa lógica adolescente e, incluso, un año más tarde de aquello, también lo hace el envío deliberadamente provocador de Expression de l’univers de la couleur mine orange (primer monocromo de gran formato, ostensiblemente hecho con el rodillo) al Salon des Realités Nouvelles (foro anual de su madre). Más que el folleto de 1954, fue esta inscripción voluntariamente escandalosa sobre la escena pública la que se convirtió, a posteriori, en su verdadero «por qué no» (el cuadro no fue admitido en el Salon y Klein se movió bastante para que su propio estatus de «rechazado» –¡como Manet! – fuera debidamente inscrito en los anales de la historia).

Los turiferarios de Klein lo han presentado a menudo como un histrión patético, una especie de payaso torpe y fascistizante, y es cierto que cuanto más se escuchaban las acusaciones de mala fe, más recargaba él su personaje. Pero Adorno sobre Wagner nos pone en guardia a la vez contra la trampa que nos tiende (y el medio con el que nos pone a prueba), y contra la denuncia que su discurso y toda su actividad programa paradójicamente y de manera muy astuta. Porque Klein pone el dedo, y con todo el saber hacer vanguardista acumulado después de Wagner, sobre una de las condiciones esenciales del arte moderno, al menos tras Courbet y Manet (después de la crisis de la representación que preside su obra), a saber, el riesgo de lo falso, el riesgo de que se te rían a la cara y que digan que el emperador está desnudo, pero también el deber de toda obra de afrontar ese riesgo, más aún, de buscarlo, desafiarlo, si aspira a la más mínima autenticidad. Más que cualquier otro artista de la inmediata posguerra, Klein ha vivido esa condición como una obsesión (sólo quizás Beuys podría igualársele, Warhol es demasiado cool). De ahí, por ejemplo, sus numerosos fantasmas sobre un nuevo orden económico mundial, liberado de ese «medio fijativo» que es el dinero (siendo la economía el ámbito por excelencia del valor); su brillante fábula sobre la serie Monochromes bleus, de idéntico formato en su exposición de Milán, en 1957 (el mito ha calado: muchos creen hoy a pies juntillas que esos cuadros tenían cada uno un precio diferente, cuando esa idea sólo se le ocurrió a Klein con posterioridad); su obsesión paranoica por el copyright y la prioridad o la anterioridad.

La mitomanía de Klein es notoria; así como sus innumerables fabulaciones. Las que han detectado los historiadores comienzan muy tempranamente, como reacción quizá, sugiere McEvilley, a la humillación de su fracaso en el bachillerato: cuenta que fue alumno en la Escuela de Marina Mercante, que tocó con Claude Luther en los clubs de jazz, que entrenó caballos en Irlanda, etc. Una anécdota entre mil da el tono de sus múltiples historietas: para volver con la cabeza bien alta de Japón, donde ha pasado un año y medio perfeccionando su práctica del judo, necesita obtener el título de «4º Dan del Kodokan» («Sin eso no puedo volver, habría perdido la partida», escribe a su demasiado generosa tía Rose). Sin embargo, el nacionalismo japonés es un obstáculo temible (sus examinadores están «decididos a no promocionar a un extranjero sin que haya ganado al menos diez veces o dejándose tentar por el dinero»). Ahora bien, aunque de costumbre no le daba vergüenza alguna pedirle dinero a su tita, le repugna comprar el título («he sido demasiado sincero con el judo hasta ahora, no quiero tráfico de dinero para pagar mi diploma»). Pero, por contra, no tiene el menor escrúpulo en inventarse un nuevo subterfugio («hay una forma de impresionarlos, de hacerles entender que a mi vuelta me voy a convertir en un tipo muy poderoso en Francia y que a ellos les interesaría tenerme de su parte haciéndose el favor especial de concederme el 4º Dan antes de mi partida») y requerir para ello la complicidad de su inocente hada familiar, a la que anima a escribir al gran maestro del judo japonés: «Escribe rápido, tita, pero construye bien tu carta para que funcioneMcEvilley, en Houston, pp. 36-37. Esta carta está publicada en su integridad por Stich en varias ocasiones; a Klein no le importa calificar la carta que le pide a su tía que escriba como un bluff (la palabra incluso aparece en mayúsculas). Stich, pp. 35-36.». La carta funciona in extremis (en último término para nada, porque la Federación Francesa de Judo le negará la convalidación del diploma concedido por el Kodokan), pero la lección del incidente reside más bien en esa parcela de verdad (de «sinceridad») que Klein busca conservar en el seno mismo de la más crápula manipulación. Se puede mentir a pleno pulmón, contar cualquier cosa, mientras los hechos imputados describan la realidad tal y como ésta debería ser (cuando «la verdad se vuelve realidad»El título de la primera parte de L’aventure monochrome, una colección de textos en la que Klein trabajó esporádicamente pero que no se ha publicado competa hasta hace poco, era, «Le vrai devient réalité ou pourquoi pas!»), pero la mentira pura y simple es un veneno capaz de corromper incluso el mito.

