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La anomalía freudiana

Carlos Fernández Liria
Los sueños de absurdos. Idilio nº 36 | 26.07.1949

Como un monstruo que todo lo devora, la cultura oficial del capitalismo tardío también ha intentado deglutir el psicoanálisis. Solo así se explica que un consultorio sentimental de revista femenina como el que ilustraron los extraordinarios fotomontajes de Grete Stern pudiera recurrir a la obra de Freud para aconsejar –siempre en un sentido conservador– a sus lectoras. O que el complejo de Edipo haya pasado a considerarse una fase más en el desarrollo del bebé. Pero como apunta en este artículo el filósofo Carlos Fernández Liria, profesor en la Universidad Complutense de Madrid, el pensamiento freudiano mantiene algunas aristas que dificultan su digestión.

Lacan dijo en alguna ocasión que sus obras eran intencionadamente oscuras, porque así intentaba impedir que el psicoanálisis se vulgarizara. Obviamente, la estrategia no dio los resultados esperados. Los propios Escritos de Lacan han llegado a venderse en kioscos a precio de bolsillo o han sido regalados con el semanal de los periódicos, y la terminología del psicoanálisis se ha integrado mal que bien en el universo del coaching personal que exigen los nuevos tiempos de la revolución neoliberal.

Asistimos a la construcción de una nueva subjetividad que podría ser bien resumida en unas declaraciones de Antonio Banderas que ya se han hecho famosas en youtube, en las que el actor hace un resumen de sus concepciones antropológicas y vitales, relatando lo que ha aprendido gracias a su experiencia en Hollywood, comparando el modelo de vida estadounidense con el europeo y, sobre todo, con el español. En resumen, viene a decir lo siguiente: «En Estados Unidos tenemos el mercado más duro del mundo, porque hay mucha competitividad. Cuesta mucho salir adelante, hay que trabajar duro. Pero el trabajo se premia, y una vez que lo has conseguido, se te reconoce para toda la vida. La lección más importante que he aprendido en Hollywood es que las cosas se pueden conseguir, que no hay sueños imposibles. Si yo lo he conseguido, cualquiera lo puede conseguir. Se trata de soñar muy fuerte y, por supuesto, de tener capacidad de sacrificio, empeñarte y trabajar, y fracasar y volverte a empeñar, y levantarte, y caer y volverte a levantar. No hay fracasos totales. Este es el espíritu americano: te caes y te vuelves a levantar, te vuelves a caer y te vuelves a levantar, luchando duro por un sueño». En su opinión, el modelo español es muy distinto: «según unas encuestas en Andalucía, el 75% de los jóvenes querrían ser funcionarios. La proporción es la inversa en EE UU: ahí no quieren estar en una oficina a las órdenes de un jefe. Quieren tener una idea, juntarse con otros para sacarla adelante, pelear por tu idea y realizarla. Con un 75% de gente que quiere ser funcionario, no se hace país. Se hace país con gente que se la juega».

La formación de este nuevo tipo de sujeto, concebido como un empresario de sí mismo que invierte como capital el conjunto de sus fuerzas vitales en el mercado, ya no viene asistida por el derecho laboral, los convenios colectivos o los derechos ciudadanos. Se trata de un «emprendedor» capaz de «jugársela» compitiendo en la selva del mercado. Y como es obvio que, al contrario que Antonio Banderas, la mayor parte de la población no tiene otra cosa que «invertir» que –como diría Marx– su propio «pellejo», el éxito depende sobre todo del entrenamiento subjetivo y la pericia vital para afrontar el reto de abrirse camino. Esta tarea no cuenta con sindicatos, precisa más bien de terapias de autoayuda que asistan la formación de un nuevo tipo de subjetividad a la altura de la situación, una subjetividad que, ante todo, asuma que su éxito laboral o «empresarial» depende exclusivamente de su responsabilidad personal y no de los avatares de cosas tan abstractas como la lucha de clases o las derrotas del derecho laboral. En rigor, los asistentes de esta remodelación subjetiva de la población ni siquiera ejercen propiamente como psicólogos, sino más bien como entrenadores de un gimnasio vital que se propone el más difícil todavía, un número de circo capaz de hacer pasar a los parias de toda la vida por potenciales empresarios que si no triunfan en el mundo es por falta de esfuerzo y motivación. Ya no hacen falta sindicatos y sindicalistas, sino gimnasios y entrenadores.

