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Eufonía, o la ciudad musical

Hector Berlioz
Traducción Juan Calatrava

El utopismo y su correlato, la pesadilla distópica, son elementos medulares del Zeitgeist moderno de cuya herencia nuestro presente no ha logrado sustraerse. El CBA ha propuesto una intervención multidisciplinar en torno a este tema que atraviesa buena parte de la programación de 2010 y 2011 con la colaboración de instituciones como la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales y el Parque de las Ciencias de Granada. Utopía-contra-utopía, título genérico de este programa coordinado por Juan Calatrava, incluye exposiciones, congresos, ciclos de cine y ediciones. Como anticipo, recuperamos una utopía musical inédita en castellano de Hector Berlioz (1803-1869).

Eufonía es una pequeña ciudad de doce mil almas situada en la vertiente del Hartz, en Alemania. Se la puede considerar como un vasto conservatorio de música, ya que la práctica de este arte es el único objeto del trabajo de sus habitantes.

Todos los eufonianos, hombres, mujeres y niños, se ocupan exclusivamente de cantar, de tocar instrumentos y de todo lo que tiene que ver directamente con el arte musical. La mayor parte de ellos son a la vez instrumentistas y cantores. Algunos que no ejecutan se dedican a la fabricación de instrumentos o al grabado e impresión de la música. Otros consagran su tiempo a investigaciones de acústica y al estudio de todo aquello que, en los fenómenos físicos, puede relacionarse con la producción de los sonidos.

Los instrumentistas y los cantores están clasificados por categorías en los diversos barrios de la ciudad.

Cada voz y cada instrumento tiene una calle que lleva su nombre y que es habitada sólo por aquella parte de la población que se dedica a la práctica de esta voz o de este instrumento. Hay, así, las calles de las sopranos, de los bajos, de los tenores, de los contraltos, de los violines, de los cornos, de las flautas, de las arpas, etc.

Inútil es decir que Eufonía está gobernada militarmente y sometida a un régimen despótico. De ahí el orden perfecto que reina en los estudios y los resultados maravillosos que en ella ha obtenido el arte.

Por lo demás, el emperador de Alemania hace todo lo que está a su alcance para que la suerte de los eufonianos sea lo más dichosa posible. No les pide a cambio más que le envíen dos o tres veces al año a algunos millares de músicos para las fiestas que ofrece en diversos puntos del imperio. Raramente la ciudad se traslada toda entera.

En las fiestas solemnes, cuyo único objeto es el arte, son, por el contrario, los oyentes los que se desplazan y vienen a escuchar a los eufonianos.

Un circo –más o menos parecido a los circos de la antigüedad griega y romana pero construido con condiciones de acústica mucho mejores– está dedicado a estas audiciones monumentales. Puede contener a veinte mil oyentes y diez mil ejecutantes.

Es el Ministro de Bellas Artes el que elige, entre la población de las diferentes ciudades de Alemania, a los veinte mil oyentes privilegiados a los que se permite asistir a estas fiestas. Esta elección viene siempre determinada por el mayor o menor grado de inteligencia y de cultura musical de los individuos. Pese a la curiosidad excesiva que estas reuniones suscitan en todo el imperio, ninguna consideración lograría que se admitiese a un oyente al que su ineptitud hiciese indigno de asistir.

La educación de los eufonianos está dirigida del siguiente modo: los niños se ejercitan desde muy temprana edad en todas las combinaciones rítmicas, llegan en pocos años a reírse de las dificultades de la división fragmentaria de los tiempos, de la medida, de las formas sincopadas, de las mezclas de ritmos irreconciliables, etc., viene después para ellos el estudio del solfeo, paralelamente al de los instrumentos, y un poco más tarde el del canto y la armonía. En el momento de la pubertad, en esta hora de eflorescencia de la vida en la que las pasiones comienzan a hacerse sentir, se persigue desarrollar en ellos el sentimiento justo de la expresión y, en consecuencia, del bello estilo.

La verdad de expresión, esa facultad tan rara de apreciar tanto en la obra del compositor como en la ejecución de los intérpretes, los eufonianos la sitúan por encima de cualquier otra.

Cualquiera de quien se llegue a la convicción de que carece absolutamente de tal facultad o de que se complace en la audición de obras de expresión falsa es inexorablemente expulsado de la ciudad, a menos que consienta en descender a algún empleo inferior, como la fabricación de las cuerdas para instrumentos o la preparación de pieles para los timbales.

Los profesores de canto y de los diversos instrumentos tienen bajo sus órdenes a varios subordinados, destinados a enseñar especialidades en las que se les reconoce su superioridad. Así, para las clases de violín, violoncello y contrabajo, además del profesor principal que dirige los estudios generales del instrumento hay uno que enseña exclusivamente el pizzicato, otro el empleo de sonidos armónicos, otro el staccato, y así sucesivamente. Hay instituidos premios para la agilidad, la corrección, la belleza del sonido, e incluso para la tenuidad del sonido. De ahí esos matices de piano tan admirables que en toda Europa sólo los eufonianos saben producir.

