Alessandra Chemollo
fotografía habitable
Traducción Juana Inarejos
La obra fotográfica de Alessandra Chemollo (Treviso, 1963) –fotógrafa y profesora de fotografía en el Istituto Universitario di Architettura de Venecia– está íntimamente ligada a la arquitectura. Su trabajo se distingue por un tratamiento del entorno construido puramente fotográfico, nada monumental, que fomenta la reflexión sobre la especificidad del medio. Entre marzo y mayo se expuso en la Sala Juana Mordó del CBA Versión reducida, una colección de las fotos que Chemollo realizó entre 1999 y 2003 para tres monografías dedicadas a Àlvaro Siza, Eduardo Souto de Moura y Fernando Távora, representantes de tres generaciones de arquitectos portugueses.
El también arquitecto y crítico de arquitectura Manuel Graça Dias (Lisboa, 1953) comenta para Minerva algunas de las obras que ha fotografiado Alessandra Chemollo.
1. ÀLVARO SIZA, FACULTAD DE ARQUITECTURA DE LA UNIVERSIDAD DE OPORTO (1986-1995)
Al contemplar la ciudad desde la otra margen del río, en las pendientes de Gaia, apreciamos su decadencia y las pocas fincas y casas inglesas que quedan en pie. Predominan ahora las intervenciones a otra escala: complejos residenciales, enormes instituciones escolares.
Previendo el desastre, Àlvaro Siza elaboró su proyecto descartando la posibilidad de un edificio único: una distribución en cuatro «torrecitas», de implantación y cota máxima idénticas a las de la casa madre roja, que se conserva junto con el jardín romántico en un vaso de muros de contención de granito.
Los pabellones se enfrentan a la calle que serpentea, como una terraza sobre el Duero, y sirven de contrafuerte a una «plaza», un gran patio amplio, abierto, informal, empedrado, que distribuye, por la parte superior, los caminos exteriores de la Facultad. Parte de este «exterior» lo conforma una cubierta sobrepuesta al servicio de las torres, con ventanas intercaladas que capturan la luz intensa que sube del río.
Los volúmenes de la cafetería, los servicios administrativos, el anfiteatro, la galería de exposiciones y la biblioteca componen un fondo para la plaza, como muros blancos que descansan unos en otros: una danza articulada, en conjuntos diferentes, que oculta la carretera que discurre al otro lado, evitando que el ruido de los coches alcance este espacio acotado.
Antes de llegar a la cafetería, vemos un cuerpo incompleto, que es pórtico para quien accede por Campo Alegre; como una ruina limpia. Es un volumen sin cubierta ni ventanas, poblado en su interior por un macizo de piedra, esculpido en forma de escalera. Es el único elemento colorido del conjunto: el mismo tono rojo oscuro que apreciamos en la casa principal, se suaviza en la parte interior, como un papel de pared que resistiera el paso del tiempo. Por aquí entran los alumnos que aspiran a reordenar, algún día, la sintaxis de estos elementos truncados.
La cafetería se abre a los plátanos celosamente conservados. Enseguida, un poco retranqueado, el primer piso, junto a la calle-rampa, desde donde vemos las copas de los árboles ocultando el río.
Una escalera recoleta nos conduce a una terraza sobre la cafetería. Espacio desierto, de llanto o de rabia, concentración solitaria de elementos incontenibles (cubierta diagonal, retazos de mesas redondas de mármol envolviendo pilares cilíndricos, mirador sobre el espacio abierto de la Escuela), más que suficiente para que deseemos quedarnos y amar la arquitectura.
¿Y las ventanas de las torres? Siempre diferentes o diferentemente recortadas, dan nombre a las aulas idénticas que iluminan diferentemente. Aulas diferentes en las que podemos aprehender las diferentes memorias de un espacio cualificado, intenso, firme.
