La colección como creación
Entrevista a Juan Bordes
Fotografía Javier Cruz
«Algunas noches, cuando me voy a dormir, tengo que pararme a pensar si sigue siendo el mismo día que cuando me levanté por la mañana» comenta nada más llegar, y es que Juan Bordes (Las Palmas, 1948) no para. Escultor de profesión y por vocación –su prolífica obra se encuentra en plazas, museos y un buen número de colecciones públicas y privadas–, es también arquitecto, fotógrafo, docente, académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y de la de San Miguel Arcángel, y además, un gran historiador y coleccionista. Sin ir más lejos, logró reunir durante más de treinta años una de las bibliotecas más importantes del mundo especializada en el estudio de la figura humana, integrada por tratados y cartillas de dibujo de los siglos XVI al XX, que el Museo del Prado le compró en 2015. Bordes ha comisariado este año en el CBA la exposición Juguetes de construcción. Escuela de la arquitectura moderna, una colección propia con la que analizaba la relación existente entre la evolución de estos juegos y la arquitectura. Nos sentamos para comenzar la entrevista. Bordes se inclina hacia delante y dispara: «Coleccionar es crear».
Hay distintos tipos de coleccionista y en cada uno operan múltiples impulsos ¿Qué es lo que te mueve a ti a coleccionar?
Coleccionar para mí es crear una idea, es una parte más de mi creación. Los objetos que voy reuniendo configuran un discurso coherente, una tesis, y esta es la propuesta de todas mis colecciones. La gente cuando me ve desde fuera cree que soy un coleccionista compulsivo y para nada, soy un coleccionista muy racional, un coleccionista que va a por una idea: solo colecciono cuando detecto un atisbo de tesis que únicamente una reunión de objetos puede demostrar.
En Mis vocaciones infantiles, tu texto de presentación como escultor, afirmas que todas estas vocaciones –obispo, cirujano, titiritero, director de cine…– están presentes en tu escultura, o que te interesaban por lo que de alguna manera tienen de escultura. ¿Estaba también la de coleccionar entre tus vocaciones infantiles? ¿Qué relación tienen para ti el coleccionismo y la escultura?
Coleccionar fue una vocación temprana, aunque el descubrimiento fue algo tardío: con catorce años un profesor nos pidió hacer una colección de insectos y me entusiasmó. Tal fue mi fascinación por las mariposas, los escarabajos y la variedad infinita de insectos que, aunque pasado un tiempo abandoné aquella colección, conservo mi entusiasmo por el dibujo de la naturaleza. De hecho, una de mis colecciones actuales está en ese territorio del dibujo de ciencias naturales. También comencé muy joven el coleccionismo de libros. Vine a vivir a Madrid con catorce años y en aquel momento, a mediados de los sesenta, enseguida se me hizo pequeño. Me pasaba el año reuniendo dinero para escaparme a París. Aquí no había librerías especializadas en arte, nada comparable a La Hune, una librería muy famosa en el Boulevard St. Germain que cerraba a medianoche. A los catorce años ya tenía mi pequeña biblioteca de arte y, curiosamente, alternaba a veces una monografía de Rohl o de Léger con libros de peces porque ya me entusiasmaba la imagen del mundo natural. Esto se refleja en ciertos momentos de mi obra adulta.
En cuanto a la relación del coleccionismo y la escultura, me gusta ir acompañando mi trabajo en el estudio de reflexiones, y precisamente ahora estoy escribiendo un texto que he titulado de forma provisional Cuando más me siento escultor que, en cierto sentido, es la continuación de Mis vocaciones infantiles. En él voy situando cada una de las actividades que realizo fuera del estudio y que demarcan más claramente el territorio en el que me muevo como escultor, y una de ellas es por supuesto coleccionar. De mi madre aprendí una máxima de Gregorio Marañón que dice: «Médico que solo sabe de medicina ni de medicina sabe». Yo se lo digo a mis alumnos: «El arquitecto al que solo le interesa la arquitectura ni la arquitectura le interesa». Ese texto del que te hablo pretende explicar esta diversidad de actividades a las que me dedico y que la gente puede interpretar como dispersión cuando, por el contrario, están intensificando lo que de verdad soy yo desde los ocho años: escultor.