La señal de las horas de trabajo y de las comidas, de las reuniones por barrios, por calles, de los ensayos en pequeñas o grandes masas, etc., vienen dadas por medio de un órgano gigantesco situado en lo alto de una torre que domina todos los edificios de la ciudad. Este órgano es movido por vapor y su sonoridad es tal que se oye sin esfuerzo a cuatro leguas de distancia. Hace cinco siglos, cuando el ingenioso fabricante A. Sax, al que se debe la preciosa familia de instrumentos de cobre de lengüeta que lleva su nombre, presentó la idea de un órgano parecido destinado a cumplir de manera más musical el oficio de las campanas, se le tildó de loco, como se había hecho antes con el desgraciado que habló del vapor aplicado a la navegación y a los ferrocarriles o como se hacía todavía hace doscientos años con quienes se obstinaban en buscar los medios de dirigir la navegación aérea, que ha cambiado la faz del mundo. El lenguaje del órgano de la torre, ese telégrafo del oído, apenas es comprendido más que por los eufonianos; sólo ellos conocen bien la telefonía, preciosa invención cuyo alcance fue vislumbrado en el siglo XIX por un tal Sudre y que uno de los prefectos de la armonía de Eufonía ha desarrollado y llevado hasta el punto de perfección en el que se encuentra hoy. Poseen también la telegrafía y los directores de los ensayos no tienen más que hacer un simple signo con una o dos manos y la batuta para indicar a los ejecutantes que hay que ejecutar fuerte o suave tal o cual acorde seguido de tal o cual cadencia o modulación, este o aquel trozo clásico todos juntos o en pequeño grupo, o en crescendo entrando sucesivamente los diversos grupos.

Cuando se trata de ejecutar alguna gran composición nueva, cada parte es estudiada aisladamente durante tres o cuatro días y después el órgano anuncia las reuniones en el circo de todas las voces. Allí, bajo la dirección de los maestros de canto, se hacen oir por centurias formando cada una un coro completo. Entonces, los puntos de respiración son indicados y colocados de tal modo que nunca más de un cuarto de la masa cantora respire en el mismo punto y la emisión de voz del gran conjunto no sufra ninguna interrupción sensible.

La ejecución es estudiada, en primer lugar, bajo el aspecto de la fidelidad literal, después bajo el de los grandes matices y, finalmente, bajo el del estilo y la EXPRESIÓN.

Todo movimiento del cuerpo que indique el ritmo durante el canto está severamente vedado a los coristas. Se les ejercita también en el silencio, en un silencio absoluto y tan profundo que tres mil coristas eufonianos reunidos en el circo, o en cualquier otro local sonoro, dejarían oír el zumbido de un insecto y podrían hacer creer a un ciego situado en medio de ellos que se encontraba totalmente solo. Han llegado a contar, así, centenares de pausas y atacar un acorde de toda la masa, después de este largo silencio, sin que un solo cantante haya errado la entrada.

Un trabajo análogo se hace en los ensayos de orquesta; ninguna parte es admitida a figurar en un conjunto antes de haber sido oída y severamente examinada de modo aislado por los prefectos. La orquesta entera trabaja, después, sola; y, finalmente, la reunión de las dos masas vocal e instrumental se lleva a cabo cuando los diversos prefectos declaran que ya se han ejercitado suficientemente.

El gran conjunto sufre entonces la crítica del autor, que lo escucha desde el anfiteatro que debe ocupar el público, y cuando se considera dueño absoluto de este inmenso instrumento inteligente, cuando está seguro de que no tiene ya más que comunicarle los matices vitales del movimiento, que él siente y puede dar mejor que nadie, sólo entonces llega para él el momento de hacerse también ejecutante, y sube al estrado para dirigir. Un diapasón fijado en cada pupitre permite a todos los instrumentistas concordarse sin ruido antes y durante la ejecución; los preludios y los menores ruidos de la orquesta están rigurosamente prohibidos. Un ingenioso mecanismo, que se hubiera hallado cinco o seis siglos antes si se hubiera hecho el esfuerzo de buscarlo y que refleja el impulso de los movimientos del director sin ser visible al público, marca ante los ojos de cada ejecutor y muy cerca de él, los tiempos de la medida, indicando también de manera precisa los diversos grados de forte o de piano. De esta manera, los ejecutantes reciben inmediata e instantáneamente la comunicación del sentimiento de quien les dirige y obedecen tan rápidamente como los martillos de un piano bajo la mano que oprime las teclas, y el maestro puede entonces afirmar sin faltar a la verdad que toca la orquesta.

