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Gestas heroicas y leyendas bestiales de madrastra historia

Fernando Arrabal
Fotografía Jorquera

En el marco de la XI Muestra de Teatro de las Autonomías, la compañía canaria Delirium Teatro representó El laberinto, de Fernando Arrabal. Cargada de componentes autobiográficos y con un inequívoco regusto kafkiano en su descripción de los aparatos represivos franquistas, El laberinto es una de las primeras obras de Arrabal, que comenzó a escribirla durante la convalecencia de una operación en 1956.

Desde París, el propio Arrabal nos habla de la peculiar génesis de esta obra.

Escribí hace medio siglo El Laberinto sin conocer las diligencias del juzgado de Ceuta. [Tampoco las conocía al componer otra obra de teatro, …Y pusieron esposas a las flores, y la novela Baal Babilonia.]

La tentativa de suicidio de mi padre, Fernando Arrabal Ruiz, fue achacada por sus verdugos a «sus desavenencias con sus compañeros», que fueron precisamente quienes le salvaron de la muerte haciendo vibrar la armonía de la fraternidad:

«[…] En el presidio de la Fortaleza Militar del Hacho de Ceuta el 27 de julio de 1937 Fernando Arrabal Ruiz estaba completamente abatido, debido a su situación familiar ocasionada por la carta de ruptura que acababa de recibir de su mujer. Llevaba toda la mañana pensando en sus hijos, llegando por momentos a un estado de arrebato. A las once treinta se fue al retrete del Pabellón Sur de la Fortaleza. Media hora después el recluso Luis Alonso Doval se asomó por encima de la puerta, saltó el tabique y vio al citado Fernando Arrabal Ruiz bañado en un charco de sangre que manaba de ambos brazos. Se había intentado suicidar con heridas en ambas flexuras del codo con gran hemorragia consecutiva a ambos cortes. Tendido en el suelo seguía manando sangre en abundancia de ambos brazos. Dichas lesiones, según manifestó al día siguiente el herido, se las había producido con ánimo de suicidarse, con un trozo de vidrio encontrado en un cubo que había en dicho retrete. Procedieron entre los allí presentes, los reclusos Santiago Fernández Perdiguero, Jesús Baños Escobar y Luis Alonso Doval, a ponerle en la cama mientras llegaba el médico Federico Azcune que apreció un estado de síncope con anemia posthemorrágica por las heridas que seccionaban las venas y de carácter muy grave. Declaró que Fernando Arrabal Ruiz con un trozo de cristal se inflingió los cortes que sufría y que de no acudir sus compañeros de prisión hubieran sido la causa de su muerte. El sargento legionario de guardia Gonzalo Llorente declaró “en un estado normal nunca hubiera atentado contra su vida”. Inmediatamente fue trasladado al Hospital […]».

[Diligencias del Juzgado Militar Permanente de la Plaza de Ceuta realizadas por orden del Coronel Auditor don Tomás López Martínez. N° de auditoría 1510. N° de juzgado 226.]

Cuando hace cuarenta y ocho años escribía El laberinto en el hospital parisiense o en el cercano sanatorio, creo recordar que mi cuerpo podía planear como gaviota, elevarse con la brisa o sumergirse en un agujero negro. Temblaba de gusto (¡o de susto!). Durante el tiempo de un soplo me imaginaba dios con los dioses del Olimpo o prisionero aterrado en un calabozo de tinieblas.

Como la belleza y el horror eran las últimas expresiones de lo verdadero, las escenas de aquella historia bárbara e iconoclasta me seducían y me reducían autísticamente. Delante de ellas pasaba mi vida, como un arroyo en un anubarrado atardecer sombrío.

La presencia de la tortura y la muerte creaba imágenes como moldes de cera o de barro concebidos para reproducir la cabeza de mi padre y de otros desaparecidos durante la incivil guerra. Me servía de ellos como si estuvieran encerrados en armarios y me hablaran a mí sólo.

De la fuente de inspiración que me nutría espiritualmente creo recordar que surgía una mujer vestida con los colores de la ciencia, de la filosofía, de la rebelión, del humor, del sufrimiento y del amor: la imaginación. Ni más ni menos que el arte de combinar mis recuerdos.

El Laberinto, a bordo de mi memoria, me asustó al alterar el principio de causalidad. La obra se convirtió en su propia creación, como en el albaricoque el hueso engendra vida.

El Laberinto me pareció el reflejo de las peripecias del corro que me rodeaba, de Madrastra Historia y de las Gestas Heroicas y Leyendas Bestiales de la Humanidad. Comprobé que sólo podía beber en calaveras. Incluso como cuando, escribiendo, retornaba a la tierra virgen y al momento prodigioso y doloroso de la primera vez.

El delirio y la lira del Delirium Teatro, ¿son tan africanos y asirios como soñó Artaud? Espero y deseo tener un día la oportunidad y la suerte de conocerlos. Viajo, presencio y escribo con el ritmo de la poesía. Y de la indeterminación pánica. O de la confusión cuántica. ¿Comprenderé un día la razón («de la sinrazón») de la representación de mi teatro aquí y allá? Pero, ¿qué pinto yo a la hora de opinar? Aunque por los siglos de los siglos el gran teatro (y no solamente el de Oklahoma) nos espera por primera y última vez.