A propósito de la venta de «cuadros inmateriales», con ocasión de la Exposición del «Vacío» en la galería de Iris Clert, en 1958 (un nuevo adelanto de fechas), Klein declarará en 1959: «Creedme, comprar estos cuadros no es un robo. Es a mí a quien siempre roban, pues acepto dinero»Klein, «Le dépassement de la problématique dans l’art», en DEP, p. 94.. El oro puro, emblema de lo inalterable, venido del fondo del tiempo, que además es arrojado a las aguas del Sena en un soberano potlach (como ocurrirá durante el ritual al que todo comprador de una «zona de sensibilidad pictórica inmaterial» deberá someterse), el oro vendrá en el momento justo para borrar el estigma de la corrupción monetaria (el texto enlaza con una exposición colectiva en Anvers, en marzo de 1959, en la que el oro aparece por primera vez en la panoplia de Klein: fija el precio de su obra virtual, que no existe sino por la presencia y la acción declamatoria del artista, en un lingote de oro de un kilo)Klein, «Conférence à la Sorbonne», en DEP, p. 121. En este punto véase el lúcido análisis de Riout, pp. 88-89.. Pero durante su estancia en Nueva York estará a punto de admitir que la transfiguración fiduciaria de la pura nada en oro puro (que entretanto ha perfeccionado con sus Zonas de Sensibilidad) es en buena medida charlatanería y que su eficaz alquimia se debe únicamente a la credulidad de su público (o, mejor dicho, de unos pocos aficionados): «Por increíble que esto resulte, he vendido un cierto número de estos estados pictóricos inmateriales»Yves Klein, «Chelsea Hotel Manifesto», escrito originalmente en inglés con la colaboración de Neil Levine y John Archambault. El relato más preciso y el análisis más riguroso de las «zonas inmateriales de sensibilidad pictórica» puede encontrarse en el libro de Riout (pp. 96-116)..
Este entrelazado de lo verdadero y de lo falso se evidencia mejor que en ningún otro sitio en los textos de Klein sobre su «época blu» (la exposición para la que a toro pasado concibe la idea del precio diferente para cada cuadro del mismo formato y del mismo color IKB): a propósito de ella hace referencia explícita a la cuestión del valor «real» de la obra (es decir, «invisible» para los ojos, pero no por ello menos cifrable) y al problema genérico de lo falso en el arte.

Así pues, busco el valor real del cuadro, ése que hace que dos pinturas rigurosamente idénticas en todos sus efectos visibles y legibles, como son las líneas, los colores, el dibujo, las formas, el formato, el espesor de la pintura y la técnica en general, pero pintadas una por un «pintor» y la otra por un hábil «técnico», un «artesano», aunque ambos estén reconocidos oficialmente como «pintores» por la colectividad: ese valor real invisible hace que uno de esos dos objetos sea un «cuadro» y el otro noKlein, «L’aventure monochrome», en DEP, p. 235..

