El sueño del fotomontaje produce sarcasmo
Apuntes sobre la serie «Sueños» (1948-1951) de Grete Stern
María Ruido (Ourense, 1967) es artista visual, investigadora y profesora en la Universidad de Barcelona. Sus trabajos combinan distintas disciplinas para abordar temas como los imaginarios del trabajo o la construcción de la memoria, manteniendo siempre constante su interés por las políticas de la representación. Minerva le ha pedido que se enfrente a los fotomontajes que expuso el CBA a finales de 2015, y con los que la fotógrafa Grete Stern ilustró un consultorio psicológico de revista para mujeres en la Argentina de los años cincuenta, un auténtico filón conceptual para la mirada de María Ruido.
Me acerco al Círculo de Bellas Artes y Carolina me regala el reciente catálogo dedicado a Grete Stern. Cuando llego a casa, lo pongo al lado de un libro que me acompaña hace mas de dos décadas y pienso en el camino recorrido hasta aquí.
Hacía veinte años que había comprado aquel primer libro sobre Stern, y aunque no lo consultaba a menudo, continuaba conmigo. Como me mudo mucho de casa, lo había dejado guardado en casa de mi madre durante años, y ahora lo reabro, para escribir este texto, y descubro cómo me siguen sorprendiendo los montajes fotográficos de esta mujer vanguardista, Grete Stern, perteneciente a lo que se conoce como el grupo de «las mujeres fotógrafas de la República de Weimar»La exposición Las mujeres fotógrafas en la República de Weimar (1919-1933) se presentó en la Fundació La Caixa de Barcelona en enero de 1995., con lazos evidentes con la escuela Bauhaus y con el fotomontaje dadaísta de los años veinte del pasado siglo.
Reabro el libro sobre la serie «Sueños» y escojo uno al azar: «Consentimiento. Los sueños de reminiscencias».
Un hombre, desde la ventana de una casa, tira una red a una mujer, que la recoge con ambas manos y con cierta complacencia. Consentimiento no es reminiscencia, es lo primero que nos llama la atención. «Consentimiento» es el «pie de foto» o comentario que Stern nos da para interpretar su fotomontaje. Una mujer que se complace, una mujer que ha sido educada en el consentimiento y a la que le parece más que aceptable, deseable, que la «cacen» con una red. El texto que acompaña a la imagen dice: «La casa propia o ajena es un elemento muy común en los sueños. A menudo ella simboliza la propia persona del soñador, a veces se refiere en cambio a la de otros. En muchos casos se la considera un símbolo típicamente femenino. En este sueño, la soñadora vio la casa de su adolescencia –extrañamente transfigurada– y en ella a un joven a quien la vinculaban desde largo tiempo lazos de afecto y amistad. Una vez más hallamos aquí cómo el inconsciente revela el verdadero significado de una relación: el sueño indica que esa relación amistosa no era tal y debía situarse en el plano del amor. Pero la soñadora no había advertido eso. (…). Toda la escena parece significar: ‘Debes volver a tus años de juventud, y puedes lograrlo solo a través del llamado de tu amigo, a quien amas’»Comentario de Richard Rest a «Los sueños de reminiscencias», publicado en la revista Idilio, nº 22 , 19 de abril de 1949, en Grete Stern: Sueños, Valencia, IVAM, 1995, pág. 30..
Cuando leo el (con)texto para el que está realizado este trabajo, compruebo que la acidez y el sarcasmo que desprende el montaje de la fotógrafa alemana se contrapone totalmente con el comentario escrito por Richard Rest (alias compartido de los sociólogos Gino Germani y Enrique Butelman) quienes respondían a las consultas de la sección «El psicoanálisis le ayudará» para la cual la fotógrafa realizó estas obras durante tres años, entre 1948 y 1951.