2. ÀLVARO SIZA, CASA ALVES COSTA, MOLEDO DO MINHO (1964-1969)
La casa se aparta del resto del pueblo persiguiendo una «L» tortuosa que la vuelve hacia un minúsculo pinar, haciendo surgir lo «privado» en su sentido más profundo.
Entramos por una especie de pequeño sifón laberíntico, un espacio reducido (reducido por las paredes que lo ciñen y conforman; reducido, para empezar, por la altura de la puerta; reducido por el peso del techo que allí se inclina en exceso obligándonos a agachar, aún más, la cabeza y los hombros). A continuación, encontramos una celosía de madera pintada de amarillo claro, formando una cuadrícula de cristales. El zaguán, también de techo bajo, se encuentra ya dentro de la sala alta y es como si prolongara de algún modo la escala íntima. Una sala que es «salón», después de la estrechez del breve trayecto. Extrañamente, la sala tiene también forma de «L», o son más bien dos polígonos que se tuercen y se juntan en la diagonal que muerde el zaguán.
Las puerta-ventanas se abren al pinar. Y otra ventana, grande, cuadrada, nos ilumina de soslayo. Hay un rincón con una chimenea, ciego y oscuro, y, en la pared del fondo, el esplendor de un agujero sencillo, pequeño, extendido allí donde se extienden informalmente las colchonetas de la playa, con barras verticales, y del otro lado, al mismo nivel, el suelo cubierto de agujas de pinos, con el interior del muro que apenas se eleva, blanco, encalado, pigmentado de musgo, línea que enmarca la vista de la calle desde una de las dos únicas ventanas por las que se ve.
La otra ventana que da a la calle se sitúa al otro lado de la arista que dobla los planos de la pared, y casi se toca con la primera, dos veces más pequeña. Por dentro las separa una pared transversal, y su luz anima un espacio innominado, contiguo a la sala, del otro lado de la delicada puerta. Lo que esta ventana ilumina es un pasillo ancho que conduce a los dormitorios, una salita independiente, un precioso retiro.
Los dormitorios también se orientan hacia el interior del terreno, hacia el pequeño pinar.
Con láminas de contrachapado pintadas del mismo blanco sucio que recubre todas las superficies, todo termina al fondo, donde un armario bajo roza el techo y unas puertas ingeniosas permiten rodear la última habitación.
De la sala sale el cuerpo de la cocina, que se comunica con el pequeño sendero lateral a través de ranuras horizontales. Ranuras que, después, surgen angulosas, para volverse a abrir en la mampostería del cobertizo del coche. Lo rodeamos, subimos unas escaleras tortuosas y giramos de nuevo. Y ya estamos en la atalaya del pinar y podemos llegar, por el exterior, hasta la explanada de enfrente de la sala, donde cenará la familia.
A cielo abierto, allí donde las estrellas están tan próximas a la civilización, a la voz de Paolo Conte, a la luz eléctrica, a las risas de los nietos que juegan entre los cojines verdes.
3. EDUARDO SOUTO DE MOURA, CASA EN MOLEDO DO MINHO (1991-1998)
La casa está ubicada en el terreno de una antigua propiedad rural. Al encontrarse con las terrazas, los muros de soporte construidos a lo largo de los años, el denso bosque, Eduardo Souto de Moura quiso conservarlo todo: el perfume, el clima, la serena atmósfera vegetal, la dulzura de los caminos, la fuerza de la piedra.
Dispuso la casa en la última meseta, en la terraza más elevada, ya que lo que más valoraban los propietarios del difícil terreno eran las vistas sobre la desembocadura del Miño. La transformó así en el último muro de soporte y la ensambló «dentro» de un plateau aún más artificial que los demás. Rectangular, encajada, con paredes de piedra en las que se abren ventanas totales sobre el paisaje total, por dentro se conforma como una cabaña o un refugio. Las maderas disimulan armarios, cajones y paredes, como si la casa no fuera más que un contenedor grande, acristalado, ocupado por mobiliario útil.