En uno de los manuscritos de este texto, Klein anotó al final de este párrafo, entre paréntesis, los nombres de Vermeer y del famoso falsificador que, sorprendentemente, había logrado engañar a los expertos hasta su espectacular juicio tras la Guerra: Han van MeegerenEste paréntesis aparece sólo como una nota al pie en la edición de sus escritos. se encuentra en la publicación de este mismo texto en MNAM, p.173. Sobre el escándalo van Meegeren, véase Rosenthal, en Houston, nota 90, pp. 133-34.. Quizá Klein renunció a aludir a Van Meegeren en la versión final de L’aventure monochrome porque las imitaciones que realizó este último resultaron ser demasiado disímiles de su modelo (notándose unas diferencias visibles, aunque no percibidas por los historiadores del arte, todos ciegos, por supuesto, y no una diferencia del género que Klein trataba de establecer). Sea como fuere, el juego del ratón y el gato entre lo falso y lo verdadero es esencial para la postura de Klein: es lo que le permite a la vez lamentarse sobre el desencantamiento del mundo e, irónicamente, sacar de ello la sustancia y la subsistencia. Recordando en compañía de Arman y de Martial Raysse sus andanzas de juventud, declara haber proclamado en la época que «el kitsch, el estado de mal gusto, es una nueva noción en el arte: ‘la gran belleza no es verdaderamente bella a no ser que contenga en ella el mal gusto, la artificialidad bien consciente con un dedo de deshonestidad’»«Klein, Raysse, Arman: des Nouveaux Réalistes», debate moderado por Sacha Sosnowsky, 1960, publicado en MNAM, p. 263.. Nan Rosenthal lo ha analizado de manera soberbia:

Hay aquí en la expresión «valor real» [en el pasaje citado anteriormente] tres entonaciones posibles y tres formas de comprenderla: se puede ver ahí el tono del crítico que se lamenta del hecho de que los historiadores del arte tengan a veces motivaciones cuestionables y que los pintores abstractos son quizá falsarios; o bien el tono del impostor que sugiere que él participa tal vez de la actividad que critica; finalmente el tono del verdadero artista que, abordando las opiniones tabúes sobre los artistas y permitiendo que se puedan plantear preguntas sobre la hipocresía de alguno de ellos, incluido él mismo, demuestra cuán sincero esRosenthal, en Houston, p. 109..

En suma, en un mundo en el que todo se ha convertido en mito y espectáculo, sólo la espectacularización del mito y del espectáculo puede contener una parcela de verdad, en tanto juicio acusatorio: he aquí que volvemos a Adorno y a Wagner.

