Pasaje de Versalles
Llegamos a Versalles en una fría mañana. Atravesamos una enorme puerta, bordeamos una estatua, quizá de Luis XIV, y cruzamos el patio del palacio. Versalles era, en aquel momento, un espacio vacío, o al menos así lo percibí yo, tal como entendí le pudo ocurrir a André Chenier, aquel poeta que conoció bien el sitio, y que de haber sido británico lo hubiéramos estudiado junto a Pierce B. Shelley. Chenier vio un Versalles deshabitado, aún con el eco del ruido de los cascos de los caballos que tiraron de la carroza que arrancó a María Antonieta de su palacio, de la aldea donde jugaba, de su jardín, del Grand Trianon, del Petit Trianon, de allí. En realidad ya eran los restos de María Antonieta, nunca más existiría en la manera en que había existido, en la que todo había sido. Fue suficiente con cruzar uno de los lindes de un jardín –un linde se cruza en una décima de segundo–, para que aquella joven austriaca, que nunca comprendió por qué estaba allí, dejase definitivamente de ser una actriz de la comedia humana para convertirse en aquella niña asustada que nunca supo a qué se parecía el mundo. Son pensamientos que extraigo de unas notas que escribí en algún momento, hace ya un tiempo, pensando ahora en la película que siempre deseé llevar a cabo sobre las tinieblas de Versalles, sobre su viento frío y oscuro. La cámara iría recorriendo las estatuas de aquel jardín, las fuentes sin agua, las hojas caídas arrastradas a gran velocidad por un viento invernal. Un frío producto de una luz aún más fría, mortecina, un cielo aún más muerto, un cielo que no calienta; es el que muestran las fotografías obtenidas con colodión en aquellos días. Tras un largo silencio, una orquesta de cámara instalada en el foso del teatro del palacio comenzaría a sonar con la música de Jean-Baptiste Lully, probablemente con una de sus obras más enérgicas, un arranque de una gran contundencia, Marche pour la cérémonie des Turcs. Los músicos no parecían disfrutar, sus maquillajes patéticos, sus labios rojos sangrantes, sus rostros empolvados del blanco de payaso al gris de muerte. Quizá algunas figuras irían cayendo de sus pedestales al paso de la cámara, como ocurrió en Éfeso y en tantos otros lugares, un naturalismo llevado a sus límites, lo real en un mundo extraño. Es un proyecto que aún no he desistido de realizar, pero por el momento se mantiene en el incierto mundo de los deseos.
Versalles fue hace mucho tiempo, yo era muy joven, lo recuerdo mal, como imagino muchos recordamos la mayor parte de nuestro pasado, sin nitidez, sin precisión. Se trató de un tiempo suspendido, como si no hubiese un suelo donde apoyarlo. Me preguntaba por qué Burton fotografiaba lo que fotografiaba, para qué fotografiaba, qué es lo que buscaba en definitiva, qué le llevaba a recorrer el continente con una especial atención en ciertos lugares. Era una pregunta muy simple de formular, tan solo tenía que preguntarle para qué o por qué fotografiaba, pero no me sentí con autoridad durante un buen tiempo para plantearla, porque hay una dificultad para contestar a ello, es una pregunta embarazosa, la respuesta raras veces se sabe poner en palabras, y es necesario hacerlo, porque no es posible obtener fotografías sin saber por qué ni para qué se obtienen.