En el acto de cortar el terreno, al sacar a la luz la constitución granítica de la montaña, la tentación fue más fuerte que lo que un prudente sentido del confort pudiera aconsejar. Hacia atrás, la casa se abre a través de un enorme vidrio a esa roca insólita, al interior mismo de la última meseta, abierta para albergarla.
Lo que vemos o sentimos tiene algo de Johnny Guitar, y puede que de noches de lobos y miedo. Nada que una cortina no pueda resolver, descorriéndola de día al magnífico espectáculo.
Encima, la cubierta se radicaliza: verde, como una pista de tenis, le sobran las chimeneas y las ventilaciones domésticas que malogran la abstracción plana camuflada.
Así, elementos delicados de acero inoxidable esculpen el aire alrededor de los respiraderos utilitarios, componiendo una pantalla sofisticada, horizontal, vacía, desde donde disfrutamos de las vistas, el terreno, los árboles, el viento.
Lo que se buscaba era recuperar la armonía con la que una antigua técnica agrícola supo labrar las toscas tierras de las laderas, domando la naturaleza, obligándola a darnos más de lo que nos tiene reservado.
La casa en el terreno aterrazado de las viñas es, sobre todo, una manifestación del triunfo del hombre sobre la naturaleza y del respeto por la historia.
Y, después de la intervención, la casa es ya manifiesto, prototipo, modelo, manera compleja de ser simple, integrada, incluida, «cosa de la tierra», sin aderezos, auténtica, única.
Con ideas –con la imaginación que hace posibles las ideas–, con determinación militante y poética. Con el alma de la Arquitectura, que sólo resuelve los problemas de uno en uno, proponiendo respuestas diferentes cada vez.
4. EDUARDO SOUTO DE MOURA, CASA DAS ARTES, OPORTO (1981-1991)
Es un «tubo» estrecho que avanza lateralmente, a lo largo de una casa de principios del siglo xx.
La casa es pesada, color castaño, pero el jardín, antiguo, rebosante de árboles que se extiende «de una calle a otra», le confiere calma, una especie de calidad distintiva en tiempos de menor grandeza.
Eduardo Souto de Moura se aferró al proyecto y, en un prodigio de síntesis, lo condensó en la menor anchura posible, adosando a uno de los límites transversales un muro de piedra, flanqueado y sombreado por árboles. De modo que, nada más llegar, no distinguimos la arquitectura.
Puede parecer contradictorio pero dentro del muro se disuelven los interrogantes.
Un muro no es habitable; y entrar por la parte de arriba, viniendo por la calle de atrás, más tranquila, menos transitada, contribuye al descubrimiento: un «corte» –falso, claro, pero verosímil– nos descubre los materiales de los que está hecha la casa.
La piedra –granito– en bloques superpuestos lateralmente; casi adosada, una hilera de ladrillo; después, el revoque final; por último, el marco de acero inoxidable de la puerta de espejo que refleja los árboles que dejamos atrás.
Dentro, el espacio que se cree adivinar se muestra complejo, con las bajadas al sótano, los paneles de exposición «corbuserianos» que no llegan al suelo y separan la galería de la biblioteca. Pueden servir de soporte a fotografías o pinturas; con su dulce color azul pastel y las patas de hierro negro, marcan el ambiente. Detrás, el pequeño cine-estudio; enfrente, el auditorio.
La cantidad de espacio libre en el auditorio nos dejará perplejos. Un tramo plano, a modo de «galería», se superpone a los soportes del sótano. A la izquierda, la sala desciende considerablemente y las filas de asientos se acompañan de escalones. En lo alto, el palco, una escalera y un tubo de acero, para la insuflación del aire, siempre en escena.
El ambiente que construyen los ladrillos de barro macizo es suave por el color, duro por la textura, insólito por la memoria que guardamos de otros auditorios, de otras construcciones de ladrillo.
