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Jacques Rivette: el arte de la ficción

Ana Useros
Jacques Rivette durante el rodaje de Ne touchez pas la hache, 2006. Fotografía de Raphael van Sitteren, CC BY-SA 4.0

No son pocas las ocasiones en las que una mirada pausada sobre una figura poco representativa dentro de un movimiento o colectivo –sea cinematográfico, literario o de cualquier otra manifestación artística– tiene la capacidad de arrojar una perspectiva interesante e inusitada sobre todo el conjunto. Matices y ángulos que, a la sombra que proyectan las figuras más visibles de ese movimiento, habían pasado inadvertidos. La ensayista y cineasta Ana Useros se enfrenta en este texto con la obra –cinematográfica y escrita– de Jacques Rivette, el espíritu libre de la Nouvelle Vague.

Bulle Ogier en un fotograma de Out 1, 1971
Bulle y Pascal Ogier en un fotograma de Le pont du Nord, 1981
Jacques Rivette y Juliet Berto durante el rodaje de Duelle, 1976
Dominique Labourier y Juliet Berto en Céline et Julie vont en bateau, 1974
Jeanne Balibar en un fotograma de Va savoir, 2001
«Me gusta que una película sea una aventura para quienes la ruedan
 y, más tarde, para quienes la ven»
–Jacques Rivette

En las semblanzas de Jacques Rivette se suele señalar que es el integrante desconocido del núcleo central de la Nouvelle Vague francesa. Y, en efecto, Rivette no tuvo nunca el tirón popular de François Truffaut, ni exhibió la capacidad de provocación y de reinvención ostentosa de Jean-Luc Godard, y tampoco sus películas –logro inaudito que le corresponde a Éric Rohmer– fueron consideradas nunca como la esencia de lo francés. Pero, más allá de contextualizar temporalmente su primera película, Paris nous appartient (1960), y aportar un dato importante, como es el que haya escrito críticas fundamentales en Cahiers du cinéma, ¿qué sentido tiene comenzar a hablar de una de las figuras más importantes del cine contemporáneo indicando una carencia de proyección pública? Al hacerlo así nuestra intención no es edificar una falsa condición maldita o minoritaria de Rivette, ni reparar injusticias históricas, sino localizar en ese origen algunas de las claves de su obra.

Tous les garçons et les filles de mon âge...

La Nouvelle Vague se presenta ante el mundo como una rebelión contra el «cine de papá». El objetivo a derribar es el cine francés de la época, aquel que, en palabras del incansable redactor de manifiestos, Jean-Luc Godard, hacía «películas malas, tan lejos estética y moralmente de lo que esperamos, que casi nos avergüenza vuestro amor por el cine». «No podemos perdonaros», seguía, «que nunca hayáis filmado a las chicas que nos gustan, a los chicos que vemos cada día, a los padres que admiramos o despreciamos, a los niños que nos sorprenden o nos dejan indiferentes: en resumen, las cosas como son». Volveremos sobre esos chicos y esas chicas, pero, por ahora, ese «las cosas como son» necesita un matiz. Porque se podría deducir que, animados por esa consigna, con toda su ambigüedad –una consigna que, por otro lado, podrían firmar todos los movimientos de renovación artística que en el mundo han sido–, los muchachos de la Nouvelle Vague se lanzaron a un cine documental, sacaron las cámaras a la calle y empezaron a filmar la «realidad». Pero, simultáneamente a esas proclamas, desde Cahiers du cinéma y Arts se ensalzan las comedias, los westerns y otras películas de género estadounidenses. El escándalo de la crítica cahierista no fue defender un naturalismo cinematográfico, sino elevar al altar de las bellas artes determinadas películas y autores hasta entonces encasillados en el cine popular. Atrapada en la encrucijada de la modernidad cinematográfica, en la emergencia de la cultura popular de masas, junto a los ejemplos libérrimos de Rossellini y Rouch –ambos cineastas capaces, cada uno a su manera tan diferente, de «hacer envejecer de golpe diez años todo el cine anterior» (en la famosa frase de Rivette sobre Viaggio in Italia)–, la Nouvelle Vague busca reproducir con sus chicos y sus chicas ese cine de género que admira y, mediante ese gesto, aunque los autores y películas de las que hablamos fueran en muchos casos estrictamente contemporáneos al nuevo cine, instala para siempre esas películas en la nostalgia cinéfila. «Yo quería hacer Scarface...», decía Godard sobre À bout de souffle. Pero ya no se puede hacer Scarface... Hay que buscar otra vía.

