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Escribir el miedo es escribir despacio, con letra pequeña

Entrevista con Olvido García Valdés

Esther Ramón
Fotografía Eva Sala

Premio Nacional de Poesía en 2007 y una de las voces más sólidas y reconocibles de la poesía española contemporánea, Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, 1950) es autora de poemas memorables, recogidos en diversas antologías como La prueba del nueve (1994), Ellas tienen la palabra (1997) o Las ínsulas extrañas (2002) y traducidos al francés, al inglés, al alemán, al sueco y al portugués. Codirectora de la veterana revista Los infolios, ha sido asimismo cofundadora de El signo del gorrión y directora del Instituto Cervantes de Toulouse.

No es difícil encontrar con la mirada a Olvido García Valdés en el interior de la cafetería abarrotada. Una breve seña desde los ojos, que pareciera haber sido lanzada con anterioridad a la conexión visual, seguida de un gesto sencillo de acogida, no exento de timidez, nos reúne. Cumplía años justo el día anterior, y afirma que llevaba ya varios meses adelantando la cifra, de modo que, cuando ésta llega realmente, la cosa es leve. Acepta con una sonrisa la sesión de fotos, aunque sus ojos –en los que se descubre el cansancio de quien ha ido profundamente lejos, pero también una llama viva, clavada por completo en lo que pasa delante de ellos a cada instante– delatan la reticencia al disparo de la cámara sobre la propia identidad, confirmada después, brevemente, por sus palabras: «no soy buena para esto de las fotos». Durante la conversación, mantiene en todo momento la escucha en su voz templada, cuajada de silencios y modulada con minuciosidad, que tanto se parece a sus poemas.

Tu poesía comienza en un espacio significativo: un jardín, con el libro El tercer jardín, a diferencia de la de Valente, que se inicia en el desierto. Un jardín con elementos naturales pero acotado a las estancias interiores. En él, «el río avanza entre paredes» y «el espacio del bosque es corazón». ¿Crees que tus versos se encaminan a atravesar ese jardín –en sentido inverso de quien atraviesa el desierto para encontrar el agua de la germinación–, o a introducirse más y más en él?

Nunca había pensado desde ese punto de vista en esa imagen inicial. El tercer jardín era casi una plaquette, que publiqué a petición de dos alumnos míos del instituto, Luis Santana y Miguel Herrero, jóvenes escritores los dos que querían crear una colección: Ediciones del Faro. En realidad, ese título –aunque es así como tú lo describes, porque esas imágenes son las mismas que aparecen en los poemas– estaba muy marcado por una cita de Barthes, que abre el libro: «Al fondo, el tercer jardín, con la excepción de un pequeño huerto de durazneros y frambuesos, era indefinido, a veces se le dejaba en barbecho, a veces se sembraban legumbres; íbamos poco allí y sólo por el sendero del centro», donde describe la casa familiar en Bayona, a la que iban los veranos y que tenía distintos espacios en el exterior. Y éste que yo tomo era el jardín del huerto, muy poco simbolista, sin esos componentes que podría tener la palabra «jardín» si no se matiza. Me gustaba mucho eso de «íbamos poco allí y sólo por el sendero del centro», y me gustaba también que a veces se quedara en barbecho, y otras veces se sembraran legumbres. En realidad, el trabajo del poema –o la labor previa que luego va a dar lugar a ese tipo de escritura–, se hace en muchos estratos y de muchos modos, y el jardín es un poco esto. Ahora, según hablabas, me doy cuenta de que he titulado alguna de mis últimas lecturas «El mundo es un jardín», con un sentido un poco contradictorio. Es decir, partiendo de lo que hay: la desdicha, la enfermedad, la rutina y el sufrimiento, la pobreza, el frío, todas las cosas negativas que podamos pensar de la vida humana, y más en el mundo contemporáneo, especialmente duro y difícil; teniendo todo eso presente, decir, a pesar de todo: «el mundo es un jardín», yuxtaponiendo esa hermosura, y la capacidad de generar que tiene esa imagen, a todo lo otro. En realidad, ésa es la frase que le dicen los animales a Zaratustra cuando está convaleciente: «ven, el mundo te espera como un jardín», que se une con el profundo dolor del que viene el personaje.

Una idea que se contrapone con la nostalgia por el jardín del Edén, un contemplar el afuera con todas sus carencias, pero visto asimismo como un jardín.

Es un poco eso, sí. Preservar la capacidad de ver la hermosura del mundo, con los ojos bien abiertos también a lo áspero y terrible de la vida.

