Kabuki, tradición inspiradora
Fotografía Daniel Pozo
El periodista madrileño Javier Vallejo, que ejerce la crítica teatral en el diario El País, explica magistralmente en este artículo lo que es el kabuki –una forma de teatro tradicional japonés–, así como los motivos por los que sus representaciones, que tienen la indudable capacidad de apelar a los espectadores del siglo XXI, contienen algunas pistas fundamentales para renovar el teatro occidental.
Imagínense que nuestra tradición escénica aurisecular no se hubiera visto interrumpida en el siglo XVIII por el auge de las comedias de magia, y en el XIX, por la política cultural de los ilustrados, para quienes las obras de Lope, Calderón y compañía tenían escaso provecho, al ser antitéticas de la reforma teatral neoclásica que ellos predicaban.
Dice un maestro del bunraku que, para que no se rompa la cadena de transmisión de este teatro de marionetas japonés, es imprescindible que no transcurra un periodo de más de diez años sin nuevos aprendices: pasado ese plazo, sin savia fresca, la técnica del manipulador, aquilatada durante generaciones, sufriría una merma perceptible. Así sucedió con el teatro del Siglo de Oro español. Perdida la noción exacta de cómo se representaba, seguimos discutiendo hoy sobre cómo debe decirse el verso y sobre cómo fueron aquellas veladas de largo metraje (compuestas de loa, comedia, entremés, mojiganga y baile) que abarrotaban los corrales de público heterogéneo: mucho más logradas de lo que pensábamos en la segunda mitad del siglo XX, por lo que se deduce de las investigaciones que sobre la arquitectura de los corrales y las acotaciones de dirección implícitas en los diálogos dramáticos han llevado a cabo en las últimas décadas hispanistas como José María Ruano de la Haza y John J. Allen.
En aquellas representaciones, la escenografía estaba en boca del personaje («¿…dónde, al confuso laberinto/ de esas desnudas peñas,/ te desbocas, te arrastras y despeñas?») y en la imaginación de un público familiarizado con el código que los comediógrafos usaban: sobre el tablado no había decorados, sino palabras y sugestiones. Los escritores auriseculares y quienes montaron sus obras dominaban la teoría del espacio vacío cuatro siglos antes de que Peter Brook la formulase.
También en Inglaterra cayó en el olvido el teatro circular característico del período isabelino, hasta que los fundadores de la Royal Shakespeare y de compañías como Cheek by Jowl y Propeller retomaron parte de esa tradición. El afán por recuperar formas arcaicas que hoy nos resultan más elocuentes e incluso más contemporáneas que la mayor parte del teatro posterior, se ha traducido también en la restauración y puesta en uso de corrales como el de Alcalá de Henares, y en la construcción de réplicas del Globe londinense (1559) en lugares tan insospechados como Neuss, en Alemania; Roma, donde está el Silvano Toti Globe Theatre, de 2003; Odesa (Texas) o Auckland (Nueva Zelanda), cuyo Pop-up Globe se terminó este año, todos los cuales compiten por ser la reproducción más fiel del edificio original.
En el lejano Oriente hay tradiciones teatrales que, transmitidas sin solución de continuidad, son hoy un museo vivo, pero también fuente de inspiración para renovar el teatro occidental desde una perspectiva antinaturalista: el kutiyattam y el kathakali, ambas del estado indio de Kerala, la ópera china en sus múltiples variantes, los teatros japoneses nô, kyogen, bunraku y kabuki… Todas ellas mantienen la perfecta ligazón entre literatura dramática, música y danza de la que también gozó un día nuestro teatro aurisecular, para perderla después. El distanciamiento sobre el que Bertolt Brecht teorizó por vez primera, en el siglo pasado, ya era moneda corriente en la comedia española del seicento y en el teatro de los pueblos de ojos rasgados.
El kabuki es probabemente la más espectacular de todas y una de las que menos salen de casa, porque resulta extremadamente costoso mover sus amplios repartos y todo lo que conllevan, por no hablar de su arquitectura escénica singularísima, que incluye uno o dos hanamichi (pasarelas que conducen al escenario por los laterales del teatro, a la altura de las cabezas del público), el seriage (plataforma sobre la cual un personaje sube a escena desde debajo de ella) y, a veces, el mawari-butai (escenario giratorio), mecanismo inventado por Shozo Namiki a mediados del siglo XVIII.
El origen y el desarrollo de esta forma de representación están vinculados a los dos siglos y medio de paz del período Edo (1600-1868). Contra lo que suele creerse en Occidente, su tradición no ha permanecido inalterada. Mucho difiere el kabuki actual del fundacional, creado por Izumo no Okuni, miko (doncella que ejecutaba las danzas ceremoniales) del Kizuki Taisha, hoy llamado Izumo Taisha, uno de los santuarios sintoistas más antiguos de Japón, consagrado a Ôkuninushi, dios del matrimonio. La tradición dice que, cuando hubo de acometerse una reforma del templo, Okuni viajó por todo el país, exhibiendo sus bailes rituales, para recaudar fondos. Durante su gira, comenzó a introducir modificaciones, cada vez más atrevidas, entre las cuales figuraba bailar vestida de hombre. Pronto formó una compañía exclusivamente femenina y creó escuela con sus representaciones paródicosicalípticas, imitadas después por cortesanas y prostitutas.