Esta situación ha pervertido también, por supuesto, el propio universo de la psicología que, en sus distintas escuelas, ha sufrido una vulgarización brutal, prostituyéndose en una infinidad de manuales de autoayuda que convierten la noción de «autoestima» en su centro de gravedad. De hecho, por izquierda y derecha, ha habido ya distintos intentos de sustituir en el currículo de la enseñanza secundaria la filosofía por la inteligencia emocional y la ética o la educación para la ciudadanía por algo así como una formación del espíritu empresarial. En orden al adiestramiento vital que se demanda desde el mundo laboral, la escuela produce siempre sujetos sobrecualificados pero, al mismo tiempo, poco resistentes psíquicamente. En último extremo, las asignaturas científicas mismas están amenazadas por la educación en valores, pues ya no se trata de formar en matemáticas, química o latín, sino de potenciar competencias y habilidades vitales tales como la capacidad de trabajar en grupo, la resistencia psíquica al fracaso, la voluntad de liderazgo o el orgullo por la competitividad. Las empresas ya no desean ciudadanos con derechos que trabajen bajo un blindaje sindical, sino «becarios» alegres y vitalistas que estén dispuestos a trabajar voluntariamente por el bien de la empresa, que, en adelante, será su mejor escuela e incluso su verdadera familia.

Esta revolución en la forma de entender la subjetividad ha supuesto así un terremoto en la psicología y, a la postre, se ha convertido en un gran negocio, pues obviamente este mundo sin protecciones sindicales y sin derechos ciudadanos necesita de la asistencia continua de un ejército infinito de psicólogos que ocupen el lugar de todo lo perdido. Las escuelas constructivistas, cognitivistas o conductistas han aportado lo suyo y el resultado ha sido un pastiche terapéutico muy al uso que, como decimos, tiene más que ver con el entrenamiento vital que con la terapia. El psicoanálisis tampoco ha permanecido invulnerable a esta ola de renovación y sus tópicos y su terminología se han integrado con distinto éxito en el eclecticismo reinante. Sin embargo, hay que señalar que esta aportación del psicoanálisis solo se puede consumar contranatura, violentando todos sus principios teóricos.

El motivo es que la terapia psicoanalítica parte de un presupuesto absolutamente ajeno y en cierta forma contrario a las terapias volcadas en el reforzamiento de la «autoestima». Más bien habría que decir que ese sujeto capaz de gozar con sus síntomas y que pretende utilizarlos como arma para desenvolverse con éxito en la vida es precisamente el enemigo al que se enfrenta el psicoanálisis. Se podría resumir esto diciendo que, para el psicoanálisis, el «contento vital de ser uno mismo», más o menos eso que se resume en la palabra «autoestima», es, precisamente, la fuente de infelicidad más devastadora. Hay un texto de Lacan que decía más o menos esto: «En tanto que psicoanalistas, estamos acostumbrados a tratar con gente muy desgraciada. Pero, también en tanto que psicoanalistas, sabemos que, en eso que les hace muy desgraciados, de alguna forma, encuentran satisfacción. En su desgracia, de algún modo, se satisfacen. Nuestra tarea como psicoanalistas es investigar quién es ese ‘se’ que se satisface en aquello que nos hace tan desgraciados». Por resumir, podríamos decir que, por ejemplo, el problema más grave y más difícil de solucionar de una persona hundida en una depresión no son sus supuestamente innumerables desgracias, sino precisamente que encuentra en ellas una oscura y rara satisfacción. Eso es lo que blinda su depresión y la hace de alguna forma invulnerable. De nada valen las imprecaciones de sus amigos explicando lo fácil que sería saltar de la cama y enfrentarse de nuevo a un mundo lleno de alegrías y gratificaciones al alcance de la mano. El obstáculo ahí no reside en la infelicidad (que es sin duda monstruosa), sino en la negra satisfacción que el deprimido encuentra en su depresión. Es algo que se suele expresar espontáneamente en frases del tipo «si es que parece que te complaces en tu desgracia», «es como si no quisieras salir de tu depresión, por mucho que te quejes». El deprimido es muy desgraciado, pero no porque (o no solo porque) esté en paro, le haya dejado su novia o no encuentre sentido a la vida. El problema es que, en tanto entramado trágico, late un inconfesado «goce» salvaje e incontrolable, un goce sin sujeto, apegado azarosamente a algo que no se sabe lo que es. Aquí, y esa es la verdadera dificultad del problema que descubre el psicoanálisis, no es que haya una falta de autoestima, sino un exceso de goce incontrolado, una autoestima blindada que resulta invulnerable a cualquier esfuerzo terapéutico del sentido común. La autoestima resulta ser, en realidad, el verdadero obstáculo vital que mantiene al deprimido anclado en su desgracia.

