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Volker Schlöndorff un exiliado del cine en el país de la literatura

Ana Useros

Cuando a Max Aub le mencionaban (y debía ser muy a menudo) la paradoja de que un apátrida como él, víctima de todas las diásporas europeas del siglo, se reclamara tan ferozmente exiliado español, nativo de un país en el que no había nacido, respondía: «Se es de donde se hace el bachillerato».

Cuando a Max Aub le mencionaban (y debía ser muy a menudo) la paradoja de que un apátrida como él, víctima de todas las diásporas europeas del siglo, se reclamara tan ferozmente exiliado español, nativo de un país en el que no había nacido, respondía: «Se es de donde se hace el bachillerato».

Volker Schlöndorff hizo su bachillerato de cineasta en Francia, en las aulas del IDHEC (la escuela técnica de cine), en la sala de la Cinémathèque (la escuela ética y estética de cine) y en el aprendizaje a las órdenes de Louis Malle, Jean-Pierre Melville y Alain Resnais. Pero, como él mismo dijo en su visita al CBA, cuando le llegó la hora de dirigir su primera película todos le aconsejaron que, en tanto que alemán, regresara a su país e hiciera una película alemana.

Diez años atrás hubiera sido un consejo suicida, pero en 1962 el Manifiesto de Oberhausen había dado carta de naturaleza a lo que se llamó el Nuevo Cine Alemán a imagen y semejanza de la Nouvelle Vague francesa. El proyecto que Schlöndorff trae bajo el brazo es la adaptación de la primera novela de Robert Musil, Las tribulaciones del estudiante Törless, una disección moral de las relaciones de poder dentro de un instituto a principios de siglo que constituye una denuncia de esa mentalidad burocrática y jerárquica que condujo primero al Imperio Austrohúngaro y, más tarde, terminó por conducir a Alemania al desastre.

Para el voluntarioso retorno a una realidad que ya no es la suya, Schlöndorff recurre al filtro de la literatura, busca un texto ajeno que le proporcione las claves, una novela de aprendizaje que le permita recrear precisamente los años de bachillerato. No deja de ser curioso que sea Alexander Kluge, el redactor del manifiesto y el líder «teórico» del Nuevo Cine Alemán, quien lleve al recién llegado a localizar los exteriores de la película. Se inicia así un periodo «alemán» en la carrera de Schlöndorff que durará de 1966 a 1983, coincidiendo con los años de expansión del Nuevo Cine Alemán, una época de intenso compromiso cívico de los cineastas implicados. Schlöndorff busca su lugar entre las corrientes del nuevo cine: el Heimatfilm, cine regional, para lo que funda una efímera productora con Peter Fleischmann; el documental comprometido junto con Kluge (Der Kandidat, 1980); la sátira burguesa al estilo Fassbinder (La moral de Ruth Halfbass). Son películas marcadas por la urgencia de denunciar la herencia nazi no asumida y el recorte progresivo de libertades públicas que se está llevando a cabo en los años setenta con la excusa de combatir el terrorismo de extrema izquierda. Pero la literatura sigue ahí presente, de una forma u otra. En Alemania en otoño (Deutschland im Herbst, 1977), película colectiva rodada para seguir de cerca los acontecimientos que, tras la muerte de los integrantes de la banda Baader Meinhof, condujeron a la proclamación del estado de excepción en Alemania, el episodio que firma Schlöndorff en solitario parte de una reflexión de Heinrich Böll sobre la conveniencia de adaptar Antígona en los tiempos que corren.

En 1979 Schlöndorff escribe y dirige El tambor de hojalata, basada en la novela de Günter Grass, que inmediatamente se convierte en su mayor éxito y aún hoy es su película más conocida. Obtiene la Palma de Oro en Cannes y el Oscar a la mejor película extranjera y es quizá el principio del reconocimiento internacional de los cineastas alemanes y también el principio de la disolución del movimiento. En pocos años muere Fassbinder, Wenders comienza su aventura americana y Herzog su búsqueda del paraíso (Fitzcarraldo, Aguirre). Las producciones alemanas se espacian y buscan financiación fuera del país. Los cineastas más comprometidos, como Kluge y Reitz, se refugian en la televisión. Es el repliegue y, a la vez, el nacimiento de otro nuevo cine, el «europeo».

Para Schlöndorff, el momento de la migración llega en 1983, cuando hereda un proyecto de prestigio, una producción francesa con un reparto internacional: la adaptación de Un amour de Swann, de Marcel Proust.

El éxito de su primera película, confirmado por el de El tambor de hojalata, había encasillado en cierto modo a Schlöndorff como un «adaptador», una etiqueta no muy halagadora dentro del mundo cinematográfico pero que él asume y defiende con orgullo. En su filmografía se suceden adaptaciones de prestigiosos autores clásicos y contemporáneos: Heinrich von Kleist (Michael Kolhaas, 1969), Bertolt Brecht (Baal, 1969), Marguerite Yourcenar (Le Coup de grâce, 1976), Henry James (Georgina’s Reasons, 1974), Arthur Miller (Muerte de un viajante, 1985), Margaret Atwood (El cuento de la doncella, 1987), Max Frisch (Homo Faber, 1991), Michel Tournier (El ogro, 1996).