Mientras las respuestas del supuesto Rest oscilaban entre la psicología y el equivalente a nuestro consultorio de Elena Francis –que, por cierto, también era un hombre– con su infantilización de la demandante y su interpretación acomodaticia y –me temo– bastante interesada y tranquilizadora, los trabajos de Stern son cortantes, precisos, duros en muchas ocasiones, y siempre (auto)críticos con estas «preguntantes» mujeres en conflicto que no traducen más que el malestar y la inquietud de las burguesas de mediados del siglo XX en un país, Argentina, donde el psicoanálisis se estaba extendiendo y popularizando.
En una entrevista publicada en 1983, el propio Enrique Butelman nos habla de esta sección «El psicoanálisis le ayudará» de la revista Idilio, una revista que introduce en Argentina la fotonovela, una publicación «femenina» que roza el tono rosa, con mala fama entre intelectuales y artistas, y donde Germani y Butelman escribían bajo seudónimo y en la que se publicaron los montajes fotográficos de Grete Stern durante los tres años que duró la sección: «Uno de los dueños de la editorial Abril, que publicaba Idilio, César Civita, que tenía un olfato fuera de lo común, nos sugirió un día que pusiéramos algo sobre psicología. (…) En principio se tenía que responder a un cuestionario que estaba organizado de una manera sensata, con bastantes visos de psicología. Pero poco a poco, se fue transformando en una especie de consultorio sentimental…»Entrevista de Analía Roffo, «Enrique Butelman, o ese destino maldito de amar los libros», en Tiempo Argentino, publicada el 9 de octubre de 1983, en Grete Stern: Sueños, op. cit., pág. 23..
Por supuesto, la edición de esta serie de montajes, «Sueños», que acompañaban a la sección de popularización sentimental del psicoanálisis, no tuvo prácticamente ninguna repercusión. No solo porque Idilio era una revista menospreciada por la crítica fotográfica y artística en general, sino por la propia novedad de esta técnica, que apenas había tenido presencia en la publicidad, la gráfica o las publicaciones argentinas, y que su autora traía consigo de la Alemania de entreguerras, de su educación fotográfica en la Kunstgewerbeschule de Stuttgart y en la aulas de la Bauhaus de la mano de Walter Peterhans (entre 1923 y 1929) y de su conocimiento del trabajo de autores y autoras como Hannah Höch, John Heartfield o Raoul Hausmann.
Antes de la llegada de Grete Stern a Buenos Aires, existen apenas unos pocos antecedentes de la utilización del montaje fotográfico en Argentina. Entre ellos destacan especialmente los publicados en Caras y caretas –una revista ilustrada que sale en los primeros años del siglo XX–, satíricos y arriesgados, pero sin ninguna incidencia en la práctica fotográfica ni en la crítica de ese país.
La artista alemana, que había nacido en 1904 en Wuppertal, emigra a Londres en 1933 tras el final de Weimar y la llegada del Partido Nazi al poder. Junto con su socia y amiga Ellen Auerbach, trasladan a esta ciudad el estudio de diseño y publicidad que habían abierto en Berlín en 1929, ringl+pit, y desde allí ambas saldrán hacia el exilio americano: Auerbach se va a Estados Unidos casi inmediatamente después de su llegada a Londres, y Stern sale hacia Buenos Aires en 1936, después de casarse con el fotógrafo argentino Horacio Coppola en 1935 y del nacimiento de su hija Silvia en 1936.
De esta forma, el matrimonio Coppola-Stern llegan a un Buenos Aires cosmopolita y abierto, pero alejado aún de las corrientes hegemónicas internacionales, que se habían mantenido hasta los años treinta en el eje París-Berlín, abierto también a Nueva York.
En este nuevo contexto empieza a desarrollar Grete Stern su trabajo como fotógrafa y grafista, tanto en el estudio que comparte con su marido como en la Dirección de Maternidad e Infancia del Departamento Nacional de Higiene. Ya en 1940, y tras mudarse a Ramos Mejía, en el Gran Buenos Aires, comienza su colaboración con editoriales como Losada o Emecé y su labor para agencias de publicidad, colaboraciones que le darán una cierta fama y estabilidad profesional.