Uno de tus motivos principales es la quietud, una quietud tanto interna como externa, la del individuo o la del paisaje, que alteran sus reglas naturales de seres vivos para adquirir en ocasiones una cualidad fija, como si la espacialidad tomase preeminencia sobre la temporalidad, o como si tuvieras el privilegio de contemplar, como un fondo, por detrás de la mutabilidad constante del tiempo, el puro espacio...

No sé, seguramente tiene que ver con el mecanismo de la atención, que en realidad no es activo, es decir, la atención no es algo de la voluntad –como a veces pensamos–, sino todo lo contrario, es producto de cierta pasividad en la que la cosa, lo que está ahí –como ha explicado la fenomenología–, crece y te absorbe por completo; y, sí, tal vez esa fijeza –un pájaro, esos árboles con esa luz, esas palabras oídas que de pronto se recortan con diferente nitidez– resalta la dimensión espacial.

Esa fijeza o quietud parece estar también contenida en el diálogo constante que mantiene tu poesía con la pintura, o –de manera más precisa– con la actitud de plantarnos delante de un cuadro, de una superficie fija que ha sido generada por el movimiento físico y psíquico del artista. ¿Cuál es tu relación con la pintura?

Siempre digo que es una relación de compañía, literalmente, que he vivido de modo habitual. Hay épocas en que la relación con determinada obra se vuelve un poco obsesiva. La pintura genera un mundo, al igual que la escritura. Hay momentos en los que conectas de un modo particular con un ámbito pictórico o estético, y ese mundo, esa mirada, llega a formar parte de tu mundo, de tu mirada (así ha sido con Arshile Gorky, con Luis Fernández –hay muchos poemas en mis libros que de algún modo podrían ser piezas de Luis Fernández–, con Ana Mendieta, y con muchos otros artistas). Y, claro, eso conlleva también plantearte o reconocer las cuestiones técnicas o formales que organizan ese mundo, que son en ocasiones muy iluminadoras para la escritura, como tales problemas formales. A menudo vemos más claras ciertas cosas de lo poético a través de la composición de determinadas piezas que a través de la lectura de poesía. Precisamente porque son artes distanciadas y eres capaz de verlo desde otro lugar; es decir, cómo resuelven problemas técnicos –o qué camino recorren en su trabajo–, que son en realidad absolutamente trasladables y paralelos a los que tiene el trabajo de la poesía.

Otra de las palabras claves en tu obra es la luz, una luz que a veces aparece invernal, matizada, y en ocasiones da miedo, parecida al sol negro nervaliano, o como la forma que tienen de ver la luz los convalecientes que han estado encerrados, que de entrada deslumbra, por deshabituación, como si se viera por primera vez. ¿Qué y cómo ilumina esa luz?

Seguramente es así como lo has descrito. Me vienen a la cabeza esos versos de ella, los pájaros: «me da miedo la luz, / lo quieto de la luz, / el hueso de tu sien / contra la mía». Y, en efecto, está también presente ese exceso de luz que, a veces, según el lugar donde te halles, se percibe. A veces me parece que la luz del norte es una luz funcional –como si sirviera fundamentalmente para ver las cosas– y que, en cambio, la luz del sur, de la meseta hacia abajo, tiene entidad propia, tiene sustancia (de esta luz sale, por ejemplo, el pensamiento de Grecia). La luz determina nuestro modo de percibir y de estar en el mundo. Yo soy de Asturias y conozco muy bien aquella luz; es una luz que no niega la sombra (como diría María Zambrano de la del claro del bosque); lo mismo que tampoco su aire niega el agua, su hechura de humedad; y sé bien las extraordinarias cosas que con el velo de esa luz han hecho los grandes pintores del norte. La luz poderosísima del sur es otra cosa, casi como si se pudiera ver la noche detrás de ella; a veces da miedo, es luminosa pero fija y extraña.

Puede intuirse en tus poemas una relación descompensada entre lo interno y lo externo, motivo principal de poemas como «La caída de Ícaro». Relacionado con ello, la mirada poética suele posarse muchas veces en mujeres, que actúan como referentes externos pero también como las diferentes personae de la propia identidad...

«La caída de Ícaro» es un poema cuyo núcleo es el cuerpo, «un cuerpo enfermo que avanza»; ésa es «la descompensación entre lo interno y lo externo». Y las mujeres, en efecto, están presentes, por ejemplo, desde el título de ella, los pájaros, y siempre digo que ese pronombre, ella, es una caja vacía en la que van entrando y superponiéndose distintos personajes, algunos de los cuales tendrán una entidad especial –este libro en concreto se hace eco de la muerte de la madre–, mientras que por otros, en cambio, pasan efímeramente, aparecen y desaparecen, son presencias verdaderamente puntuales. Es una cuestión a la que se da muchas vueltas en mi escritura, la vida de las mujeres –nuestra historia y nuestros modos de estar–, tan problemática, y tan difícil también de pensar a veces, atravesada por numerosas tensiones y contradicciones. Sí, es uno de los asuntos que más veo, casi sin quererlo, que más me llama la atención.

