Jazz jazz jazz
La mirada silenciosa
La fotografía y el jazz forman una pareja bien avenida y de larga trayectoria. En la muestra Jazz jazz jazz el CBA expuso una selección espléndida de imágenes en blanco y negro tomadas en los años cuarenta y cincuenta, en plena época dorada. Minerva recoge ahora siete de esas fotografías y las acompaña de una invitación a sumergirse en este género musical a cargo del escritor Montero Glez (Madrid, 1965). Autor, entre otras, de las novelas Sed de Champán (1999), Manteca Colorá (2005) o la reciente Talco y bronce (2015) y colaborador en distintos medios y bajo diferentes seudónimos, Montero Glez es también un apasionado del jazz.
El azar nunca resulta extravagante para un músico de jazz. De ahí que el músico de jazz acabe por arrojarse a una dimensión no calculada; un territorio donde el ritmo y la melodía se quiebran en una pausa que viene a llenarse de improvisaciones.
La tensión entre opuestos lleva implícita la paradoja desde su primera expresión; la misma que nos lleva a afirmar que la música más libre del mundo fue creada por esclavos. Una conquista nacida del deseo y donde el diálogo entre los instrumentos se manifiesta batiendo los parches al ritmo; donde la secuencia de los golpes y de sus silencios queda transformada en la materia sonora que permite la existencia de la melodía. De la misma manera que el espíritu no se puede mantener en el vacío, las notas cristalinas de un piano se arrojan al azar cuando son apoyadas por la calidad vaporosa y grave del contrabajo que marca el compás. Es lo que tiene la música más libre del mundo, que juega al diálogo desde el ritmo en estado propio, conservando el calor de la tierra africana. Solo con ayuda del deseo, la llama feroz consigue su expresión más alta. Esa es la causa por la que los jazzmen sientan el sol muy dentro, aunque nunca lo vean.
Tocan sus instrumentos a sabiendas de que están transformando el espacio y también su tiempo. Lo hacen manejando el mismo compás de cortesía que lleva a la trompeta a disparar su metal a través de una escala de contrastes, una espiral nacida desde la irracionalidad más creativa, un juego que salpica acordes ahí donde los colores se oyen y los sonidos se alcanzan con la retina a la luz escasa de un club o de un estudio de grabación. Algo más que una sucesión de azares que sirven al fotógrafo para trampear con la máquina hasta robarle al tiempo el instante de luz que perfila la figura del músico. Un segundo que traspasa la retina y donde el tiempo real se identifica con el término imaginario transformándolo en memoria viva.
Como ejemplo, baste desvelar el enigma que acompaña la fotografía de un joven Chet Baker, mostrando su timidez oculta; la mirada perdida en su luna de miel con el veneno. Es la imagen de un rebelde que defiende su única causa con el metal de su arma, una trompeta que muestra a la cámara como si a ella debiese ser quien es, un hermoso y maldito trompetista a la manera de aquellos personajes de Scott Fitzgerald que se visten de limpio para ocultar su derrota.
El escritor norteamericano sentenció una época, demostrando con su escritura que las sensaciones más profundas ocurren en el pellejo, en la superficie. Chet Baker parecía escapado de aquella época, igual a un fantasma que conserva las cicatrices de su vida anterior. Si ambos espectros hubieran coincidido en el tiempo, sin duda alguna se hubiese dado esa ley de la materia en acción cuando se hace recíproca: Scott Fitzgerald y Chet Baker, el viaje dialéctico de dos hermosos malditos. Luego viene Miles Davis, impredecible como el caos que representa. Un negro de herencia africana que va a salirse de la frontera de los viejos acordes, síncopas y saltos vitales que inspirarían a Jack Kerouac a tomar camino de la última vanguardia: el be-pop.
Pero Miles Davis, intransigente así en el arte como en la vida, empeñado en salirse de la ruta del valor añadido, pone en práctica su patrón a partir de una nota central. Por ello, la tónica de Kind of blue es sinónimo de elegancia; un disco que es lo más parecido a una acuarela sobre la antigua iglesia donde nació, la obra maestra de la nostalgia grabada sin preocuparse de las progresiones, interpretando los recursos a la manera oriental, pongamos hipnótica. De ahí la sutileza con la que sopla Miles Davis, hasta dejar solo el esqueleto sonoro, negando todo plusvalor a su música, dando la espalda a las paletadas de pintura añadida sobre el lienzo de la noche, dejando atrás el carnaval rococó asentado en los viejos patrones de occidente que contenía el be-bop.
Miles Davis se reuniría con Bill Evans y otros músicos en una vieja iglesia donde se pusieron a tocar, excitando la hora que ronda a la medianoche. Para dar fe, para levantar acta documental allí estaba el fotógrafo, percibiendo el tiempo como algo propio, robándolo con su cámara mientras que para Evans, Miles y los demás músicos, ese mismo tiempo seguía siendo algo externo, algo que quedaba fuera de las fronteras de su cuerpo, una materia cuya elasticidad depende de las sensaciones y que se identifica con el juego del azar, lejos de todo cálculo que no sea el ritmo con el que el suelo respira.
«Esto lo estoy tocando mañana», diría el personaje de Cortázar inspirado en Charlie Parker, cuando la imagen del tiempo se estira a lo largo de un túnel del Metro de París. Se trata de una imagen que arranca mucho antes de que se inventaran los relojes mecánicos, en el momento en que Heráclito nos vino a mostrar con su metáfora que las distintas aguas del mismo río siempre están en movimiento y que, con cada asalto del recuerdo, el tiempo se hace líquido y el sonido emerge a la superficie.
Al fin y al cabo, la fotografía es una metáfora de la memoria, una figura antigua que cuando llega al jazz, lo transforma en expresión silenciosa.
14.10.15 > 24.01.16
COMISARIO JORGE MARA
ORGANIZA GALERÍA JORGE MARA LA RUCHE • CBA