La referencia a Wagner no está únicamente motivada por la cuestión de la transformación del arte en espectáculo. Si ése hubiera sido el caso, un modelo teórico más directo que el que proporciona Adorno habría sido Guy Debord, con quien Klein tuvo una excelente relación (incluso le regaló un cuadro monocromo) antes de que el jefe de la Internacional Situacionista lo injuriara en su revista (la retórica conminatoria de ambos tiene, por otro lado, mucho en común y se equivocan, a mi juicio, quienes denigran las cualidades de escritor de Klein a la vez que alaban las de Debord)Véase Christophe Bourseiller, Vie et Mort de Guy Debord, París, Plon, 1999. Fue Debord quien eligió un cuadro pequeño (para sorpresa de Klein): «porque así puedo llevarlo en el bolsillo de mi abrigo». Bourseiller ofrece mucha información que confirma la amistad entre Klein y el grupo de los futuros situacionistas (especialmente, «en 1956 pintó una pieza a cuatro manos con [Asger] Jorn, Ralph Rumney y Wallace Ting»). En 1952, Klein asistió a la proyección de Hurlements en faveur de Sade (1952), la primera película de Debord (la pantalla permanece totalmente en blanco durante el diálogo y totalmente en negro durante los largos intervalos de silencio). Cuando se interrumpió su amistad, Debord acusaría a Klein de plagio. Pero las sorprendentes afinidades entre Klein y determinadas producciones de la Internacional Situacionista van más allá de la anécdota, especialmente en lo que concierne a las utopías arquitectónicas y urbanas de Klein, que se parecen increíblemente a las de Costant.. La búsqueda obsesiva de la verdad, de lo que él llamaba «la marca de lo inmediato» lo acerca también a esa otra herencia del pensamiento wagneriano, a su herencia presente en la cultura francesa de finales del siglo XIX, a saber, en lo que conocemos como simbolismo (para quien sabemos que Wagner fue uno de sus grandes héroes). Leyendo los textos de Klein no podemos por menos que sorprendernos de su extrema similitud con los de un Georges-Albert Aurier, por ejemplo, o los de Gustave Moreau, los de Charles Morice, e incluso los de Gauguin. Sin duda Klein no conocía los escritos de estos poetas y pintoresLeía muy poco: tebeos (Tintín y Mandrake el Mago); después la Cosmogonía de Heindel, a la que se refirió incesantemente durante diez años (entre 1946 y 1956); luego los diarios de Delacroix, que apreciaba más que su pintura; y, finalmente, empezando en 1956, unos pocos capítulos de algunos libros de Bachelard., pero la Cosmogonía desquiciada de Heindel, en la que se había sumergido durante tanto tiempo, le dio indirectamente el acceso (bajo una forma mal digerida, pero eso poco importa) a lo que constituye su zócalo común, teñido de neoplatonismo y de SchopenhauerPara las páginas siguientes le estoy infinitamente agradecido al libro de Pierre-Henry Fragne, La négation à l’oeuvre: La philosophie symboliste de l’art (1869 - 1905), Presses Universitaires de Rennes, 2005.. Cuando escribe «el espíritu no se sustenta, no absorbe nada y tampoco da nada, lo comprende todo, vibra de vida, ‘es’»DEP, p. 325., Klein parafrasea (sin saberlo) a Plotino hablando del Uno. Igualmente, cuando habla de emanación, de atmósfera envolvente, de radiación invisible, de entusiasmo, de éxtasis, de abolición del movimiento, de vaporización del yo, del más allá de lo pensable, de unidad absoluta, utiliza un vocabulario neoplatónico calcado del de los simbolistas. Incluso su práctica del «a toro pasado» (la racionalización a posteriori) de la que rápidamente se convirtió en un maestro, parece ilustrar la doctrina de Plotino (en la creación artística, según éste último, «nada procede de una consecuencia lógica, de una reflexión: todo se hace antes de que se extraigan de ello las consecuencias, antes de reflexionar; pues todas esas operaciones vienen después, así como el razonamiento, la demostración y la prueba»Citado en Frangne, pp. 81-82.). La idea misma de «visión inteligible», predilecta del pensador neoplatónico, se acerca bastante a la aspiración de Klein, aunque éste sin duda habría considerado la unión de esos dos vocablos como un oximorón. Sería algo como «la visión sensible de la que se habría quitado todo aquello que esta visión tiene justamente de sensible y de representativo, es decir, todos los obstáculos, las divisiones, las huellas de opacidad», una visión que suprime «la distancia que separa a los objetos de la visión sensible», y que «abole de un solo golpe la distancia que separa al sujeto vidente del objeto visto»Frangne, p. 83..