Es un hacia afuera, hacia el otro, pero que al mismo tiempo está en ti.

Desde luego; a veces con una extrañeza muy profunda, generada por esas tensiones y contradicciones.

Dices, en tus notas sobre poética, que «el poema es siempre retrospectivo, pero la dilatación lírica se adhiere a la respiración; el pensamiento del poema no procede por análisis sino condensándose en asociaciones, en ritmos, en montajes», por lo que el poema fluctúa entre su dilatación respiratoria y la condensación del pensamiento, casi como en un movimiento de sístole y diástole muy parecido al del corazón...

Así funciona exactamente, sobre todo para las cuestiones rítmicas y para el mismo enlazarse de las imágenes, y cómo van sobreviniendo.

Un corazón, el del poema, que contiene todas las emociones, incluida la rabia, la violencia. Dices también que «uno de los móviles de la poesía arraiga en lo amoroso, pero otro tiene su raíz en la violencia, en alguna clase de rabia o intemperancia». ¿Es también la rabia uno de los motores de tu poesía? ¿Cómo se concreta esa violencia en tus poemas, en apariencia tan serenos?

Me parece que se concreta en cada caso de un modo distinto. Yo creo que la ira es uno de los componentes fundamentales de la vida; aparece de pronto en tu manera de sentirte, de observar cómo van las cosas, en tu modo de estar. Creo que en mis poemas se hace muy presente la violencia; su aparente serenidad es relativamente engañosa; están, por ejemplo, llenos de torsiones formales. Pero no sólo en el aspecto formal, mis poemas con frecuencia dicen barbaridades (desde el punto de vista de un pensamiento light o convencionalmente bienpensante –en la onda que, me parece, impera–). Lo que pasa es que la gente en la lectura a veces no lo percibe, dejándose envolver por las imágenes del mundo, que con frecuencia son muy hermosas. Pero sí, me parece que hay ese componente airado, que es el de la disconformidad con lo que es, con cómo son las cosas, es decir, con la vida. No hay quien se la trague dulcemente.

Esa apariencia de serenidad de tus poemas puede tener que ver con esa cualidad de «estar quietos». La violencia, como decía Virilio, pareciera ir ligada a la velocidad, aunque no siempre es así.

Probablemente, sí. Y tiene que ver también con que la naturaleza consuela, si es potente, como lo es muchas veces en la percepción, y en ese consuelo hay implícita una carga de serenidad, de calma, que también está ahí. Yo creo que están las dos cosas, verdaderamente. Lo que pasa es que yo no concibo la serenidad sin la violencia, sin alguna manifestación fuerte de disconformidad; es decir, si no tiene un contrapunto, la serenidad no es nada.

Según la cábala luriánica, el primer movimiento de la divinidad no fue un acto de emanación, sino de retracción, una contracción de Dios sobre sí mismo que supone un autoexilio. Ese movimiento de retracción está muy presente en tus versos, una retracción del ser físico hasta la cal de las paredes, hasta el hueso. ¿Crees que la creación, cualquier tipo de creación y más concretamente la poética, requiere siempre ese paso atrás?

Así es como lo veo, en efecto. Como un achicamiento. Tiene que ver también con la atención, que mencionábamos, y que he llamado a veces «fascinación», eso que se da cuando un objeto nos ocupa por entero. No es que vayamos hacia él, ni que lo tomemos, sino todo lo contrario, nos ocupa enteramente; nosotros nos hacemos vacíos y eso que está ahí afuera nos ocupa por completo. La atención es un fenómeno pasivo, de retracción, un dejarse ocupar. Al funcionar de ese modo, hace que las cosas tomen su presencia, la tengan verdaderamente. Por otra parte, el movimiento hacia el habla que da lugar al poema viene de una situación de precariedad personal, de carencia, que es también una forma de eso que dices, de la retracción. Cuando te sientes grande y te llenas tú mismo, no hay nada que decir. Es un problema de consuelo, probablemente; en realidad, se habla como se acuna a un niño, aunque no tenga nada que ver con eso. Hay ahí una necesidad de hablarte de un modo en que la vida en ese momento no te habla.