Versalles fue uno de los hitos que llamaron la atención de Burton, un lugar donde fotografiar, una realidad por testar con la cámara, el reto, la dificultad de hacerlo. Una vez más, allí estaba la cuestión, el misterio de por qué unas cosas nos despiertan la atención y otras no nos mueven a actuar, pudieran ser razones de tipo personal, intereses concretos. En todo caso, nos encontrábamos en uno de los lugares más comentados del mundo. Eran los jardines que André le Notre había construído para Luis XIV y sobre los que Burton había visto láminas en color y había leído libros sobre su espacio en la historia. Versalles representa la reencarnación de la civilización clásica, dijo. Hay muchos comentarios suyos acerca del lugar, incluso es perceptible un cierto abandono poético en sus palabras y que no parecería corresponderse ni con su carácter ni con la prosa de su cámara. Transcribo unas líneas de sus apuntes:
Ciertamente había respeto y admiración en Burton hacia la figura de Le Notre -se decía de él que era un hombre bueno-, y no dudó en obtener un retrato de su busto en nuestro rápido y apresurado caminar por París, allí en los jardines de las Tullerías, milagrosamente salvados tras la destrucción del palacio.
No fue mucho lo que escribí en mi viaje, una negligencia muy común en el viajero poco experimentado que confía en que su memoria se hará cargo de todo lo vivido al volver a su hogar. Me dije que las fotografías de Burton respaldarían el recuerdo de lo vivido, un error común, inocente, aquel de creer que las fotografías son depositarias de la experiencia, cuando tan solo lo serían, quizá en algunos casos, de lo simplemente visto. Trato de recordar en lo visible a partir de alguna de ellas. Al fondo se encontraba el palacio, un palacio al que Burton no se aproximaría para fotografiar pues lo vivió como excesivo, demasiadas líneas verticales por controlar, fue construido para mirar desde él y no hacia él –así lo entendió Canaletto en su pintura desde el palacio de Belvedere–, y al igual que los jardines, no parecía hecho a la medida del hombre. Ciertamente fue Canaletto, entre otros, quien enseñó a Burton a situar la cámara sobre el trípode, lo comentaría en diversas ocasiones, su mayor interés por la Venecia de Canaletto que por la de Turner, y parecería seguro que si hubiese encontrado la misma perspectiva que Canaletto encontró cuando representó Syon House o el castillo de Warwick, o incluso la nueva catedral de Saint Paul, hubiese situado su cámara frente al palacio de Versalles. Sin embargo, Burton no encontró su perspectiva allí, y Burton tan sólo fotografiaba como él sabía fotografiar, la necesidad, llamémosle fotográfica, de colocar la cámara en el lugar concretamente concreto.
Fuentes de poder, árboles de poder, edificios de poder, tal fue mi sensación. Unos nuevos jardines de Babilonia que Burton fotografió por si algún día pudiesen desaparecer, como ocurrió con aquel inmenso misterio colgante, una de las maravillas del mundo, como el faro de Alejandría, como la torre de Babel, como el palacio de Marly, como muchas bibliotecas, como tantas otras obras, la destrucción, el resultado de la bestialidad y de la sinrazón. Mayores edificios, mayores imperios, mayores poderes habían caído como castillos de naipes –comentó Burton–, pero en ningún caso serían las fotografías las que preservarían del olvido, sino, en todo caso, quizá las palabras.
En nuestro recorrido nos acercamos al Grand Trianon. No había espacio para integrar todo el edificio en la fotografía, pero era posible una buena perspectiva, y si bien pequeño, un correcto fragmento, tal como la propia fotografía lo muestra. Había una imagen posible, pudiera parecerse a las fotografías que a Burton le miraban, es una manera de expresarlo. Es necesario recalcar, sin embargo, que son muchas las cosas que no caben enteras en una fotografía, no tan solo las catedrales y algunos palacios. Estaba oscureciendo, hacía frío, y Versalles se presentaba menos acogedor en cada minuto que transcurría, es mi recuerdo impreciso de aquellos momentos.