Podemos sonreírnos, considerar que todo esto son antiguallas idealistas, preguntar qué importa la deuda (inconsciente) de Klein con una filosofía antigua, desempolvada por los simbolistas hace poco más de un siglo, para la lectura de sus obras. Esta pregunta se podría hacer también al respecto de los propios simbolistas, excepto quizá en el caso de Mallarmé, que opta por Hegel (Klein cita al poeta, pero sin conocerlo, a partir de Bachelard). La cuestión no es la supuesta deuda, sino el uso que se hace de ésta. Como señala Pierre-Henry Frangne, «el simbolismo encuentra en el neoplatonismo el medio filosófico de mantener y reabsorber a la vez la exigencia de trascendencia y de inmanencia, así como la del dualismo y del monismo (de lo uno y lo múltiple, del sujeto y del objeto, del vidente y lo visto, del alma y el cuerpo, de la idea de la sensación). Y esto en el interior de un pensamiento que busca edificar la ‘sencillez de la mirada’ mediante un proceso de sustracción y de limpieza, pues lo divino, siendo invisible, no puede dar lugar a la predicación o a la determinación, sino únicamente a negaciones»Frangne, p. 87.. Sustituyamos «lo divino» por «lo inmaterial» y aterrizamos, grosso modo, sobre el programa de Klein. Por el lado «trascendente», la búsqueda de lo absoluto, el azul infinito, la «sublimación» (una palabra fetiche en la conversación de Klein, según ArmanCitado en McEvilley, en Houston. p. 51.), la obsesión por la muerte y muchos otros rasgos; por el lado de la inmanencia, esa constante invitación a la «presencia», ese desafío de toda mediación, ese entusiasmo por lo efímero, por el fuego que quema la obra y al hombre, más que por las mediocres cenizas que quedan. Entre los dos o, mejor dicho, ligando dialécticamente los dos, la concepción de la obra de arte como huella material de una fuerza vital cuyo estallido es demasiado potente como para poder ser captado, pero también demasiado difuso como para poder ser pensado o figurado. Por el lado dualista, tenemos toda la muy compleja organización de las exposiciones sucesivas de Klein, tan bien descrita por Riout, como el triunfo de lo inmaterial sobre un contexto material que se coloca como epígrafe únicamente para realzar esta victoria, como la encarnación antes de la ascensión (o al menos, de la levitación). Por el lado monista y de la «sencillez de la mirada» tenemos todas las afirmaciones de Klein contra la composición (las más lúcidas, tras las de Wladislaw Strzeminski, y algo anteriores a las de Frank Stella y Donald Judd).

En resumen, aunque el revoltijo sincrético de los textos de Klein no sea muy apetitoso, sí es coherente. Pero esta consistencia (que se debe, a mi juicio, a la influencia del neoplatonismo sobre su modo de pensamiento por mediación de Heindel) no tendría el menor interés si no le hubiera permitido elaborar una obra fulgurante que, por una parte, llega al límite de esa proposición que había tentado a los pintores, al menos a partir de Malevich (la parusía del color puro) y que, por otra parte, representa, en la escena artística francesa (y europea) una operación de decapado inusitada e irreversible. Me gustaría para terminar detenerme un momento en estos dos últimos puntos (color puro y decapado).

Sabemos lo orgulloso y celoso que estaba Klein de la invención del IKB [International Klein Blue], hasta el punto de patentarlo. Los críticos e historiadores (incluyendo, por supuesto, a Restany) tienen aquí la costumbre de tomar el vocablo invención con pinzas y colocarle unas comillas, con la excusa, según lo establecido por Carol Mancusi-Ungaro hace un cuarto de siglo, de que la fórmula química de la mezcla IKB no la hizo el propio Klein, sino un empleado de la Rhône-Poulenc: la resina sintética que permitía ligar los granos de pigmento puro sin que perdieran su saturación le fue proporcionada, a petición cuya, por el perspicaz comerciante de colores que se interesaba por sus investigaciones (Klein encontró también la esponja gracias a él)Carol Mancusi-Ungaro, «A Technical Note on IKB», en Houston, pp. 258-259.. Pero es este «a petición suya» lo que aquí importa: numerosos son los artistas que se han lamentado, antes de Klein, de que cuanto más fijativo es un medio (y, desgraciadamente, en proporción inversa a su fragilidad) más afecta a la intensidad del pigmento que fija (el pastel apenas tiene medio, es enormemente frágil, pero sus colores están muy saturados; en el otro extremo de la escala, tenemos el óleo, robusto, pero no se puede ser más opaco). Klein, en su incapacidad infantil para aceptar un no por respuesta a cualquiera de sus deseos, de reconocer la realidad de un obstáculo material (modo utópico propio de los inventores) se niega a aceptar el dilema saturación-fragilidad/pérdida de intensidad-estabilidad. Maravillado ante las piletas que veía en casa del comerciante de colores y que contenían los pigmentos puros (en polvo) se apresuró a preguntar si no se habían descubierto aún los medios técnicos de conservar toda la vivacidad del color puro («materia prima de la sensibilidad») pero de forma duradera: de ahí la fórmula del IKB (lo que no impidió a Klein exponer, en la galería de Colette Allendy, en 1957, como un homenaje a su epifanía ante las piletas, una bandeja llena de pigmento azul en grano, libre de todo medio).

