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Un mundo hecho de oraciones

Coloquio Banville • Fresán
Traducción Araceli Maira
Imagen Esther Cabello y Archivo Fotográfico de la Biblioteca Nacional de Irlanda (dublín años cincuenta)

John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) se ha convertido sigilosamente en uno de los pesos pesados de las letras anglosajonas, con un elenco de novelas marcadas por una prosa precisa y un abanico temático complejo y exigente. A pesar de su larga trayectoria –las primeras traducciones al castellano de sus obras se remontan a los años ochenta–, su popularidad internacional se ha multiplicado gracias a la concesión del Booker Prize en 2005 y, sobre todo, a su serie de novelas negras ambientadas en el Dublín de los años cincuenta y firmadas con el seudónimo de Benjamin Black. En julio, Banville visitó el CBA para mantener un diálogo con el escritor Rodrigo Fresán.

SATURNO DEVORANDO A SUS HIJOS

RODRIGO FRESÁN: Una vez me dijiste que una de tus fantasías es entrar en una librería, chasquear los dedos y hacer desaparecer todos tus libros para poder empezar de nuevo.

JOHN BANVILLE: Sí, seguro que tú también conoces esa sensación. Odiamos a nuestros hijos, bizcos y desdentados; nos encerramos en una habitación durante uno o dos años haciendo estos objetos y, para cuando los acabamos, los detestamos por completo. Toda mi obra anterior está ahí como testimonio evidente de mi falta de talento, aunque también es cierto –lo he dicho muchas veces– que considero que mi obra es mejor que la de los demás, sólo que no es lo suficientemente buena para mí. Soy de esa clase de perfeccionistas. Y me atormenta no ser capaz de hacerlo bien. Una vez le preguntaron a Iris Murdoch por qué escribía tanto y respondió que pensaba que cada nueva novela la exculparía de todas las anteriores. Yo pienso lo mismo.

FRESÁN: Pero al menos sentirás que hay algún tipo de mejora con cada libro... ¿O es sólo otro libro de John Banville?

BANVILLE: Siempre he envidiado a los poetas, que revisan su obra anterior con profundo placer. Tengo amigos que leen poemas que escribieron a los diecisiete, hace cincuenta años, y les encantan. Yo eso lo encuentro muy extraño. Parece que los poetas no mejoran, de hecho, la mayoría empeora. Uno puede hacer poesía excelente de joven, pero no creo que sea el caso de los novelistas. Supongo que uno aprende a usar el lenguaje de un modo más fluido y con más sensibilidad a medida que pasa el tiempo. Pero, por supuesto, nuestras ideas y nuestra ignorancia sobre el mundo son tan densas como siempre. De joven pensaba que cuando envejeciera me volvería más sabio, pero la edad no trae sabiduría, sólo confusión. Aunque a veces la confusión puede resultar interesante. Ahora dejo que en mis libros pase lo que tenga que pasar con mayor frecuencia que en los viejos tiempos, me gusta la idea del azar. Pero, ¿mejoro?

Cuando lees en voz alta percibes todos los errores, que se encontraban agazapados como ratas, y que se te lanzan a la garganta según vas leyendo, y piensas «Dios, ¿cómo pude haber escrito esto?» A veces, cuando acudes a una lectura, si ves a un autor leyendo con una mueca que parece de dolor, no es indigestión ni nada parecido, se trata de otro error, de otro movimiento en falso. Pero también es verdad que en cada página hay alguna frase que no es totalmente horrible, que me hace continuar. No estoy exagerando. La gente piensa siempre que sólo es una pose, pero de verdad que odio mi trabajo, me avergüenza mucho.

JOYCE VS. BECKETT

FRESÁN: Me pregunto si parte del problema no tendrá que ver con ser un escritor irlandés. En cierta ocasión dijiste que sientes que todos tus antepasados son como «estatuas gigantes de la Isla de Pascua».

BANVILLE: Sí, es difícil ser un novelista irlandés. Es un país pequeño con un número extraordinario de escritores de una estatura enorme. No parece que tengamos muchos escritores mediocres, sólo maravillosos o realmente horribles. Joyce lo metió todo, Beckett lo sacó todo, y los demás nos movemos en el terreno que dejaron en medio sin saber muy bien qué hacer. Mi amigo Neil Jordan, por ejemplo, decidió dedicarse al cine porque sentía que no podía competir con los escritores del pasado. Por mi parte, he tratado de forjar un nuevo tipo de ficción que es en buena medida un tanto pedestre... Se trata de buscar nuevos modos de avanzar. ¿Por qué sentimos que tenemos que hacerlo? No lo sé. Creo que uno de los peores consejos que se pueden dar es el de Ezra Pound: «que sea nuevo». Un buen día, cuando tenía unos cuarenta años, me pregunté «¿por qué, qué hay de maravilloso en que algo sea nuevo?» Lo que valoramos y apreciamos más en el arte es el elemento tradicional que contiene. De manera que me he transformado en un antivanguardista. Es decir, soy el líder de la «retroguardia».