El año pasado el Prado adquirió tu biblioteca especializada en el estudio de la figura humana, una de las mejores del mundo, en la que figuran nombres tan importantes para la historia del arte como los de Rubens o Durero. ¿Cómo surgió esta colección?
Empecé coleccionando libros de arquitectura a raíz de mi tesis doctoral sobre cómo el arquitecto había utilizado la escultura a lo largo de la historia. En un momento dado me topé con una frase de Gombrich, el célebre historiador, que decía que los libros de la teoría del cuerpo humano habían desaparecido de la faz de la tierra y que, paradójicamente, esa desaparición se debía al intenso uso que se les había dado. Esta dificultad me estimuló: conseguir libros de arquitectura era solo cuestión de dinero en el mercado internacional, mientras que los libros sobre la teoría del cuerpo humano, los libros que mostraban cómo se habían aprendido a dibujar las proporciones y la anatomía, habían desaparecido no solo del mercado internacional, sino que sorprendentemente tampoco existían en las grandes bibliotecas del mundo. Y sin embargo eran muy importantes porque, como también escribió Gombrich en aquel texto, la patología del retrato de Rubens así como su construcción de la figura se debían precisamente a que había estudiado ciertos libros de anatomía. Me sentí identificado porque mi figura se construía también con gestos de un libro que había manejado de adolescente: el de Rimmel, un artista y anatomista americano que la editorial Dover había reeditado. Así empecé a buscar y coleccionar este tipo de libros. Me recorrí las bibliotecas de todo el mundo sin obtener muchos frutos. En la colección Cicognara de la Vaticana es donde más libros de este tipo encontré y eran solo diecinueve: después yo conseguí reunir unos seiscientos.
¿Y qué hiciste con la colección de libros de arquitectura?
La reconvertí en una biblioteca de manuscritos de arquitectura, y los libros que ya tenía los utilicé como moneda de cambio. Continué esta colección en paralelo con la del cuerpo humano.
Por el tipo de colecciones que reúnes parece que sintieras una especie de «responsabilidad histórica» por preservar el patrimonio cultural y artístico…
Efectivamente, cuando presentamos la biblioteca del Museo de Prado me decían: «¿No te da pena perder todo eso?». Pero lo cierto es que yo nunca había considerado que fuese mía. Fue mía la idea y el trabajo de reunirlos, por supuesto, pero me guiaba cierta responsabilidad por haber tomado conciencia de la pobreza de las bibliotecas en una cuestión tan importante para la Historia del arte como los libros con los que habían aprendido los grandes genios.
Te defines como trapero del tiempo. En relación con la recuperación de la historia Benjamin dijo que el coleccionista es más un bricoleur que un connaisseur.
En mi caso no estoy de acuerdo: yo me considero un connaisseur que pone en valor una cosa por primera vez. Precisamente si me atrevo a hacer una colección nueva es porque soy un connaisseur, porque vibro con aquello, lo entiendo y lo valoro cuando nadie lo valora. Para hacer una colección de este tipo –que son en mi opinión las mejores– es preciso ser un buen conocedor. El coleccionista que trabaja en un territorio muy conocido y valorado en el que conseguir las piezas es solo cuestión de dinero no tiene ningún mérito. A mí eso no me interesa. Para eso te vas a un museo, que tienen las mejores cosas. Yo siempre colecciono cosas que no están en la Biblioteca Nacional ni en el Museo del Prado pero que podrían estar en la Biblioteca Nacional o en el Museo del Prado. La biblioteca sobre la figura humana la reuní sabiendo que merecía estar en esas instituciones. En esto no soy nada modesto. Y mi trabajo se basa, sobre todo, en mucho conocimiento. Cuando compré el cuaderno de Rubens sabía lo que estaba comprando. Lo tuve veinte años en mi casa sin que nadie lo valorara hasta que, por una serie de casualidades, se enteró un conservador de la National Gallery, luego vinieron los de la Casa Rubens, luego una crítica americana, etc., y ahora la Casa Rubens está haciendo una publicación de este manuscrito que, por cierto, se llama Manuscrito Bordes.
