El espíritu de la ópera
Imagen Luis Asín
El pasado 20 de abril Gérard Mortier (Gante, 1943) recibió la Medalla de Oro del CBA y meses después intervenía en la Escuela de las Artes. A lo largo de las últimas tres décadas, Mortier ha revolucionado el mundo de la ópera, con planteamientos tan innovadores como rigurosos. Entre 1981 y 1991 se hizo cargo de la dirección del Teatro La Monnaie de Bruselas, una ópera casi desconocida que convirtió en un referente internacional. Posteriormente, transformó el Festival de Salzburgo (1991-2001) con montajes audaces, polémicos y siempre memorables para, a continuación, fundar y dirigir la Trienal del Rühr (2002-2004), un festival que propone intervenciones artísticas sobre el patrimonio industrial de la zona. Después de dirigir la Ópera Nacional de París (2004-2009), en 2010 ocupará el puesto de director artístico del Teatro Real de Madrid. Tras la entrega del galardón del CBA, el crítico musical Juan Ángel Vela del Campo mantuvo un diálogo con Gérard Mortier en el que se repasó su trayectoria a partir de distintas declaraciones publicadas en los medios de comunicación.
Mi trabajo en La Monnaie de Bruselas fue bastante sencillo porque allí no existía una verdadera cultura de la ópera. El público carecía de prejuicios, estaba expectante y sentía curiosidad. Uno de los mayores problemas de la ópera actual es que gran parte del público, en especial en París, acude al teatro a juzgar antes que a descubrir lo que el teatro le puede ofrecer. En Bruselas aprendí mi oficio. Antes había adquirido una gran experiencia trabajando durante siete años en las mejores óperas alemanas (entonces las grandes óperas de repertorio programaban cuarenta piezas al año, con un conjunto de sesenta cantantes); no sólo conocí de primera mano los entresijos de la organización de la ópera, también asistí a la renovación del teatro, sobre todo en la Schaubühne de Berlín.
En Bruselas traté de aplicar mi propia perspectiva. En primer lugar, quería crear producciones donde el director de orquesta, el director de escena y los cantantes se unieran para preparar la representación con mucho tiempo de antelación. En segundo lugar, quería crear una programación temática, no un mero elenco de diferentes obras. Además, traté de mezclar ópera clásica y grandes obras del siglo XX, porque creo que para escuchar correctamente la música de nuestro tiempo es necesario entrenar el oído con los clásicos. Siempre me he resistido a que se me encasille como director de ópera vinculado sobre todo a la dirección de escena. Mi formación es esencialmente musical. Mis grandes profesores son el director de orquesta Christoph von Dohnányi y el compositor Rolf Liebermann. Además, los directores de escena que he escogido se han caracterizado por poseer una profunda vertiente musical: o bien podían leer una partitura o bien tenían una gran intuición musical, como Patrice Chéreau.
Mi insistencia en Mozart en esos años tiene que ver con que creo que hay personajes en nuestra historia cultural que simbolizan la cumbre absoluta. No creo que se pueda hacer teatro sin Shakespeare. Del mismo modo, Mozart es insoslayable en ópera. Para comprender la genialidad de la ópera hay que estudiar a Mozart profundamente. Ayer mismo defendí en Barcelona el papel de Monteverdi, que fijó las reglas fundamentales de la ópera. Pero lo cierto es que fue Mozart quien la llevó a su explosión cultural. Mozart es para mí una piedra de toque, cuando programo una de sus obras siempre tengo oportunidad de corregirme, es tan genial que uno sabe siempre si está cometiendo un error. Un cantante que me gustaba mucho, Wolfgang Windgassen, me dijo una vez, siendo yo muy joven: «Canto todos los días Dies Bilnist ist bezaubernd schön, la gran aria de Tamino, porque mientras pueda hacerlo estaré seguro de que mi técnica sigue siendo buena». A mí es Mozart quien me da la medida para saber si voy o no por el camino correcto.
El Festival de Salzburgo abrió un camino de largo recorrido en dos niveles. Por una parte, Salzburgo era un punto de encuentro con un mundo más amplio que el de la ópera y gracias al renombre del Festival pude conocer no sólo a todos los grandes compositores de mi época, sino también a músicos, escritores, escultores... Por ejemplo, Eduardo Arroyo hizo con Klaus Michael Grüber Desde la casa de los muertos, de Leos Janácek.