FRESÁN: Has dicho que el libro que te abrió los ojos como novelista fue Dublineses, de James Joyce, y que, con los años, te has ido acercando mucho más a Beckett. Lo cual me extraña mucho. Sí reconozco en tu escritura una voz sonámbula en primera persona que intenta relatar el universo entero, pero en cuanto a la prosa me parece que estás mucho más cerca de un Proust, por ejemplo, en el aspecto sensorial.

BANVILLE: Sí, hay una distinción muy práctica, de mi propia cosecha, según la cual los escritores irlandeses de ficción pueden tomar dos caminos: el joyceano y el beckettiano, y supongo que en mi caso –en un sentido muy amplio– sigo el camino de Beckett, aunque no soy un escritor como él. Su proyecto era, desde el principio, un asalto al lenguaje, un esfuerzo por negarlo. En cambio, a mí el lenguaje me resulta peligrosamente atractivo. Gozo con él, aunque intento evitarlo. Una vez estaba leyendo unos textos en el Trinity College, éramos varios lectores sentados entre el público, subíamos, leíamos y después volvíamos a nuestra butaca. Yo subí, leí lo mío y en medio de los aplausos oí que alguien, unas tres filas atrás, decía «demasiadas palabras», citando a aquél que dijo sobre la música de Mozart que tenía demasiadas notas. Debo tener mucho cuidado con eso porque el lenguaje es, para mí, el medio más hermoso. Si alguien me preguntase cuál es el mejor invento de la civilización, respondería que una oración: constituye la base de todo nuestro conocimiento, de toda expresión, de toda emoción.

UNA REALIDAD FICCIONABLE

FRESÁN: Hay mucha realidad en tus libros, y eso me intriga. Por ejemplo, algunos de tus personajes se inspiran en personas reales, como Anthony Blunt, en El intocable, o Paul de Man, en Imposturas.

BANVILLE: Hay un verso que me encanta del gran poeta estadounidense Wallace Stevens: «Las cosas tal como son cambian en la guitarra azul». Nosotros tomamos la vida, la materia corriente que vivimos todos los días, y la transformamos en la guitarra azul del arte. Yo siento que, cuando escribo un libro a partir de un personaje real, como Kepler, Copérnico, Anthony Blunt o quien sea, en el momento en que empiezo a escribir sobre ellos se ficcionalizan, dejan de tener realidad en el mundo. La ficción es un género artístico caníbal, consume el mundo que usa.

FRESÁN: En cierta ocasión me dijiste que cuando publicaste El intocable todo el mundo escribió reseñas y artículos sobre la parte no ficcional de la novela y sobre Anthony Blunt, cuando todo lo que tomaste de Blunt fue una sonrisa que esbozó durante la conferencia de prensa en la que iba a ser desenmascarado.

BANVILLE: Digamos que eso fue lo que me hizo decidir que tenía que escribir sobre él. Anthony Blunt era uno de los espías de Cambridge, el último, de hecho, que fue descubierto. También era una gran figura de la clase dirigente inglesa, conservador de las pinacotecas de la Corona y un gran erudito del arte, especialista en Poussin. Yo estaba viendo en la televisión un documental sobre Poussin que empezaba con una filmación de Anthony Blunt el día en que Margaret Thatcher, entonces Primer Ministro, dijo en el Parlamento que era un espía. Blunt estaba sentado ante un montón de periodistas que preparaban sus cámaras, sus libretas y sus grabadoras. Y él los observaba, impasible; obviamente, no sabía que había una cámara filmando, a su lado. Entonces una sonrisa diminuta cruzó por su cara mientras miraba a los periodistas. Uno podía ver que se estaba diciendo: «Esta gente piensa que me va a sacar la verdad. Pero no». Mi mujer se giró hacia mí y me dijo: «¡Tienes que escribir sobre él!» Y contesté: «Acabo de empezar a inventarlo».