Rivette, por su parte, reconocido ya por sus compañeros como el crítico más lúcido del grupo, trata en sus artículos de aclarar conceptos que serán fundamentales para sus películas posteriores como «montaje», «puesta en escena» y «moral».

Aprecio otra idea del cine, pero pido también que se comprenda bien lo que Preminger intenta, algo difícil de retener a fuerza de sutil. Yo prefiero la concepción, posiblemente más ingenua, de la vieja escuela, Hawks, Hitchcock o Lang, que creen en primer lugar en sus temas y basan en esa creencia la fuerza de su arte. Preminger cree ante todo en la puesta en escena, en la creación de un conjunto preciso de personajes y de decorados, una red de vínculos, una arquitectura de relaciones, cambiante y como suspendida en el espacio. (...) Creo que para Preminger una película es, ante todo, la ocasión de trabajar, de plantearse cuestiones, de conocer y resolver ciertas dificultades; la obra es menos un fin que un camino. Su imprevisibilidad le atrae, los hallazgos suscitados por los contratiempos, la invención del instante que nace de un momento afortunado y se entrega a la esencia fugitiva de los seres y de los lugares. Si hubiera que definir a Preminger, sería sin duda como metteur en scène, incluso si su experiencia teatral parece no influirle demasiado aquí. En medio de un espacio dramático creado a partir de la confrontación entre los hombres, él explota al máximo la capacidad del cine para capturar el azar –pero un azar buscado–, para escribir lo accidental –pero un accidental inventado– a través de la cercanía y de la agudeza de la miradaJacques Rivette, «L’essentiel», Cahiers du cinéma, nº 32, febrero de 1954..

El camino como cineasta de Jacques Rivette está ya trazado en estos dos párrafos, incluyendo detalles como que jamás habló de su trabajo (ni firmó sus películas) como «dirección» sino como «puesta en escena». Su definición del cine de PremingerPuntualización: es esta caracterización del método Preminger, y no su cine, lo que prefigura el de Rivette. En esta crítica se ven con toda claridad las virtudes y defectos de la escritura Cahiers: la hipérbole y la generalización que alejan a la crítica de su objeto, de su película concreta y, a la vez, la capacidad casi diabólica de dar en el clavo. El cine de Preminger, en apariencia tan clásico como el de Lang, se entiende mucho mejor, efectivamente, si se tiene en la cabeza esta noción de puesta en escena. prefigura su respuesta a la imposibilidad de reproducir la ficción clásica, ingenua, que adora. La aventura de filmar, para Rivette, es justamente capturar un azar buscado, mediante un dispositivo diferente en cada película, pero con unas constantes: un grupo de actores y actrices, un espacio que los conecta y un elemento de ficción que actúa como detonante y que, en la mayoría de sus películas, adopta la forma de una conspiración. Complots, secretos, búsquedas de tesoros, apariciones fantasmagóricas, tramas todas ellas inverosímiles, como debe serlo toda ficción que se precie, desencadenan los deseos, miedos, gestos, reacciones y rebeldías de personajes que nunca dejan de ser intérpretes. Esa extrema apertura permite que, en una obra que sería difícil calificar de política en el sentido clásico, se cuelen significantes que están en el aire de los tiempos. La conspiración en Paris nous appartient (1960) tiene aún el aspecto paranoico de la Guerra Fría y los agentes dobles. En Out 1 (1971) se transmuta en un rastrear las redes trenzadas en la revolución recién acontecida y, por extensión, en averiguar cómo vivir después de la revolución. En Le Pont du Nord (1981) el mal casi ha triunfado y a las guerrilleras sólo les queda una huida incesante a la intemperieEn toda la obra de Rivette, las casas (encantadas o no) tienen un papel predominante, hasta el punto de que sus colaboradores afirman casi en serio que buscar la casa donde rodar les ocupa mucho más tiempo que encontrar todo lo demás. En cambio Le Pont du Nord, radiografía de un país desesperado, es una película que se desarrolla íntegramente a la intemperie, en una ciudad mellada por los solares.. Las protagonistas de La Bande des Quatre (1994) viven una aventura policiaca que se incrusta en sus vidas amorosas y en la que los noticiarios televisivos irrumpen en el espacio del teatro que les es propio. Y en Secret defense (1998), la asfixiante codificación de la realidad (el secreto es ahora un secreto de Estado), la compartimentación de la existencia (la casa ya no nos pertenece; el metro, del que se entra y sale a voluntad, se sustituye por un tren de larga distancia sin paradas y, sobre todo, la protagonista ha perdido la capacidad de comunicarse con otras mujeresLa interrupción del diálogo entre mujeres es siempre una señal de alarma en el cine de Rivette. El ejemplo más diáfano de esto probablemente sea L’Amour fou. Y, a la inversa, en L’Amour par terre, donde las mujeres protagonistas ven continuamente coartada su complicidad por la intervención de los varones aprendices de demiurgos, son los encuentros casuales con otras mujeres los que les abren de nuevo los ojos.), convierten esa película en lo más cercano a una tragedia en la obra de Jacques Rivette.