En estos momentos, y como ya hemos apuntado antes, se produce la expansión y popularización del psicoanálisis en Argentina –y en América– . Y en este final de la década de los cuarenta y comienzos de los cincuenta, es precisamente cuando Stern inicia su colaboración con Idilio y cuando propone la utilización del fotomontaje como herramienta para elaborar las imágenes de los sueños que las consultantes remiten.
«¿Qué es el fotomontaje?» se pregunta la propia Stern en 1967: «Una definición aproximada: la unión de diferentes fotografías ya existentes, o a tomarse con ese fin, para crear con ellas una nueva composición fotográfica. De esta manera surgen numerosas posibilidades para la composición, entre ellas la de juntar elementos inverosímiles»Stern, Grete, «Apuntes sobre fotomontaje», texto leído en el Foto Club Argentino, Buenos Aires, en septiembre de 1967, y publicado en la revista Fotomundo, nº 310. Buenos Aires, febrero 1994, citado en Sueños: Grete Stern, Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2015, pág. 11..
Si nos atenemos a la descripción de la propia fotógrafa, el montaje era, sin duda, el mejor lenguaje para abordar este encargo que ascendería a casi 150 obras, publicadas desde el primer número de la revista Idilio, que saldría el 26 de octubre de 1948. De esas obras solo existen en al actualidad 45 negativos fotográficos realizados sobre los collages originales que la autora entregara a la revista. Ni la propia Stern ni la revista conservaron los originales –excepto un único ejemplar encontrado–, un fenómeno propio de trabajos que se hicieron sin un sentido de trascendencia ni durabilidad, sino como meras ilustraciones de un magazine de cuestionable fama para mujeres de clase media y empleadas con aspiraciones de ascenso social.
Lo remarcable es que Stern no se limita a ilustrar los sueños de las consultantes que le explican Germani y Butelman con líneas de interpretación más o menos freudianas (más tarde devaluadas en puro consejo sentimental y tranquilizador, como explicaba el propio Butelman). Grete Stern produce imágenes imposibles y brillantes donde cosquillea críticamente la conformidad de las mujeres y sus anhelos adormecidos, pero también refleja sus miedos y sus fantasmas con una mordacidad que los convierte en trabajos si no feministas, sí conscientes y agudos, y desde luego, poco adecuados para una publicación de esas características. Tal vez por ello, para compensarlos, los comentarios de Richard Rest eran tranquilizadores y convencionales.
Las imágenes de la alemana desprenden ironía y acidez, pero en su incongruencia bien trabada (la fotógrafa generaba todas las partes por separado y ensayaba los planos para que las diferentes escalas fueran visibles pero al mismo tiempo estuvieran perfectamente articuladas) también transmiten el desasosiego e incluso la angustia que, muy probablemente, las consultantes sentían en el relato de sus sueños.
Sería importante recordar que en 1948 sale a la luz El segundo sexo de Simone de Beauvoir, y unos años más tarde, en 1963, Betty Friedan da voz, en La mística de la feminidad, a esas mujeres blancas de clase media que atrapadas en sus casas del extrarradio de las grandes ciudades norteamericanas se cuestionaban el sentido de sus vidas y los ejes maestros que las habían construido: matrimonio, maternidad, hogar.
Si bien Stern no parece estar involucrada con las pioneras de la llamada segunda ola del feminismo o frecuentar círculos similares, sí es cierto que no reproduce el modelo de madre-esposa habitual, y que lucha con su propia familia para tener una profesión y ganarse la vida autónomamente.