Según otra versión, Okuni era una de los muchos artistas itinerantes adscritos a los santuarios durante el medioevo japonés (1185-1868), su compañía vivía sobre todo de la prostitución y sus actuaciones servían de reclamo para la clientela potencial: ver a las chicas en danza era el aperitivo de un menú que podía concluir con su posesión, previo pago adicional, como sucedería también en el Berlín de entreguerras. Su figura travestida, portadora a veces de un rosario o de la cruz cristiana (con el mismo afán excéntrico con el que la llevarán siglos después los punkies madrileños), venía a ser la versión femenina de los kabukimono, hombres bulliciosos, de cabello largo y suelto, vestidos de mujer o con complementos de la moda europea, algunos de los cuales se agruparon en bandas delictivas.
Se cuenta que en 1603 la compañía de Okuni eligió como escenario un meandro seco del río Kamo, donde el pueblo de Kyoto acudía a desfogarse, como acudía el madrileño a orillas del Manzanares. Y que la bailarina tuvo una relación sentimental con el samurai Nagaya Sanzaburô, hipotético mecenas y continuador suyo, sin evidencia histórica que lo confirme. Lo cierto es que las compañías de mujeres fueron suprimidas por el shogunato en 1629, para poner coto a la prostitución: en Inglaterra, por aquel entonces, las cómicas fueron desalojadas del escenario y sustituidas por actores imberbes. También en el Japón los jovencitos comenzaron a hacer de doncellas en el escenario… y al bajarse de él, porque no faltaba quien pagara por sus servicios. La autoridad, en fin, determinó que a partir de entonces todos los papeles fueran interpretados por hombres hechos y derechos: nació así la figura del onnagata, mantenida hasta hoy. Con la edad, los onnagata pasan a representar papeles masculinos.
En el programa demostrativo presentado en el Círculo de Bellas Artes el 21 de mayo de 2016, que reunió la pieza Omatsuri (Fiesta), el fragmento Tsumoru Koi Yuki No Seki No To (En los límtes de Osaka) y algunos comentarios didácticos del protagonista, ofició de onnagata sutil en extremo Shirô Bandô, descendiente de actores, que habla castellano con un acento y una tesitura sorprendentemente similares a los de Stan Laurel cuando se doblaba a sí mismo, en la versión en español de sus películas junto a Oliver Hardy. Con una pequeña boca femenina dibujada con carmín sobre la suya y el rabillo de los ojos prolongado por sendos trazos bermellones, Shirô Bandô sobreeleva su actuación con una veta humorística velada.
Viéndole a él y a su progenitor Yajurô Bandô, a quien ya conocía por su trabajo en Yoshutsune y los mil cerezos, colosal espectáculo presentado en 1987 en el Palacio de Congresos y Exposiciones de Madrid (fue la primera y única vez en la que una compañía de kabuki aterrizó en España con toda su escenografía y vestuario), me llamaron la atención especialmente tres rasgos genuinos de la singular poética de este género, cuyo repertorio sigue renovándose.
El primero de ellos se refiere a las mutaciones que los personajes sufren a la vista del público, gracias a las intervenciones de los kuroko (hombres forrados de negro de pies a cabeza), que entran en escena para hacer retoques en su vestuario o para repintarles las caras, como el tiempo repinta las nuestras: durante ese lapso, los protagonistas se quedan congelados o fuera de servicio por obras. Alguna de tales intervenciones sirve para que el personaje afectado por ellas ofrezca después una estampa más poderosa o más atractiva; otras, tienen por finalidad mostrar en los rostros de los actores, pintados como máscaras polícromas, el resultado de un profundo movimiento del alma. Si un comediante no recuerda bien su texto, el kuroko se coloca detrás de él y se lo sopla.
Otra función de los kuroko (figuras que el kabuki toma prestadas del bunraku, teatro de marionetas) es servir de utileros cuasi invisibles que, cuales el hado o el destino, lo mismo vuelven una silla a su sitio que ponen un hacha en la mano de quien piensa cometer un crimen. El parisino Théâtre du Soleil (nada que ver con el circo canadiense homónimo), dirigido por Arine Mnouchkine, ha utilizado los kuroko con renovada función poética en Tambours sur la digue y en Les Éphémères, espectáculos ambos donde tiene lugar una renovación escénica verdadera, erigida sobre un conocimiento jondo de la tradición.
El tercer rasgo del kabuki que más significativo me parece es la limpieza absoluta con la que transcurre su representación: no cabe un solo movimiento en falso, ni trazo alguno desdibujado en el exuberante despliegue gestual de sus intérpretes, ni ápice de error en nada. Tanto como de teatro, cabe hablar del kabuki como ballet sutilísimo, en alguna de cuyas danzas se nos muestra cómo el poder de lo femenino y etéreo acaba imponiéndose a la potencia masculina, por muy desbordante que sea esta.
21.05.16 > 22.05.16
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