En un segundo nivel, a lo largo de esos diez años reflexioné mucho acerca del papel del arte en la sociedad: por qué hacemos ópera, por qué compone un músico... El Festival de Salzburgo se creó en parte por razones sociales y filosóficas, no sólo artísticas. En su origen está la reflexión sobre el déficit del arte en Europa Occidental de Hugo von Hofmannsthal que, con Max Reinhardt y un joven Richard Strauss, se preguntó cómo era posible que la grandeza de la cultura europea no hubiera evitado la atrocidad de la Primera Guerra Mundial. El Festival de Salzburgo no surgió porque allí hubiese un gran castillo, sino a partir de un cuestionamiento acerca de la sociedad. Como director del Festival, me sentía obligado a plantearme las mismas preguntas.
Por otro lado, en Salzburgo se produjo una ruptura en mi propia carrera. A partir de la mitad de mi estancia en el Festival tomé la decisión de dejar de hacer concesiones. Siempre se dice que cuando se es joven se hacen menos concesiones, pero yo creo que más bien ocurre al revés. Es el caso, por ejemplo, de Beethoven o Goya. Así, el Festival se convirtió cada vez más en lo que yo buscaba. Llegué a Salzburgo tras treinta y cinco años de imperio Karajan –porque era un auténtico imperio, como el de Carlos V o Felipe II–. Sentía una gran admiración por Karajan y cada temporada, desde los 17 años, iba a Salzburgo con el poco dinero que tenía para ver lo que ocurría allí. Pero el Festival era cada vez más convencional, pedía a gritos una renovación. Sin embargo, no todo el mundo lo entendió así. Podría decir que llegué a Salzburgo como Parsifal: de haber sabido lo que me esperaba jamás hubiese ido. En mi última temporada, alguna gente de Salzburgo pagó una esquela mortuoria con mi nombre en la prensa local. Cuando regresé, al cabo de un año, tomé un taxi y le pregunté al conductor qué tal iban las cosas. «Ah, muy bien», me respondió, «como en los tiempos de Karajan». Ése es el resumen de mis diez años de trabajo en Salzburgo. Esa clase de cosas le hacen a uno más modesto.
Entrevista de J. Á. Vela del Campo.
Mi época en la Trienal del Rühr fue profesionalmente crucial y muy emocionante en lo personal. Medité cuidadosamente a dónde quería ir después de Salzburgo. Tuve la suerte de que me invitaran al Wissenschaftskolleg de Berlín, lo que me proporcionó un año sabático que me sirvió para reflexionar. También me invitaron a Venecia, donde se estaba reconstruyendo La Fenice. Enseguida vi que allí se funcionaba muy a la italiana, eran siempre muy amables, pero no daban respuestas precisas. Si les preguntabas cómo introducían los decorados respondían: «No hay ningún problema», aunque veías que tenían que pasar por una pequeña abertura de cuatro por dos. Una noche estaba paseando delante del Gran Canal, observé todo aquello y me di cuenta de que no era el lugar donde quería ir, que iba a volver a trabajar para la jet-set, como en parte me había ocurrido en Salzburgo. Venecia se estaba convirtiendo en un museo viviente y no quería estar en un lugar así.
Una semana más tarde fui al Rühr y decidí quedarme allí. Un primer motivo fue que me ofrecía una oportunidad para rebatir la idea de que la gente que no ha ido a la universidad no puede comprender el arte o emocionarse con él. Se trata de una región de seis millones de habitantes con un 60 % de trabajadores, un 40 % de parados y una juventud un tanto a la deriva, así que parecía el lugar ideal. Provengo de una familia de trabajadores. Mi padre era proletario en el verdadero sentido de la palabra y me crié en un entorno de personas que ganaban poco y trabajaban directamente con sus manos. A menudo escuchaba decir en casa de muchos trabajadores: «El arte no es para nosotros». Por fortuna, aunque mis padres sólo pudieron estudiar hasta los 14 años, tenían libros. Con ellos aprendí que no es necesario haber estudiado para tener una gran intuición artística.
Un segundo motivo por el que acabé en el Rühr fue que allí pude colaborar con distintos creadores para sacar el teatro y el arte de las grandes instituciones que se crearon en los siglos XVIII y XIX. La idea era intervenir en las zonas industriales para que la gente que había trabajado en ellas pudiera redescubrirlas a través del arte. Recuerdo un concierto de San Francisco de Asís de Messiaen, el público aguantó las seis horas y aplaudió durante veinte minutos. Tras la representación, se me acercó un trabajador que se había emocionado con los pájaros que aparecen en la obra y me preguntó: «¿Qué van a hacer con todas las palomas? Se van a meter en este gran vestíbulo». Yo le respondí: «No me atrevo a matarlas, sobre todo después de haber representado aquí San Francisco de Asís. No puedo dispararles con un revólver, pero hemos alquilado halcones para cazarlas». Y él me dijo: «No servirá de nada, las palomas volverán». Me pareció muy bonito que, tras un espectáculo que les había gustado mucho, aquellas personas se mantuvieran fieles a lo práctico y se preocuparan del mantenimiento de aquel edificio. Mi trabajo consistió, pues, en jugar con los lugares del teatro para mostrar a la gente obras que a menudo se piensa que son demasiado difíciles para ellos. Creo que el arte ha de ser capaz de modificar las cosas. El éxito del proyecto me convenció de que si se hace un arte emocional, todo el mundo puede comprenderlo y sentirlo.