Nabokov dijo una vez que después de inventarse Rusia tuvo que irse a Estados Unidos e inventarlo. La noción de realidad es muy extraña en el contexto de la ficción. La vida sucede durante veinticuatro horas al día, día tras día, semana tras semana, año tras año y, al final, nos morimos. Una novela, incluso Finnegans Wake, tiene principio, desarrollo y fin. La vida no: no recordamos nuestro nacimiento, no vamos a experimentar nuestra muerte. Todo lo que tenemos es este confuso trozo de en medio. Como sostiene el crítico Frank Kermode, por eso acudimos a la obra de arte: en busca del sentido de un final, de algo con forma y fin, completo.

LA ERUDICCIÓN Y LA CRÍTICA

FRESÁN: Acabas de mencionar a Frank Kermode. ¿Qué te parece la crítica literaria? ¿Crees que los escritores tienen algo que aprender de los críticos académicos?

BANVILLE: George Steiner me dijo hace años que los especialistas son los carteros del futuro. Me parece una excelente justificación de su trabajo, pero lo cierto es que no suelo leer obras académicas. No es que no me gusten, es que no son para mí. No puedo leer textos sobre mi propia obra, igual que no puedo leer mi propia obra. Me sorprendió un día, hace relativamente poco, darme cuenta de que la única persona que no puede leer mis libros soy yo. Porque ya los conozco, y conozco asimismo todas las versiones anteriores, y eso los ensucia. Mientras que para un lector que llega a ellos por primera vez, todo es nuevo. Un buen especialista siempre da la sensación de llegar al libro por primera vez. Por otro lado, quedan muy pocos críticos realmente estimulantes, como Edmund Wilson, personas que estaban fuera de la academia pero también absolutamente comprometidas y eruditas. Y erudito, a mi parecer, suele ser algo completamente distinto de académico.

BENJAMIN BLACK

FRESÁN: No contento con crear personajes, creaste un escritor de novelas: Benjamin Black.

BANVILLE: Benjamin Black está a medio camino entre John Banville y el tipo de periodista literario que soy desde hace unos treinta o cuarenta años. Si yo me pongo a escribir un texto para New York Review tardo un día, lo hago de un tirón. Benjamin Black también escribe de modo muy rápido, muy fluido. Mientras que el pobre Banville escribe como un caracol que cruza la página, dejando esa horrible baba... Así que son dos métodos de escritura completamente distintos. Empecé a ser Benjamin Black hace unos cinco años porque en aquel momento pensé que sería divertido, y que además podía ganar algo de dinero. Tenía un guión para la televisión que no se iba a hacer, así que decidí convertirlo en una novela. Pero si lo pienso ahora me doy cuenta de que me hacía falta, Banville necesitaba un empujón para salir del camino en el que se sentía encerrado.

FRESÁN: Una manera posible de separar a Banville de Black, muy simplista, es decir que los libros del primero están impulsados por el estilo y los del segundo, por la trama, lo cual para mí no es verdad.

BANVILLE: Pues yo creo que sí. Cuando empecé a escribir con Black, por primera vez en mi vida, «novelas» (porque nunca me he considerado a mí mismo un novelista), pensé: «¡Qué fácil! ¿Por qué se quejan tanto?» Me sorprende lo mal que escriben en general los escritores de novela policíaca. Compré hace poco una novela de un escritor escocés, Ian Rankin, muy reputado, leí unas cincuenta o sesenta páginas y lo tuve que dejar: ¡era horrible! Quizás se me había olvidado lo mala que es la escritura policíaca... Eso hizo que me replantease la cuestión, y pensé: ¿estoy trabajando con un instrumento degradado?, ¿estoy haciendo el tonto?, ¿este tipo de escritura tiene que ser necesariamente torpe, cuando no abiertamente mala? Pero luego pienso en Simenon, Richard Stark, James M. Cain, que son unos estilistas soberbios.

FRESÁN: ¿Es fácil escribir thrillers?¡Si es lo más difícil del mundo!

BANVILLE: ¡No! Te sientas, te inventas unos personajes, les das un nombre, los pones en movimiento, les das una trama, añades un par de situaciones tópicas, ¡y al final tienes un libro! ¡Es un proceso asombroso! Comprendí que podía disfrutar escribiendo. Es el placer del artesano: hago un objeto, como una mesa o una silla cómodas, algo que está bien hecho, que no es insistente, no es llamativo, que no está diciendo: «Mírame, mírame, mírame», que es lo que mis libros de John Banville hacen constantemente.
Desde que me he convertido en Benjamin Black, cada vez escribo menos reseñas, porque obviamente ese tipo de escritura, de la que disfruto, ya la practico con estas novelas. Llevo toda la vida trabajando en el periodismo, y empecé a escribir novelas en 1968. No he sido redactor, sino técnico, corrector, editor, en periódicos. Y me gustaba el periodismo, ser un técnico de ese tipo. Un editor que tuve en un periódico que ya no existe, The Irish Press, definía a los correctores como gente que cambia las palabras de otros y vuelve a casa en la oscuridad... Creo que es un trabajo ideal para un aspirante a novelista, porque pasas la noche ganándote el pan y el día escribiendo. Con Benjamin Black he vuelto a ese trabajo artesanal.