Con Un amour de Swann, los halagos que había recibido Schlöndorff por su trabajo en El tambor de hojalata se vuelven reproches. Se le acusa de excesiva fidelidad a la letra de la novela, algo que en el caso de El tambor de hojalata había sido motivo de elogio, y se le recuerda una y otra vez que Proust es «infilmable».

Lo cierto es que Un amour de Swann es un buen exponente de los problemas que supone adaptar clásicos de la literatura, entendiendo por «clásicos» esas obras de las cuales un individuo occidental de cultura humanista media tiene una idea concebida por su lectura directa o preconcebida por su educación. Los adaptadores evocan un universo que ya existe debido a un trabajo anterior del escritor, confiando en que nosotros, como ellos, demos por sentado su necesidad. Es posible que en la prosa de Un amour de Swann no haya una descripción «psicológica» de los personajes, pero éstos existen gracias a la inmensa capacidad mitológica que posee el narrador para hacerlos aparecer como signos frágiles y dioses de una época. En la película, el narrador desaparece y el espectador debe acatar que ese mundo que se despliega minuciosamente ante sus ojos en toda su mezquindad tiene alguna razón de ser.

Naturalmente, esto ocurre prácticamente con cualquier adaptación literaria, aunque en el caso de novelas no tan clásicas, el menor respeto que suscitan hace que el problema se suavice. Adaptar una obra al cine es visitar el universo de otro; el cineasta es un huésped, más o menos discreto, más o menos amable, en una casa ajena. Y si el cine es un país (una metáfora habitual en los discursos de Godard, entre otros) en el que cada cineasta trata de construirse un lugar, un territorio, Schlöndorff, al perseverar en su oficio de adaptador, habría sido consecuente con su doble condición, primero de paradójico exiliado en su país natal y después de viajero por las sendas del cine internacional.

Ser un exiliado del cine en el país de la literatura significa renunciar a la «obra», a las marcas de estilo, para adoptar las del territorio que se visita. En las adaptaciones literarias de Schlöndorff casi siempre hay un personaje central que llega y que, al final de la película, vuelve a marcharse. Puede ser un adolescente (Törless), un niño que se niega a crecer (El tambor de hojalata), un adulto retrasado (El ogro) o un hombre con una misión, como el periodista de Círculo de engaños (1981). Todos ellos tienen en común el ser observadores pasivos y muchas veces cómplices de un mundo (horrible) que les fascina. Solitarios, incapaces de actuar, consumen su tiempo en tratar de comprender las reglas de ese mundo ajeno. Finalmente, con la lección aprendida, abandonan el escenario.

Las excepciones, los personajes sedentarios, conservan igualmente el estigma del viajero: entre la codificada y racista burguesía parisina, Charles Swann será siempre el judío, errante casi por definición. En La muerte de un viajante la desaparición del viaje (el despido y muerte de Willy Loman) se traduce en que literalmente no hay mundo que habitar, puesto que la adaptación renuncia a los decorados naturales y opta por una estilización teatral del espacio dramático.

Pero cuando la película está protagonizada por una mujer, como en El cuento de la doncella, la inacción habitual se transforma en actividad. Kate llega a un mundo ajeno cuando es atrapada y destinada a convertirse en esclava en la sociedad posnuclear que describe la película. Pero no es una observadora, sino una resistente que abandona el escenario para seguir la lucha desde el exterior.

Otra película atípica dentro de las reglas del errante universo de Schlöndorff tiene también protagonista femenina. Se trata de El honor perdido de Katharina Blum (1975), codirigida con su entonces mujer, Margarette von Trotta. Aunque a primera vista parezca otra adaptación literaria, Schlöndorff y von Trotta trabajaron junto con Heinrich Böll sobre un relato que prácticamente se editó a la vez que se hacía la película, basado en el acoso que sufrió Böll por parte de la prensa sensacionalista, que le acusaba de colaborar con el terrorismo. La conjunción de la literatura, la actualidad y, probablemente, la colaboración con von Trotta logran una película de urgencia centrada en una mujer de una silenciosa dignidad, enfrentada a una espiral de absurdos intereses, y que aprende, como casi todos los personajes de Böll, la lección que ofrece Brecht en Santa Juana de los mataderos: «Sólo la violencia ayuda allí donde la violencia impera».

Schlöndorff ha declarado en los últimos años que ya no quiere adaptar novelas y que pretende recurrir a su propio material. Tras el fracaso en taquilla de El ogro rodó en Estados Unidos Palmetto (1998), sobre una novela de James Hadley Chase, una historia de cine negro que en nada recuerda a su cine habitual excepto por la presencia de un personaje central bastante desorientado. Sus siguientes películas, El silencio tras el disparo (2000) y El noveno día (2004) se basan más o menos libremente en hechos reales. El sacerdote protagonista de El noveno día es liberado por unos días del campo de Dachau para que traicione sus creencias. Ni lo hace, ni escapa; como buen personaje masculino no actúa, pero esta vez por excesiva conciencia de lo que ocurre a su alrededor, y su partida final es un regreso al mundo del horror. Su nuevo proyecto se centra en una sindicalista polaca, miembro de Solidaridad. Quizá el filtro del tiempo haga cada vez menos necesario el filtro de la literatura. O quizá ha llegado ya la hora de volver.