Cátedras de filosofía musical ocupadas por los hombres más sabios de la época sirven para difundir entre los eufonianos sanas ideas sobre la importancia y el destino del arte, el conocimiento de las leyes sobre las que basa su existencia y nociones históricas exactas sobre las revoluciones que ha sufrido. Es a uno de estos profesores a quien se debe la institución singular de los conciertos de mala música a los que los eufonianos van, en determinadas épocas del año, a escuchar las monstruosidades admiradas durante siglos en toda Europa y cuya producción misma era enseñada en los conservatorios de Alemania, Francia e Italia, y a estudiar los defectos que se deben evitar cuidadosamente. Tales son la mayor parte de las cavatinas y finales de la escuela italiana de principios del siglo XIX y las fugas vocalizadas de las composiciones más o menos religiosas de las épocas anteriores al XX. Las primeras experiencias en este sentido realizadas sobre esta población cuyo sentido musical es hoy de una corrección y un refinamiento extremos arrojaron resultados bastante singulares. Algunas de las obras principales de mala música, de expresión falsa y estilo ridículo, pero con todo de un efecto si no agradable sí al menos soportable para el oído, suscitaron su piedad, pareciéndoles que estaban oyendo producciones de niños que balbuceaban una lengua que no entendían. Algunos trozos les hicieron reír a carcajadas y fue imposible continuar su ejecución. Pero, cuando llegó el momento de cantar la fuga sobre Kyrie eleison de la obra más célebre de uno de los grandes maestros de nuestra antigua escuela alemana, y una vez que se les reafirmó que este trozo no había sido escrito por un loco sino por un gran músico que no hizo con ello sino imitar a otros maestros, siendo a su vez imitado durante largo tiempo, resulta imposible describir su consternación. Mostraron su seria aflicción por esta humillante enfermedad que podía afectar al género humano; y, habiéndose indignado en ellos el sentimiento religioso al mismo tiempo que el musical por estas innobles e increíbles blasfemias, entonaron de común acuerdo la célebre plegaria Parce deus, cuya expresión es tan verdadera como para resultar honorable expiación ante Dios en nombre de la música y de los músicos.

Dado que todo individuo posee alguna voz, cada uno de los eufonianos está obligado a ejercitar la suya y a adquirir nociones del arte del canto. Resultado de ellos es que los instrumentistas de cuerdas de la orquesta, que pueden cantar y tocar al mismo tiempo, forman un segundo coro de reserva que el compositor emplea en algunas ocasiones y cuya inesperada entrada produce a veces los más asombrosos efectos. Los cantantes, a su vez, están obligados a conocer el mecanismo de algunos instrumentos de cuerda y de percusión y a tocarlos, en caso de necesidad, mientras cantan. Así, todos ellos son arpistas, pianistas o guitarristas. Un gran número de ellos saben tocar el violín, la viola d’amore o el violoncello. Los niños tocan el sistro moderno y címbalos armónicos, nuevo instrumento del que cada golpe da un acorde.

Los papeles de las obras de teatro y los solos de canto o instrumentales no se otorgan más que a aquellos eufonianos cuya organización y talento especial les convierten en los más adecuados para ello. La elección se determina en un concurso que se hace pública y pacientemente ante el pueblo entero, empleando para ello todo el tiempo que sea necesario. Así, con motivo de la celebración del aniversario decenal de la fiesta de Gluck, se buscó durante ocho meses entre las cantantes a la más capaz de cantar y representar a Alcestes; cerca de mil mujeres fueron escuchadas sucesivamente para ello.

No existen en Eufonía primeras figuras ni privilegios para determinados artistas en detrimento del arte. No se conocen derechos de posesión de los primeros papeles, mucho menos si tales papeles no convienen en modo alguno a su género de talento o a su físico. Los autores, los ministros y los prefectos precisan las cualidades esenciales que hay que reunir para desempeñar convenientemente tal o cual papel o representar a uno u otro personaje; se busca entonces al individuo mejor provisto de tales cualidades y, aunque se trata del más oscuro habitante de Eufonía, apenas se le descubre es elegido. Algunas veces nuestro gobierno musical se esfuerza en vano. Es así como, en 2320, después de haber buscado durante quince meses a una Eurídice, no hubo más remedio que renunciar a poner en escena el Orfeo de Gluck, a falta de una joven lo bastante bella como para representar a esta poética figura y lo bastante inteligente como para comprender su carácter.

Se cuida la educación literaria de los eufonianos; pueden apreciar, hasta un cierto punto, las bellezas de los grandes poetas antiguos y modernos. Aquellos que mostraran una ignorancia e incultura completa a este respecto no podrían nunca aspirar a funciones musicales algo elevadas.

Es así como, gracias a la inteligente voluntad de nuestro emperador y a su infatigable solicitud por la más poderosa de las artes, Eufonía se ha convertido en el maravilloso conservatorio de la música monumental.