El resultado de la cabezonería de Klein es memorable: ningún pintor antes de él había obtenido tal riqueza, tal profundidad coloreada sin las muletas del contraste; nadie había pensado en encontrar el medio (y sin embargo bastaba con preguntar) de sostener con tal fuerza, sobre superficies cada vez más grandes (si pensamos en los paneles del teatro de Gelsenkirchen, algunos de veinte metros de largo por siete metros de alto) la saturación máxima de un solo color. Klein está lejos de haber inventado el monocromo, pero nadie antes que él supo, de una forma tan seductora, sencilla e inmediata, mediante el simple color saturado, «remover el fondo sensual de los hombres»Henri Matisse, Escritos y opiniones sobre el arte, Barcelona, Debate, 1993. ¿Estaba Klein familiarizado con la expresión de Matisse, «un centímetro cuadrado de azul no es tan azul como un metro cuadrado de ese mismo azul?»(Matisse, citado en Louis Aragon, Henri Matisse, 1971). Sus murales oceánicos (Wagner) de Gelsenkirchen, en cualquier caso, prueban que el viejo maestro tenía razón en lo que respecta al color y a la superficie..
Retomo a propósito esta expresión de Matisse porque, en cierto sentido, Klein realiza uno de los sueños de su antecesor. Veamos si no este recuerdo de Gino Severini:

Matisse me enseñaba un día un boceto que había hecho «a partir del natural» de una calle de Tánger. En primer plano había una pared pintada de azul. Ese azul condicionaba todo lo demás y Matisse le había dado toda la importancia posible conservando la construcción objetiva del paisaje. A pesar de eso, confesaba que no había expresado ni la centésima parte de la «intensidad» de ese azul, es decir, de la «intensidad sensorial» que ese azul le había producido. (...) Me decía que si tuviera que descargar esa sensación de azul que dominaba a todas las demás, habría tenido que pintar en azul, como un pintor de brocha gorda, todo el cuadro; pero que por esa acción refleja, que sólo importaba en el momento de la sensación, no habría alcanzado la obra de arteGino Severini, «La peinture d’avant-garde» Mercure de France, junio de 1917, reimpreso en Severini, Témoignages: 50 ans de réflexion, Roma, Éditions Art Moderne, 1963, p. 63..