Entrevista de J. Á. Vela del Campo.
El nervio de la ópera reside en la música concentrada en el canto y la orquesta. El canto es uno de los pocos medios de los que dispone el hombre para comunicarse con el otro sin conocer su lengua y sin instrumentos. Lo mismo ocurre con la danza primitiva, previa al desarrollo de escuelas y técnicas. Creo profundamente en la fuerza del canto y de la música, sobre todo en un mundo tan contaminado ambiental, visual y acústicamente como en el que vivimos. Tenemos que encontrar músicos, directores de orquesta y cantantes que vayan más allá de lo puramente musical para que la música se convierta realmente en una expresión del alma, en lo más espiritual de nuestro interior, en lo que no podemos materializar directamente. Hoy muchos intérpretes cantan materialmente; cantan notas, pero no cantan el espíritu. Por ejemplo, lo más bonito de Il Combattimento di Tancredi e Clorinda, de Monteverdi, ocurre cuando los dos amantes se han matado mutuamente sin saberlo. En el momento de su muerte, Clorinda le dice a su amante en una línea musical muy fina: «No os inquietéis, las puertas del Cielo ya se están abriendo». Monteverdi comprendió completamente la espiritualidad de la música. Eso es lo que todo cantante debe tratar de hacer, y yo he de ayudarle cuando preparo un espectáculo operístico.
En cuanto a la dimensión plástica, el gran problema de la mayor parte de las representaciones de ópera es que lo que vemos en escena es decorativo, y no arte visual. Por eso es tan importante que los creadores plásticos participen en la ópera creando un lugar espiritual en el que se pueda desarrollar la música. A veces es muy difícil, pero estoy convencido de que, cuando funciona, el público lo comprende. Eso lo he sentido en la Ópera Nacional de París, con el Tristán e Isolda de Bill Viola. Pese a que era nuestro primer intento y el resultado no fue completamente satisfactorio, había allí algo muy intenso. Finalmente, los cantantes, los actores y la puesta en escena crean una acción que va más allá de pasearse de derecha a izquierda para ilustrar el movimiento. Ésa es mi tarea. Es muy complejo y no siempre resulta, pero cuando la ópera funciona, nadie puede resistirse a ella.
En términos generales, creo que es fundamental volver a dar valor a las grandes emociones, tanto para el dolor como para la alegría. Muchas veces, tras seis horas de representación, uno alcanza una felicidad extraordinaria. A veces me molesta cuando el público reacciona, porque parece que vienen a juzgar, pero al menos se trata de una emoción. Cuando hay personas que se duermen en la ópera tampoco pasa nada, porque eso quiere decir que se sienten bien. Hay mucha gente que duerme mal y me parece hermoso que la ópera les permita dormir. Eso no significa que se aburran, sino que están cansados y que han encontrado allí el bienestar que da la música. En todo caso, lo que espero es que salgan de la ópera habiendo sentido grandes emociones.
Entrevista de Santiago Salaverri.
Me quedo con Corneille, ¡por supuesto! Creo profundamente en el diálogo con el público. Digo esto a sabiendas de que hay una parte del público que me teme. Pero yo siempre estoy dispuesto a escuchar al público a condición, eso sí, de que también el público me quiera escuchar a mí, que sea un diálogo. El arte siempre ha de lograr que el espectador traspase sus propias fronteras. En el Teatro Real de Madrid quiero crear un público ideal para mí. Hay un problema, ciertamente, y es que al contrario que en París, donde tenía muchísimo espacio, el Real es muy pequeño y el precio de las localidades juega un papel importante. Pero ya encontraremos la manera de hacer entrar a mucha gente.
En cierta ocasión, el padre de Mozart le escribió: «Cuidado, hijo mío, no compongas algo demasiado duro; que la gente pueda comprenderlo». El hijo respondió: «Yo compongo para el público, no para las orejas grandes». Hago el teatro en el que creo, en caso contrario no podría convencer a la gente. Los grandes artistas saben que no deben de preocuparse por el público. Esa es la tarea de los intermediarios, que tenemos que lograr atraer al público para que vea cosas nuevas. En el arte, la mayor parte de la gente tiene miedo de internarse en el bosque, de tomar caminos desconocidos, y mi labor consiste en hacer de guía por esos nuevos senderos.
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