Alejandra Pizarnik lo nombraba como «ese comenzar a cantar despacito en el desfiladero»...

Sí, y también decía: «la noche soy y hemos perdido». Pues eso. Que hemos perdido.

No sólo parece ser un movimiento hacia atrás, sino que también parece requerir un ovillarse, un hacerse punto, pequeño. Así, hablas en tus versos de estar «ovillada en un lugar como la túnica de un hombre, habitable y mortal, como un corazón. Cada vez más pequeña».

Es una sensación física, supongo que Freud hablaría de la posición fetal, del replegamiento como modo de sentirse protegido.

Y también, aparte de la protección, es una actitud que beneficia tanto a lo poético, en esta época en la que medrar es tan importante, y aparecer continuamente, y estar. Ese acto de humildad, de hacerse pequeño gana espacio para lo poético.

Sobre todo, son cosas que no tienen nada que ver entre sí; me refiero al lugar social y la escritura. En la vida, yo, por ejemplo, me considero una persona muy tímida, aunque pueda parecer extravertida, también por edad, porque vas aprendiendo a gestionar tus propias inseguridades. En realidad, lo único que verdaderamente importa es la escritura, que no tiene nada que ver con el lugar que se ocupe en el medio literario-social (aunque después pueda generar un eco en ese medio). De tal modo que –al menos en mi experiencia–, cuando tienes una vida social o laboral mucho más intensa, eso va en detrimento de la escritura. Ahí no hay nada que rascar. O sí, pero después, por otra vía; tiene que llegar a otro sitio, posarse de determinada manera y hacer su química con otras cosas. Todo eso puede ser también materia de escritura, pero tiene que cumplir un proceso de interiorización. Yo creo que la escritura se sitúa en un espacio que es el único en el que verdaderamente te juegas algo tú, algo de este orden de cosas del que estábamos hablando, una especie de economía o química de la precariedad y el consuelo en la que nos constituimos.

Comentábamos antes que cuando pasas un tiempo sin escribir igual se está produciendo una especie de vuelo subterráneo, de tal manera que al retomar la escritura te das cuentas de que estás, sin saber cómo, un poco más allá...

Es lo que decía Barthes, dejar el jardín en barbecho para sembrar después otras cosas. Parece que la escritura trabaja en muy distintos niveles al mismo tiempo, y a veces, durante épocas, sólo en algunos niveles no perceptibles, no productivos desde el punto de vista del papel. Ese trabajo subterráneo es fundamental. Entre un libro y otro hay algo que se ha ido haciendo un poco al margen de ti, de tal modo que la escritura del libro siguiente no está ya en el lugar en que quedó el anterior, y sí, creo que este proceso tiene bastante que ver con los topos que andan por ahí debajo.

Tus poemas son cortos y precisos. Proponías en tus escritos sobre poesía un ejercicio de taller: el de ir podando las palabras que le sobran al poema. A la hora de trabajar tus poemas, ¿utilizas más, como decía John Cage, la parte posterior del lápiz, la de la goma?

En general son breves, sí, aunque los hay también con cierto desarrollo, incluso narrativo. Y en general, llegan por sí mismos, en función de algo que te llama la atención; a veces son unas frases, a veces una imagen, los sueños, algo que se queda ahí, materiales que permanecen de modo operativo y requieren la escritura. Su procedencia es muy heterogénea. En el momento en que empiezas a tomar nota de ellos surgen otras cosas, como por asociación, a menudo completamente inesperadas. Es un proceso fundamentalmente químico, más que arquitectónico, creo. Tiene que cuajar, el poema es lo que cuaja. Y luego, sí, el trabajo de poda, de dejar que se desprenda lo que no es necesario, es decisivo.

Siguiendo con el tema del silencio y la poesía, decías en otro de tus textos sobre poética, que «la fuerza de un poema no está en lo que dice sino en lo que calla y que lo alimenta». Ese silencio en tus poemas viene entonces en su ejecución a veces de un proceso de borrado, como decíamos antes, pero también hablabas en tus versos de que «la palabra huye por un agujero / paralizada por un instante contempla ese agujero», que muestra la dicotomía entre hablar o escuchar, o caer a veces en medio del habla en esa posición de escucha, que no es sólo puro silencio.

Sí, esas frases últimas están en Del ojo al hueso, en una sección de notas sobre el habla y la escritura, y se refieren en concreto al habla, por ejemplo, en una conversación; una especie de vértigo que te acomete de pronto, un síntoma de profundas inseguridades, que aparece repentinamente en el habla social, un deseo de retirada que se traduce en esos –por fortuna, breves– agujeros negros.