Ese sueño le estaba prohibido a Matisse, a la vez por los límites de la representación y por la necesidad de la transposición (sin la que creía él que no podía haber arte). Pero he aquí la paradoja: ese sueño de invocar el color solo, sin mediación, al máximo de su intensidad, para que sólo se viva en el instante, en el momento inarticulado de la sensación, Klein lo alcanza por el sesgo de una lógica mística que en todo parecía opuesta a esta afirmación del color, es decir, por un constituyente no mimético de la práctica pictórica que fue durante mucho tiempo condenado por las estéticas idealistas (en beneficio del dibujo, por supuesto) como material y bajo. Esta paradoja, este vuelco del idealismo más extremo hacia su contrario más desnudo, no es nueva, es incluso una de las características más sorprendentes del simbolismo (como han mostrado magníficamente Frangne, a propósito del color en Gauguin, y Jean Clauy, a propósito de, además del color, todas las manipulaciones no miméticas y la absorción de lo material y lo corporal en los pintores simbolistas, incluso en los más atrapados en lo inefable, el católico Maurice Denis, por ejemplo)Frangne, pp. 115-118; Jean Clay, «Gauguin, Nietzsche, Aurier: Notes sur le renversement matériel du Symbolisme», en L’Éclatement de l’Impressionnisme, Musée Départemental du Prieuré, Saint Germain-en-Laye, 1982, pp. 19-28.. La paradoja no es nueva, pero es exacerbada por Klein con una atención sostenida y una angustia permanente (por ejemplo, por todo lo que concierne a la textura de sus superficies monocromáticas, a las que dedicaba un cuidado maníaco). Ese vuelco gobierna a mi entender toda la obra de Klein. Es, por una parte, en lo que se refiere a la pintura, lo que le conduce a alguna de sus invenciones más impactantes (el formato tan alargado de algunos de sus primeros monocromos, en la exposición de 1956 en la galería de Colette Allendy, por ejemplo, de 50 centímetros de alto por dos metros y medio de largo, una proporción que no tenía más antecedentes en la historia que algunas obras de Barrett Newman de 1950, que Klein no podía conocer en absoluto). Es, por otra parte, lo que lo llevaba casi automáticamente, en cuanto abordaba un nuevo campo de actividad artística (no tenía ninguna duda sobre su capacidad para abordar cualquier cosa), a proyectar sobre él un paroxismo hasta entonces no imaginado por los artistas.

El caso de la música es quizá el más relevante: al privar el sonido «de su ataque y de su fin» en su Symphonie Monoton-Silence, despojando así a la música de sus propiedades habituales (ritmo, melodía incluso, pues, ¿qué es una melodía sin principio ni conclusión?) que la dotaban aún de una función narrativa o figurativa, Klein define el sonido como tal, en su misma materialidad, fuera de sus ataduras temporales (esto «crea una sensación de vértigo» indica muy justamente)Klein, «Le dépàssement de la problematique de l’art,», en DEP, p. 82.. Es ahí donde (y fue el primero junto, quizás, con Cage) se libera de Wagner, para quien, por el contrario, el ataque, el golpe del arco era, según Adorno, el procedimiento demagógico sobre el que se fundaba su seducción autoritaria del públicoAdorno, Ensayo sobre Wagner, capítulo 2, titulado «Gesto». Véase en contraste la nota manuscrita de Klein en la partitura de Symphonie Monoton: «Ningún ataque debe ser perceptible, no deben oírse los golpes del arco», en DEP, nota 3, p. 346..

El monotono es un equivalente brillante del monocromo: el único acorde admitido es el de las resonancias armónicas que produce por sí mismo el sonido aislado, de la misma forma que ningún color puede vibrar sin el eco natural (fisiológico) de su contraste simultáneo. Lo esencial es la abolición del contraste formal, de la articulación compositiva (polifónica, policrómica, poliformal) que remite siempre a una concepción cartesiana del artista como instancia subjetiva y a lo arbitrario del gusto (tanto el del artista como el del espectador). Es por su agudeza sobre este punto por lo que Klein pudo proceder al decapado que he mencionado anteriormente.

Señalemos en primer lugar cómo indica la cuestión, a toro pasado, como siempre. El relato tiene su importancia y Klein lo repetirá varias veces con algunas variaciones:

¿Cómo llegué a esta época azul? Porque, antes de eso, presenté en la galería de Colette Allendy, en 1956 y en 1955 [en el Club de Solitarios] una veintena de superficies monocromas, de distintos colores, verde, rojo, amarillo, violeta, azul, naranja. [...] Trataba de mostrar el «color» y me di cuenta en la inauguración de que el público, en presencia de todas esas superficies de distintos colores que colgaban de los muros, prisioneros de sus hábitos ópticos, reconstruían los elementos de una policromía decorativa. No se puede penetrar en la contemplación del color de un solo cuadro a la vez y es algo que me decepciona mucho, porque justamente me niego categóricamente a hacer jugar en una única superficie dos colores siquiera. En mi opinión dos colores opuestos en una misma tela fuerzan al lector, no a entrar en la sensibilidad, en la dominante, en la intención pictórica, sino que lo fuerzan a ver el espectáculo del combate de estos dos colores entre ellos, o el de su completo entendimiento. Es una situación psicológica, sentimental, emocional, que perpetúa una especie de reino de la crueldadKlein, «Conférence à la Sorbonne», en DEP, pp. 134-35..