La Casa das Artes no es un pabellón escondido en el lateral de un jardín. Es la preocupación por la preservación del parque, es el enorme muro de piedra que la casa color castaño de la burguesía de las Avenidas no llegó a ver, es la memoria de esas sombras en la continuación real de los árboles que la dotan de frescura, y es, también, la sorpresa del carácter artificial del espacio, del espacio confortable, complejo, pleno, que la construcción posibilita y nos entrega.
El muro es habitable y su artificio, que protege las raíces, justificado y único.
5. FERNANDO TÁVORA, ESCUELA PRIMARIA DE CEDRO, VILA NOVA DE GAIA, OPORTO (1958-1960)
Descubrí la Escuela de Cedro cuando todavía no sabía quién era Távora y, sin conocerlo, le quedé eternamente agradecido. Una volumetría sólida cercaba parte de la explanada central, como una fortaleza delicada, un remanso de sosiego en medio de un barrio de casas amontonadas y anónimas.
Dentro (salté la verja), se abrían dos patios, destinados a la separación de géneros, obligatoria por entonces en la educación básica.
Sin embargo, fueron los porches, los espacios de recreo techados, antesalas de las aulas, lo que más me entusiasmó y me hizo querer quedarme allí por más tiempo del conveniente para alguien que ha allanado una propiedad pública.
Pude ver, por vez primera (sólo después conocí el Pabellón de Tenis), una conjugación que creía impensable en tiempos confusos para la arquitectura. Madera, hierro, hormigón, piedra, barro: todos los materiales reunidos con enorme precisión y acierto, con rigor y convicción, en una ilustración de la plasticidad moderna que, al mismo tiempo, conservara un soplo rural vernáculo y melancólico inundándolo todo.
Los porches son elementos de arquitectura pura; cubren, protegen (su primera y primordial función) pero son permeables al viento, al aire, a la lluvia oblicua. Son espacios para jugar y por eso encontramos bancos aquí y allá, para sentarse o para saltar.
Son piezas pobres. Pero así, tal como Távora los diseñó, sobrepasan esos límites, afrontan la radicalidad, se trascienden a sí mismos, se hacen esenciales.
Ahora entendemos la Arquitectura Popular em Portugal (Sindicato dos Arquitectos, 1960), la crítica a los CIAM, el atolladero, el callejón sin salida y las alternativas que Távora, en Portugal, ha contribuido a encontrar.
Ahora entendemos por qué cuando no hay piedras suficientemente grandes para concebir un gran dintel, recurrimos al hormigón; por qué el hormigón puede (y debe) ser bruto y tratado con bujarda, casi como las enormes piedras inexistentes. Entendemos por qué los cabrios son de hierro y delicados y por qué precisan de la madera, de la suavidad de la madera, de la gubia en la madera, para adherirse a los extremos.
Entendemos la cal, su indefinida definición en la doblez de los planos blancos que se reblandece en las aristas, confundiendo la luz del sol. Y el rigor de las viejas losas que conforman el suelo, cómo su dureza sobrevive a los años. En la Escuela de Cedro comprendemos por qué la arquitectura que Távora profesó puede ser tan generosa. Una arquitectura que hace que las personas se sientan bien consigo mismas; que la ciudad se sienta bien consigo misma; una arquitectura que hace posible la paz, valor plástico para ser feliz.
EXPOSICIÓN
ALESSANDRA CHEMOLLO, VERSIÓN REDUCIDA, FOTOGRAFÍAS DE LAS OBRAS DE SIZA, SOUTO DE MOURA Y TÁVORA
23.03.06 > 21.05.06
COMISARIA CARMEN ATTISANI
ORGANIZA CBA
COLABORA ABACOARCHITETTURA • ORCH • CENTRO PORTUGUÉS DE FOTOGRAFÍA • ISTITUTO UNIVERSITARIO DI ARCHITETTURA
DI VENEZIA • MUSEI CIVICI VENEZIANI