¿Recuerdas alguna anécdota en relación con alguna pieza especialmente difícil de conseguir?
Con esa colección fueron muchísimas... Recuerdo por ejemplo un texto de anatomía artística del XIX de un tal Gamba, un médico italiano, que se citaba en todas partes pero no había manera de encontrarlo. Que un texto no esté en los catálogos públicos de 40.000 bibliotecas del mundo puedo asegurar que es rarísimo. Finalmente lo localicé en la Biblioteca Nacional de Florencia pero cuando me presenté allí me dijeron que se había perdido en la inundación de 1968. Dos años más tarde encontré el texto en una librería anticuaria de Florencia, y cuatro años después encontré en una librería de Roma el álbum de láminas. A veces los comerciantes desmiembran documentos cuyo valor reside en su unidad, y en esos casos he tenido que hacer auténticos sacrificios para poder recuperarlos en su integridad.
Mi trabajo como coleccionista es en cierto modo superior al de una colección pública porque me permite centrarme en rescatar piezas que no son muy importantes en sí mismas pero que funcionan como puntos de enlace para formar un discurso continuo, mientras que las colecciones públicas –tanto del patrimonio bibliográfico como de otros ámbitos–, se centran sobre todo en las grandes piezas.
Para coleccionar ese tipo de piezas uno debe poder contar con un buen presupuesto…
La gente siempre piensa que tengo mucho dinero pero no es así, he tenido que hacer mucho sacrificio, mucho movimiento de cosas para ir coleccionando. En ocasiones también he cambiado obra por manuscritos. Pero la ventaja de que me interese coleccionar en líneas que yo descubro es que son territorios que no están valorados, no hay otros coleccionistas y las piezas no tienen aún precios de mercado, así que no alcanzan grandes sumas. Solo después se disparan… Eso sí, si tuviera mucho dinero haría colecciones brutales.
¿En este momento qué colecciones tienes entre manos?
Yo emprendo una colección como una forma de estudiar un tema, y las cierro en cierta medida cuando logro publicar un trabajo. Ahora tengo casi cuatro libros en proceso que se corresponden cada uno con una colección. Son materias que aparentemente están desconectadas pero puedo explicar la conexión que las une porque mis colecciones se van solapando, una me va llevando a otra.
Una de estas colecciones es de cuadernos de dibujo, con artistas del siglo XVI al XX. Me interesa sobre todo el dibujo como proceso más que como pieza acabada, y eso se aprecia muy bien en un cuaderno, en un taccuino: los rasgos, la huella, la reflexión del dibujo hacia atrás y hacia delante. Yo dibujo muchísimo pero de esta misma manera, en cuadernos. Esta colección surgió también de la colección de manuscritos de arquitectura, y a su vez ha dado origen a una más especializada que es el dibujo oriental, el dibujo japonés. A través de un marchante de París que se jubilaba he conseguido tres contactos que me localizan piezas impresionantes que no entiendo cómo no han sido rescatadas del mercado por los museos japoneses, ya que están los grandes nombres de la historia del arte japonés como Morikuni, Tosa, Eisen, incluso Hokusai.
¿Sabes ya cuál es la tesis que subyace a esta colección?
Sí, tengo puesto un título que es definitivo, «El pincel japonés». Es lo que diferencia nuestro concepto del dibujo del de ellos. En Oriente hay una diferencia muy sutil entre lo que se llama dibujo y lo que se llama pintura, y estriba en el soporte. La fisiología que tiene el uso del pincel en Oriente, la sensibilidad con la que se mueve la punta del pincel para dejar un gesto es definitiva. Hokusai tiene dos tratados de dibujo chiquititos: «El dibujo caligráfico» y «El dibujo geométrico», es decir, la construcción a través de la caligrafía y a través de la geometría. Son fascinantes. También es interesante el concepto filosófico del dibujo oriental como apropiación del universo casi por encima de la expresión artística. No hay tanto interés por la autoría y resulta singular que sigan conviviendo los estilos: no se anulan unos a otros sino que conviven contemporáneamente. Y, sobre todo, no hay tanta obsesión por la iconografía, por crear imágenes nuevas. Esta es una de mis preocupaciones en este momento, dejar de crear imágenes nuevas y trabajar nada más que en el concepto de las calidades, ahí es donde está todo el meollo y toda la gran diferencia de las ideas plásticas. Por eso me interesa la modestia que existe en ese territorio donde nadie pretende crear un icono nuevo. Eso es algo que deberíamos dejar para la publicidad.