Por supuesto, esta postura es casi idéntica a la de Strzeminski, formulada unos treinta años antes (en escritos que, nuevamente, Klein no podía conocer, aunque hubiera visto cuadros del pintor polaco) con una diferencia esencial, sin embargo: la empresa de Strzeminski era en el fondo materialista, «realista» incluso (abolir toda trascendencia, todo recurso a un a priori anterior y exterior a la existencia hic et nunc, material, del cuadro)Me tomo aquí la libertad de remitir a mi ensayo, «Strzeminski and Kobro: In Search of Motivation», en Painting as Model, Cambridge, MIT Press, 1990, pp. 123-55.. Pero, por una parte, la similitud manifiesta entre la teoría del Unismo y la de Yves el Monocromo revela entre líneas lo lejos que estaba la fenomenología de Strzeminski de sustraerse a la metafísica (tras Derrida sabemos que no hay nada más metafísico que la «presencia»); por otra parte, en el contexto pictórico de la Francia de posguerra, donde nadie, como tampoco en el resto de Europa, parecía recordar las incursiones de la vanguardia de los años veinte y treinta y donde, por el contrario, con la excepción de los últimos estertores del surrealismo y la sombra imponente, pero fuera de juego, de los grandes tótems de principios de siglo (el «estilo tardío» de Matisse, Picasso, Braque, Léger y compañía), un academicismo compositivo (postcubista) de buen tono caracterizaba a la «joven escuela» abstracta (tanto la facción geométrica como la informalista), en este contexto tan modoso (a pesar de la moda existencialista) las exigencias maximalistas de Klein tuvieron un efecto catalizador. De un solo golpe volvía inútil todo ese arte pusilánime, ese arte de salón que había vomitado en casa de su madre, y los jóvenes pintores tuvieron que tomar partido. Los pocos abstractos que no se escandalizaron y que entendieron la lección fueron inmediatamente llevados al paredón por la crítica literaria (estoy pensando en Marin Barré, por ejemploSobre la admiración de Marin Barré por la obra de Klein a finales de los cincuenta, sobre el efecto inmediato que este interés tuvo en su práctica pictórica y sobre la forma en que los críticos que hasta entonces lo habían apoyado le acusaron de traición, véase mi monografía sobre el artista, Marin Barré, París, Flammarion, 1993. pp. 5-8.), pero serán estos artistas quienes, en definitiva, tendrán la última palabra.

Podemos torcer el gesto ante el teatro granguiñolesco de Klein, mirar hacia otro lado (hacia el lado de lo sublime) e imaginar que así podemos evitar tener que lidiar con su fanfarronería. Pero eso sería, a mi juicio, un completo error. Pues todos sus números circenses son el medio populista –ligeramente repugnantes, es cierto, pero en la guerra todo vale– que le permitieron minar el espectáculo igualmente pomposo aunque infinitamente más huero de la alta cultura burguesa de su época (más huero porque fingía ignorar que había quedado sometida por la apisonadora de la industria cultural). Quien se resista a ver una denuncia del arte informalista en las fotografías que lo muestran en un laboratorio del Centre d’Essai de Gaz de France, ejecutando una de sus numerosas peintures de feu con el soplete, se deja engañar a pesar de las señales evidentes. Pues la virulencia de ese acto se debe, en buena parte, a su falsedad: el bombero que Klein coloca a su lado, que supuestamente debe intervenir en caso de incendio, no es tal bombero sino uno de los amigos de Klein encantado de posar como figurante. La actualidad de Klein radica ahí: nos muestra cómo deshinchar el espectáculo de la industria cultural mediante una farsa aún mayor.