EL ESTILO Y LA TRAMA

FRESÁN: Volviendo al tema del estilo y a la trama, una vez me comentaste «El estilo avanza con zancadas triunfantes mientras que la trama arrastra los pies».

BANVILLE: Sí, como somos novelistas no nos podemos librar de la trama, una novela tiene que tener historia. Si no, no es ficción. Yo he tratado de trabajar dentro de las reglas y de la tradición de la ficción.

FRESÁN: ¿Y cómo relacionas la idea de la trama y la de estilo? Para mí, el párrafo más revelador de toda tu obra está en El libro de las pruebas, cuando Frederick Montgomery dice: «Nuestro destino no era estar en este planeta, esto es un error». Cómo te enfrentas a eso, a estar en el planeta equivocado y tratar de encontrar estilo y trama aquí.

BANVILLE: Se trata de un párrafo de El libro de las pruebas, que escribí hace veinte años, en el que un personaje dice: «Nunca me he acostumbrado a estar en esta Tierra. Siento que nuestra presencia aquí es un error cósmico, y que nuestro destino era otro planeta». Y luego se pregunta cómo les irá a esos terrícolas delicados, a los que iban a venir aquí, en el otro lado del universo, y se dice «no, hace mucho que deben de haberse extinguido, cómo habrían podido sobrevivir los delicados terrícolas en un mundo hecho para contenernos a nosotros». Y creo que es verdad. Me siento, como todos nosotros, un extraño en la Tierra.

Este es un mundo absolutamente exquisito, no hay más que mirarlo, tan distinto de nosotros. Hemos adquirido un conocimiento que las otras criaturas no tienen, la conciencia de la muerte, y hemos pagado un precio enorme por ello, sólo hay que ir a cualquier sala de espera de un hospital psiquiátrico para entender el daño que la conciencia nos ha infligido. Se trata de un regalo muy valioso, pero también muy difícil. Un don que nos ha distanciado del mundo, de los animales, lo cual me consterna profundamente. ¿Sabes cómo nos miran los animales? No me refiero sólo a los animales domésticos, sino también a los salvajes. Nos miran con perplejidad, y constantemente tratan de comprendernos. Como dice Nietzsche, los animales nos miran como al animal que ríe, el animal infeliz, el animal loco. Por eso, supongo, es por lo que escribo, a causa de esa sensación de distanciamiento, e intento encontrar el camino de vuelta al mundo mediante oraciones. No creo que sea algo excepcional, es lo que todos hacemos cuando hablamos, cuando tratamos de expresarnos ante un ser amado u odiado...

ENTRE LA PINTURA Y LA CIENCIA

FRESÁN: Tus libros están llenos de pintores y de cuadros. He leído que trataste de ser pintor pero no te gustaba lo que pintabas. Dijiste al respecto algo muy interesante, que intentar pintar te enseñó mucho sobre la escritura y sobre la manera de mirar las cosas. Si alguien bajase del cielo, uno de los dioses de tu última novela, y te dijese que podrías pintar el cuadro que quisieras. ¿Cuál sería?

BANVILLE: Cualquiera de la serie de la baigneuse del último Bonnard, de los estudios de su mujer en el baño, hay seis u ocho, cualquiera de ellos, sobre todo el último, uno de los mejores... Por cierto, las enseñanzas de la pintura también se pueden apreciar en la obra de John Updike, que tenía formación artística.

FRESÁN: Sí, intentó hacer dibujos animados, con Walt Disney…

BANVILLE: ...Y estudió dibujo en Londres, en la Ruskin School. No diré que la pintura te haga percibir el mundo de una manera diferente, pero sí te proporciona una mirada más aguda, miras los detalles de otro modo, de una forma más minuciosa. ¡Desgraciadamente yo no tenía ningún talento! No sabía dibujar, no tenía sentido del color, ni conocimiento del oficio... Era un adolescente, y creo que intenté pintar porque las palabras me desesperaban, me parecían un medio demasiado difícil. Y aún me lo parecen. Una de las razones es que son la moneda común de nuestra vida diaria. Como ese personaje de Molière, que descubre a los cincuenta años que lleva toda la vida hablando en prosa. El hecho de que hablemos un tipo de prosa no literaria hace doblemente difícil la renovación de este medio común para que parezca nuevo. La pintura me pareció, en aquella época, un medio simple. Estaba equivocado, desde luego.