Había en Burton una gran atracción por las casas que se encuentran en los bosques, aisladas, repletas de silencio. No es casual que considerase que el ojo era el órgano esencial para la actividad fotográfica, si bien no le daba menos importancia al órgano auditivo para la práctica fotográfica: pensaba que era imprescindible escuchar lo visible, sus murmullos, su mutismo, descubrir lo visto en lo escuchado, y por supuesto descubrir el silencio en lo visible, a ello le llamaría «lo sensible». Hablaba de un oído interno, un sentido que permitiría escuchar el ruido escondido, inaudible por el oído y que el mundo sí emitía, y de otro sentido, un ojo interno que lo sacaría a la luz, lo descubriría para la visión. En su conjunción, sonido e imagen, darían el sentido que toda fotografía eminente debe portar. Sus fotografías buscaban obsesivamente el silencio del mundo –fui averiguándolo– y Versalles prometía ser el mejor laboratorio posible para tal indagación.
Burton no se sintió cómodo en Versalles, aunque se había informado bien. Había visto pinturas que representaban el «sitio», en su mayor parte de Pierre Patel y de Jean-Baptiste Martin, pintores elegantes sin duda, con alma de fotógrafos, tal era su interés por la descripción detallada, especializados en la ilustración fidedigna de lugares –«vedutistas» franceses, dijo–, en el dibujo acertado, descriptivo, un intento de plasmación del lugar realmente preciso, efectivo, aquello que ciertamente hubiera intentado obtener un fotógrafo cuando la fotografía aún no había sido inventada.
También Burton había leído sobre Versalles, sobre la superficie de los lugares, sobre la importancia de su apariencia, sobre la piel de las cosas, lo que en ellos hay de visible, lo que en ellos se puede leer, lo que en ellos no se puede ver, lo que en ellos no se puede leer, lo que en ellos se puede escuchar. La mirada depende de lo que sabemos de ellos, se había informado bien, y había llegado a la conclusión de que nada mejor para entender Versalles que aquellos cuentos de Charles Perrault que su madre le contaba de niño. Sin duda, parecía succionado por los lugares ya escritos –escritos de nuevo– y pensaba que cuantas más capas de escritura hubiese, más luz se arrojaría sobre su realidad última, mejor se apreciaría su apariencia y se penetraría en ella: hablamos de fotografiar a partir de lo ya escrito, una nueva escritura que se sobrepondría a todas las ya existentes.
Burton no buscaba la imponente presencia que todo palacio y sus jardines conllevan –digamos que no se impresionaba por ello–, sino ciertos decorados, aquellos donde quizá transcurrieron los hechos. Comentaría que el mundo se expresa en hechos, un privilegio para el fotógrafo que supiese aprovechar tal circunstancia, imprescindible para alguien como él, cuyo interés no era intentar «recrear» hechos –una tarea poco interesante en su opinión– sino los decorados que un día albergaron aquellos hechos, el atrapamiento de su mutismo, como el del polvo tras un terremoto, un silencio eterno, sin duda. Para fijar la mirada sólidamente es necesario llegar con retraso a los lugares –así lo pensaba– pues era así, en esa distancia, en la que sería posible reflexionar sobre ello. El escenario, diría yo ahora, decorado o escenario, el escenario como decorado en acción. Es de notar que Burton nunca utilizó la palabra «acontecimientos», pues en su entender el único acontecimiento era el acto de mirar, el de obtener una fotografía de algo desatendido por la mirada.
Burton obtuvo algunas de sus buenas fotografías en Versalles si nos atenemos a éstas sus intenciones, si bien nunca explicitadas totalmente. He reparado en detalles que en su momento no percibí, ni siquiera en las placas que bañé con colodión en aquellos días. Las fotografías que obtuvimos han reflejado bien el poder de la expresión fotográfica y me han interesado porque aparecen clarificadoras. En ellas se encuentra –es visible– el alma muerta de Versalles que yo sentí. Son muchas las intuiciones que tuve pero que no atendí, y que ahora tantos años después, me digo cansado –el tiempo lo hace así– que debí prestarles atención, que hubiera hecho bien en aprender de la experiencia cuando había mucho tiempo, cuando el sol aún me miraba y me iluminaba de frente.
Texto y fotografías del libro Las fotografías de Burton Norton (Un relato de W. G. Jones), presentado en el Círculo de Bellas Artes.