Y en cuanto al poema, es necesaria, como dices, esa posición de escucha, acompañada de un tipo específico de discernimiento, del modo de precisión que requiere lo poético. Para el poema hay cosas que no son relevantes, y, sin embargo, cuando trabajas un texto está todo ahí, todo lo que ha venido a anotarse confluyendo. Hay elementos que distraen, o que llevan las cosas a un terreno que no es donde se decide el asunto. De tal manera que hay que prescindir de todo eso, o al menos yo tiendo a prescindir de ello. Esto tiene que ver también, por ejemplo, con la cuestión del final del poema, con cómo un poema acaba, y también con las cuestiones rítmicas o retóricas que no son realmente productivas. En términos generales, lo que «redondea» o «favorece» el efecto del poema suele ser algo que no funciona de verdad, o que lo hace sólo a un nivel formalista, y que desvirtúa y distrae, o que deja una percepción de las cosas engañosa o falseadora. Como objetivo, trato siempre de dejar las cosas en lo que son.

El arquitecto Oscar Niemeyer afirmaba que «La distancia más corta entre dos puntos no es la recta sino la curva», en la que ve las formas naturales –montañas, cordilleras–, y de la mujer.

Y del hombre. Es que eso de la mujer y las curvas...

Cierto. También Balzac, en Serafita, vincula la curva a lo humano, siendo el dios el portador de la recta, capaz de soportar lo terrible, mientras que el hombre se ve obligado a trazar necesariamente una parábola con la bala de cañón para alcanzar el objetivo. ¿Crees que esa oblicuidad, de la que sin duda bebe el poema, de alguna manera lo humaniza, a pesar de que muchos lo vean como algo muy difícil de desentrañar o de difícil acceso?

Sí, es muy interesante. Pero no sé… Siento cierta reticencia ante eso de «humanizar» el poema, y a vincular esa humanización con la posibilidad de desentrañarlo o de entrar en él; me lleva a todos los viejos debates históricos, hace mucho superados. Seguramente, a estas alturas, consideramos tan «humano» el gesto irónico de Duchamp re-presentando un objeto que se encuentra en la calle, como las Soledades, de Góngora, o las piezas de Beuys o Trilce, de Vallejo. Cada uno a su modo. Con su modo de hacer, curvo, indirecto u oblicuo. La poesía o el arte contemporáneo requiere de quien lee o contempla un deseo de entrar en la obra –un deseo que al ser repetido conlleva la frecuentación y una progresiva información–. Cuando ese deseo existe, la obra de arte o el poema lo colma con creces, con una generosidad ilimitada; así lo experimentamos todos cuando leemos. De una extraña manera, ante determinados comentarios en alguna de mis lecturas públicas, he tenido la sensación de que el poema es un objeto certero, oscuro y directo a la vez.

Y por último, dice uno de tus versos que «El nombre era la luz». ¿Qué ilumina la luz cuando el nombre es Olvido?

¡Uff! Es –era, sobre todo– un nombre complicado de llevar. Tan complicado de llevar como Soledad, como Consuelo, como Dolores, como Martirio. Estos nombres españoles tan imposibles, nadie puede creerse que pongamos esos nombres a las niñas. Todos los nombres que tienen una significación de este calibre –imagínate: Angustias–, pesan mucho, sobre todo cuando eres una niña o adolescente, épocas en las que no sabes qué hacer contigo misma. Pero no hay nada lírico en el asunto. De las Olvidos, la mejor es Alaska.

Poesía

Esa polilla que delante de mí revolotea. Poesía reunida (1982-2008), Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2008

Y todos estábamos vivos, Barcelona, Tusquets, 2006

La poesía, ese cuerpo extraño, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Oviedo, 2005

Todo acaba cayendo del lado que se inclina, Buenos Aires, Edición a Secas, 2002

Del ojo al hueso, Madrid, Ave del Paraíso, 2001

Caza nocturna, Madrid, Ave del Paraíso, 1997

Ella, los pájaros, Diputación Provincial de Soria, 1994

Exposición, Ferrol, Sociedad Cultura Valle-Inclán, a1990

El tercer jardín, Valladolid, Ediciones del Faro, 1986

Ensayo

Teresa de Jesús, Barcelona, Omega, 2001

Los poetas de la república, Barcelona, Almadraba, 1997 [con Miguel Casado]

RECITAL POÉTICO OLVIDO GARCÍA VALDÉS


28.05.09

PARTICIPANTES JUAN BARJA • OLVIDO GARCÍA VALDÉS
ORGANIZA CBA