Sus mujeres-objeto como la mujer-lámpara o la mujer-pincel, nos hablan de cosificación, de mujeres encajadas en un lugar o en una acción que maneja la mano de un hombre-gigante; la mecanógrafa-pianista nos recuerda duramente la renuncia de muchas a una carrera para tener, simplemente, un empleo (ya sea por cuestión de género o por otras dificultades como pueden ser la clase o la racialización); la mujer enjaulada –y tranquilamente sentada con su abanico en un sillón– parece apuntar también una aguda (auto)crítica hacia aquellas que se «acomodan»; la nueva Sísifo, arrastradora eterna de la piedra de sus ocupaciones, camina con dificultad por una empinada ladera; mientras, una mujer angustiada se tapa el rostro con las manos ante el enorme muñeco-bebé que camina hacia ella en medio de una estrecha verja sin salida: ¿la maternidad cómo elección o cómo imposición?
Ahora que ya sabemos que el trabajo asalariado no nos ha hecho libres, también sabemos que el trabajo de cuidados sigue siendo patrimonio fundamental de las mujeres en casi todas partes del mundo. Y aquellas de nosotras que hemos conseguido tener algo más que un empleo, ha sido a costa –como dice, por ejemplo, la historiadora Silvia Federici– de la subrogación del trabajo de otras mujeres (generalmente de países en desarrollo) que cuidan de nuestros hijos e hijas, de nuestros abuelos y abuelas, de nuestros enfermos y enfermas.
Algunas de estas imágenes ilustradoras de los sueños parecen sacadas de nuestras propias conversaciones actuales: una mujer desdoblada en tres, multiplicada en el multi-task, y una mujer demasiado pequeña que se enfrenta a una enorme puerta cerrada: podríamos hablar de ansiedad, culpabilidad y de techos de cristal, de atención múltiple y de rémoras implícitas o podríamos darle otros nombres. Probablemente a principios de la década de los cincuenta se llamaban de otra forma, y ciertamente el psicoanálisis se utilizó, muchas veces, como una manera de atemperar la ansiedad que la percepción de «no llegar a todo» o de «no poder llegar» les causaba a nuestras predecesoras. Pero la sensación de malestar y agobio es la misma –o mayor ahora, si cabe– porque parece que hemos ahondado aún más en el falso e imposible estereotipo de la madre-profesional-súper estupenda. El estrés y la soledad que el capitalismo informacional nos ha traído tienen sus propias versiones de género en cada contexto.
El sexo le importa, y mucho, al capital: mujeres que se miran al espejo y se ven aterrorizadas como viejas («Los sueños de espejos»); mujeres que tratan de hablar por teléfono pero su boca ha sido borrada («Los sueños de enmudecimiento»); mujeres que tratan desesperadamente de arrancar hojas de un enorme y pesado calendario («Los sueños de olvido»)… Pero también mujeres gigantes que pisan los campos desde las alturas («Los sueños de inadaptaciones») o mujeres desafiantes, que bailan con elefantes en medio de la mirada estupefacta de las otras parejas –de humanos– («Los sueños de absurdos»).
Muchas de ellas están en crisis o en conflicto, algunas parecen haber claudicado o incluso parecen estar encantadas de su fetichización, pero muchas otras de estas mujeres que nos miran desde la atalaya de hace más de sesenta y cinco años no se resignan, no se conforman: se ríen con descaro, intentan rebelarse o incluso se oponen a la docilidad que se espera de ellas, como esa maravillosa outsider que escoge como pareja de baile a un elefante. Todas ellas nos golpean con el efecto de extrañamiento que Stern, buena conocedora y seguidora del montaje dadaísta, les imprime, con sus disparatados tamaños de Alicias crecientes y decrecientes, con sus insistentes costuras al aire, «franquensteinianas», con sus miedos e inquietudes traducidos en elementos inverosímiles amalgamados por esta técnica vanguardista que da consistencia al sueño y a la pesadilla. Todas ellas podríamos ser –con otras ropas, con otras palabras– nosotras y nosotros mismos.