FRESÁN: En todos tus libros el lenguaje es lo más importante y definitivo, pero también están llenos de ciencia, por ejemplo, los que escribiste sobre Kepler y Copérnico, incluso La carta de Newton y Mefisto. ¿Cómo llegaste a ello? ¿Has pensado alguna vez en volver al descubrimiento científico como tema literario?

BANVILLE: El protagonista de mi próxima novela es un matemático. Siempre me ha fascinado la ciencia. Creo que la ciencia del siglo XX ha producido algunas de las ideas, y hasta de las imágenes, más hermosas. Me parece mucho más interesante la física que la filosofía del siglo XX. Por supuesto, de ninguna manera soy un experto; como todo novelista, vergonzosamente, finjo saber cosas que no sé. En los años setenta, en Copérnico y Kepler, escribí sobre ciencia como una forma de escribir sobre la creatividad sin escribir sobre el arte. Estoy convencido de que la ciencia y el arte surgen de la misma fuente interior. Adoptan formas muy diferentes –la ciencia tiene rigor y el arte no, uno no puede refutar un soneto, pero sí una teoría científica–, pero creo que el origen es el mismo. Ahora tengo sentimientos muy ambiguos hacia esos libros. Me hicieron perder mucho tiempo dedicándome un poco a la investigación. Hasta un poco de investigación, para un novelista, resulta completamente extenuante... Cuando escribí esos libros era joven, tenía veinte años, había una pequeña serie de libros de bolsillo en aquel tiempo, se llamaba Fontana Modern Masters y tenía cosas tipo George Steiner sobre Heidegger. Yo me imaginaba, en un futuro lejano, mi nombre en el lomo de uno de aquellos libros y el de algún crítico eminente que hubiera escrito sobre mí. Quería ser uno de los grandes novelistas de ideas europeos. Como digo, era joven.

FRESÁN: ¿Y esa inquietud no tenía que ver con la idea de que la ciencia es exacta y la literatura no?

BANVILLE: No, era más bien que me fascinaban las personas como Copérnico y Kepler. Copérnico sólo fue a ver estrellas tres veces en toda su vida; Kepler tenía doble visión, así que cuando miraba al cielo lo veía todo doble. Realmente no les interesaban las cosas tal y como son, la realidad efectiva. Lo que querían era concebir un sistema que pudiese, como se decía, «salvar los fenómenos». Era una forma totalmente distinta de hacer ciencia. Ni siquiera se llamaba ciencia, se llamaba «filosofía natural». Pero me fascinaba, porque es de hecho lo que hace el artista: trata de imponer un sistema sobre una realidad incoherente.

FRESÁN: Y con el ir y venir de tus libros, ¿crees que te estás acercando a una suerte de «teorema Banville»?

BANVILLE: [Risas]. No, como he dicho, la edad sólo trae confusión.

John Banville

Imágenes de Praga, Madrid, Herce, 2008

El mar, Barcelona, Anagrama, 2005

Imposturas, Barcelona, Anagrama, 2003

Eclipse, Barcelona, Anagrama, 2000

El intocable, Barcelona, Anagrama, 1997

El libro de las pruebas, Barcelona, Anagrama, 1989

Mef isto, Barcelona, Ediciones 62, 1986

Copérnico, Barcelona, Edhasa, 1984

La carta de Newton, Barcelona, Edhasa, 1982

Kepler, Barcelona, Edhasa, 1981

Benjamin Black

El lémur, Madrid, Alfaguara, 2009

El otro nombre de Laura, Madrid, Alfaguara, 2008

El secreto de Cristine, Madrid, Alfaguara, 2007

Rodrigo Fresán

El fondo del cielo, Barcelona, Mondadori, 2009

Vidas de santos, Barcelona, Mondadori, 2005

Jardines de Kensington, Barcelona, Mondadori, 2003

La velocidad de las cosas, Barcelona, Mondadori, 2002

Mantra, Barcelona, Mondadori, 2001

Esperanto, Barcelona, Tusquets, 1997

Historia argentina, Barcelona, Anagrama, 1993

ENCUENTRO CON JOHN BANVILLE


09.06.09

PARTICIPANTES JOHN BANVILLE • RODRIGO FRESÁN
ORGANIZA EMBAJADA DE IRLANDA
COLABORA CBA