¿Esta es tu opinión sobre el arte contemporáneo?
En el arte contemporáneo bullen ideas fantásticas pero que, en mi opinión, aportan más a otros terrenos que al del arte propiamente dicho: son útiles para la vida cotidiana, para la publicidad, el escaparatismo, la moda, la escenografía, para aumentar nuestra percepción… Son trabajos interesantísimos pero no dan lugar a obras que soporten una larga contemplación. De algún modo, son cosas que me aburren enseguida. Me interesa más la obra de arte que sobrepasa la idea, que es mucho más que concepto, que supone una plasmación o ejecución plástica ejemplar de esas ideas.
¿Podrías nombrar algún artista occidental contemporáneo que te interese porque represente esto a lo que aspiras?
Al principio de mi formación me entusiasmaba la vanguardia. Didácticamente, las obras vanguardistas funcionan de maravilla porque esencializan los problemas, los hacen evidentes. Pero cuando entré por primera vez, con catorce años, en el Museo del Prado me quedé anonadado. Y aún hoy, cuando voy, los cuadros me siguen diciendo cosas distintas. Eso es lo que yo considero una obra maestra y lo que ambiciono, crear obras que se perpetúen, que se dirijan no solo a tu generación sino que tengan una vocación de futuro. El siglo XX se podría resumir en cuatro o cinco nombres muy fuertes, que tal vez en su momento no lo fueron tanto: Bacon, Lucien Freud, Balthus… Estos sí han proporcionado unas lecturas que siguen creciendo con el tiempo. Hay otros muchos artistas que están tan ligados a su época que funcionan como meras reliquias de ese momento, fundamentales para estudiar una determinada década, pero que han perdido su atractivo. Yo respeto mucho la depuración que hace el tiempo en la historia del arte.
Además de las dos colecciones de cuadernos de dibujos decías que andabas con otras dos…
Tengo una colección de fotografía de arquitectura y un libro prácticamente terminado de historia de la fotografía de arquitectura que presenta una tesis muy clara. Mi colección es muy buena pero la mayoría de las fotografías son anónimas. Mi editor se queja de que ponga el mismo nivel nombres históricos de la historia de la fotografía con fotografías de desconocidos, pero es que por ahí va precisamente mi tesis: estos grandes nombres de la fotografía de arquitectura construyeron una nueva manera de ver la arquitectura que reproducen, exactamente con el mismo nivel de calidad, grandes profesionales anónimos. Son imágenes perfectas a nivel técnico. Vivimos un momento de euforia de la fotografía y nos pensamos que cualquier cosa es una obra de arte. Es lo que ocurre con la fotografía de arquitectura, que se valora como tal cuando no lo es. Un fotógrafo de arquitectura es un buen espectador de una obra de arquitectura: nos enseña a verla, pero en el fondo es como si quien subraya una frase en un texto de Shakespeare se creyera un autor. Esta es la tesis que sostengo en el libro. Lo primero que les digo a mis alumnos de fotografía de arquitectura es una frase de Nadar, uno de los grandes fotógrafos del periodo en el que la fotografía era muy compleja a nivel técnico: «La teoría fotográfica se aprende en una hora, las primeras nociones de práctica, en un día. Lo que no se aprende es la inteligencia moral de lo que se va a fotografiar». Algunos realizan cierta reflexión, pero hay que darse cuenta de que el fotógrafo de arquitectura trabaja mirando una obra de otro que ya estaba allí, lo que hace es subrayar, destacar. Los fotógrafos de arquitectura solían quejarse de que no se les hacía caso pero ahora está ocurriendo al revés, a veces ni se cita al arquitecto. Tú ves una fotografía de Mapplethorpe y dices «Mapplethorpe», ves una fotografía de Margaret Cameron y dices «Margaret Cameron», aunque no conozcas la obra. Pero hay muchos nombres que están en la historia de la fotografía y no son reconocibles. Lo que tiene mérito en fotografía es crear una nueva forma de mirar, eso es lo que hace casi siempre un artista. Tapiès