En una respuesta a un comentario de Íñigo Errejón, el psicoanalista Jorge Aleman resumía perfectamente el problema: «dice el querido y lúcido Errejón: hay que mirar afuera y no psicoanalizarse cada quince días. Es un viejo lugar común que en España ha tenido un largo recorrido en la cultura oficial y dominante. Una verdadera tradición constituida. El psicoanálisis sería una actividad narcisista y ombliguista (una experiencia de la interioridad) que funcionaría como un velo, un auténtico obstáculo para el "acceso a la realidad". Es exactamente lo contrario: el análisis es el intento de llevar al sujeto y no al yo, a su afuera más real y más difícil de soportar, haciendo caer todas las coartadas de la vida interior, incluso intelectual, que impiden el acceso a lo más real de la realidad».

Por supuesto, en esto reside la importancia política del psicoanálisis (aquello por lo que ha sido posible hablar incluso de una «izquierda lacaniana»). Y más todavía en los tiempos que corren, cuando todas las energías terapéuticas se vuelcan en entrenar subjetividades satisfechas de sí mismas y dispuestas a enfrentarse a la vida con las energías de un Antonio Banderas. La mala noticia psicoanalítica es que –aparte de la monstruosidad sindical de este experimento neoliberal–, ocurre que, además, la cosa no va a salir bien. Todo este ejército de nuevos emprendedores satisfechos de sí mismos no es solo una atrocidad humana indigna y disparatada. Es que ni siquiera es un buen camino contra la neurosis o la depresión. La legión de educadores, entrenadores y psicólogos que asisten y apuntalan este inédito experimento humano avivan en realidad el fuego intentando apagarlo con gasolina. Lo que tenemos delante no es solo un proletariado basura sin derechos ni protecciones sindicales, sino también una muchedumbre de gente muy desgraciada, destruida psicológicamente, empeñada, además, en aferrarse a su mayor enemigo dando carta blanca a lo que llaman su autoestima. El problema no es «no quererse a uno mismo», sino ser incapaz de querer el mundo. Es gracias al mundo por lo que aprendemos a querernos a nosotros mismos más allá de nuestras oscuras digestiones psíquicas neuróticas y obsesivas. El psicoanálisis es todo lo contrario que una herramienta de autoayuda para reforzar la autoestima. Es más bien el descubrimiento de que estamos encarcelados en nuestros síntomas, de que gozamos incluso con nuestras peores desgracias. Y es un intento de abrir el sujeto al mundo, para recuperar lo que nunca se tuvo: la capacidad de apreciar en el mundo algo de belleza, de justicia y de verdad (y, consiguientemente, de denunciar lo que el mundo tiene de injusto, de feo y de falso). En lugar de reforzar los síntomas para vivir solidificado en ellos, el psicoanálisis es una apuesta muy valiente que intenta escapar a ellos para recuperar el mundo. El neurótico (y todos los somos en mayor o menor grado) es como un hablante que se agotara tanto con la gramática que luego no tuviera ni fuerzas ni ganas para pronunciar las frases. A veces, para lograr hacer algo en el mundo, tenemos que hacer tantas cosas con nosotros mismos, que el mundo mismo se convierte en una utopía inalcanzable. Y para recuperar el mundo no queda otra opción que librarse de uno mismo. El psicoanálisis es una apuesta por el lenguaje y el mundo. Lo tiene todo en contra, porque el sujeto que busca su satisfacción en el mundo o que encuentra en él la insatisfacción, al mismo tiempo goza consigo mismo, en ocasiones de una forma tan complicada, tan agotadora y tan absurda que el mundo mismo desparece y el lenguaje enmudece (no normalmente con el silencio, sino más bien con un torrente de palabras que no buscan la comunicación, sino el goce). Lo que he llamado a veces el «síndrome del pedante» es la enfermedad más inevitable de ese simio parlante que es el ser humano. Eso que notamos cuando intentamos conversar con un pedante (que más que hablar con nosotros parece escucharse a sí mismo, utilizándonos para masturbarse con las palabras) es una norma y una fatalidad humana general. No es imposible escapar a esta maldición, aunque en absoluto sea fácil. Pero, desde luego, si alguna vez se logra, será en un sentido contrario al paradigma de los manuales de autoayuda o de las terapias encaminadas a reforzar la autoestima. La anomalía freudiana en psicología consistió en poner este problema sobre la mesa e intentar obrar en consecuencia. Y por lo mismo, en los tiempos que corren, el psicoanálisis se ha convertido en una advertencia política de primer orden. El neoliberalismo no solo está destruyendo las más elementales condiciones vitales de la población. También está jugando a aprendiz de brujo con su alma. Nos encaminamos hacia un tercer mundo global, lleno de miseria económica, moral y psíquica. Los seres humanos quizás hayamos sido más pobres en el pasado, pero nunca habremos sido tan abyectos.

EXPOSICIÓN GRETE STERN. SUEÑOS
30.09.15 > 31.01.16

ORGANIZA CBA
COLABORA GALERÍA JORGE MARA LA RUCHE