nos ha enseñado a mirar un muro desconchado: es un auténtico creador. Y como viene a decir Nadar, la fotografía está al alcance del último de los imbéciles. «Verás dedicarse a la fotografía a un pintor que no ha pintado jamás, a un cantante sin voz… Verás a todos los frutos secos de otras profesiones convertidos en fotógrafos». Esto lo dice Nadar en 1958. La técnica se aprende en una hora y buenas fotografías se pueden hacer con una caja de cartón. Magritte, como tenía una mirada propia, cuando coge una Kodak Brownie, hace unas fotografías que son «Magrittes». Pero esto no suele ser así: vivimos en un momento de sobrevaloración de la fotografía sobre la que es preciso reflexionar. Con un disparo no puedes emular la superposición de capas de un retrato de un pintor, y hay pintores malísimos, claro que sí, pero no puedes sustituir un Velázquez por un buen Richard Avedon. Cartier Bresson cuando llega el motor fotográfico se aburre de la fotografía y se pasa al dibujo. Muchos de los grandes fotógrafos han pasado esa crisis: llega un momento en que la fotografía se agota.
Y por último, mencionabas una cuarta colección…
Sí, está vinculada a otro de mis libros, La infancia de las vanguardias. Cuando estaba trabajando en la colección de dibujo de la figura humana, me di cuenta de que al llegar a mediados del siglo XIX se empieza a poner en práctica en los programas de dibujo las teorías de Rousseau, es decir, dibujar para ser persona, no para ser artista, y vi que cada vez había más textos en los que el dibujo se enseñaba con métodos distintos del de la figura humana que me parecieron precedentes de la iconografía de las vanguardias. Los historiadores te cuentan que el siglo XX prácticamente sale de la nada pero yo reuní estos libros para probar la tesis de que la iconografía de las vanguardias fue creada por los profesores del siglo XIX. El libro La infancia de las vanguardias empieza con un cuaderno, un scrapbook de 1880, en el que página a página ves que un tipo en Londres en 1880 está haciendo collages como Arp, como Matisse, como Picasso o como Max Ernst, es decir, todo lo que va a suceder en el siglo XX. En realidad estos creadores llenan de otro tipo de ideas una iconografía que ya existía, la desarrollan, pero no la sacan de la nada. Así nace el dibujo moderno, de una combinación de muchos métodos de dibujo que después se convertían en juguetes plásticos. Por ejemplo en el siglo XIX se popularizó un juego matemático que había inventado Truchet un siglo antes, que inmediatamente se convirtió en juguete e incluso pasó a los tratados de arquitectura para hacer pavimento. Consistía en un cuadrado con una diagonal que delimitaba una parte pintada de un color y otra de otro, y con determinado número de estas piezas se podían crear millones de figuras distintas. Pues ahora, por cierto, ha llegado al mundo del arte contemporáneo porque lo han utilizado un par de artistas y la gente piensa que han inventado la pólvora, pero quien lo hizo fue Truchet a quien ninguno nombra.
Precisamente de esta colección surgió a su vez la de juguetes de construcción que se ha expuesto en el Círculo de Bellas Artes. En cierto momento empecé a ver que entre estos juegos que he mencionado había también juguetes de construcción que, a partir de la muerte de Froebel (a mediados del XIX), que había creado una caja de arquitectura sin mucho desarrollo, empiezan a popularizarse y a vivir las mismas fases que la arquitectura moderna. Esta colección explicaba esta evolución paralela.
Como ves todo está relacionado. En conclusión te diría que la de coleccionista podría ser una profesión en sí misma porque requiere muchísimo trabajo, y que en mi caso colecciono para reforzar mi territorio como escultor, pero que no me llamen ni nostálgico, ni anticuado, ni desfasado, ni academicista, porque yo mi trabajo lo hago desde un profundo conocimiento.
18.02.16 > 15.05.16
COMISARIO JUAN BORDES
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