Una casa y un tren...

La obra de Rivette es paradigmáticamente moderna (frente al clasicismo de Truffaut o incluso de Rohmer, por ejemplo), permeada por la música contemporánea y el teatro de vanguardia de la época. En la mayoría de sus películas, los guiones no están escritos de antemano sino que se desarrollan durante el rodaje a partir de una trama mínima, en algunos casos los diálogos se confían enteramente a la improvisación y al trabajo de los actores y actrices, y este trabajo de improvisación se transparenta en la pantalla: los personajes son actores y viceversa. Las duraciones no son convencionales: uno de los rasgos más característicos de Rivette es ser autor de películas largas, a veces incluso muy, muy largas. 

Sin embargo, la vía Rivette entronca de una manera novedosa con una de las corrientes del cine primitivo. Suele ser habitual a la hora de calificar las tendencias cinematográficas hablar de la tradición Lumière y la tradición Méliès. La tradición Lumière es el registro de la realidad, el cine como testigo maravillado o crítico de lo que lo rodea. No solo es la tradición documental sino la de todo cine que haga de la contemplación su punto fuerte. La tradición Méliès es la manipulación, el trucaje, el empleo de las posibilidades técnicas del cine para hacer aparecer y desaparecer objetos, para dislocar el tiempo, desde los trucos más sencillos hasta los complejos efectos especiales del cine contemporáneo. Son dos extremos que ilustran la enorme potencia expresiva del cine. Rivette sigue un camino intermedio, el que han tomado casi todos los maestros de lo inquietante y lo maravilloso, desde Georges Franju y Alfred Hitchcock hasta David Lynch, y que podríamos llamar la tradición Feuillade. 

Más que con el golpe de estado del cine sonoro, me parece que la inflexión fundamental de la historia del cine se produce con la infiltración irresistible del color (...) No querría limitarme a enunciarlo en pocas palabras pero, desde entonces, la materia con la que cuenta el cineasta no es ya el fantasma de las cosas, sino sus apariencias más vivas y sorprendentes, y él debe componer con su concreción, con su gravedad y, si se quiere, con su carácter único. Las arrastrará a lo abstracto a expensas de lo individual y de lo singularJacques Rivette, «L’Âge des metteurs en scène», Cahiers du cinéma, nº 31, enero de 1954..

Louis Feuillade ha pasado a la historia del cine por filmar, entre 1913 y 1922, varios seriales fantásticos, entre ellos Fantômas, Judex, Las vampiras o Tih Mihn. Rodados en escenarios naturales, en las calles y casas de París, protagonizados por vampiras, ladrones de guante blanco, vengadores, siluetas misteriosas, casi siempre vestidas de negro, que caminan por los tejados, se deslizan por los canalones, trepan muros. Fantasmas interactuando en un mundo real, evidentemente humanos, pero de los que se predica, desde la trama, que son seres sobrenaturales. En Va savoir (2001), probablemente la última gran película de Rivette, Jeanne Balibar sale por un tragaluz y camina por los tejados como una nueva Fantômas. La acción de las películas se desencadena mediante el mecanismo más básico de la ficción: «Érase una vez...». En Duelle (1976), Juliet Berto aparece en el vestíbulo de un hotel de tercera, vestida con la elegancia remota y el aire misterioso de Musidora, pero concreta, en color. Y un personaje enuncia: «Es la hija de la Luna». La ficción puede comenzar. Las protagonistas de Céline et Julie vont en bateau (1974) (que no por nada se tituló en inglés Phantom Ladies over Paris) surgen por sorpresa la una ante los ojos de la otra, se sustituyen sin que aparentemente nadie se dé cuenta y se cuelan en una casa (siempre una casa), que es una película dentro de una película, una adaptación de Henry James, que ellas ponen patas arriba. Y aunque, con diferencia, el autor clásico más «adaptado» por Rivette sea Balzac [que es el pretexto de la conspiración de Out 1L’Histoire des Treize., el punto de partida de La Belle Noiseuse (1991)El relato «La obra maestra desconocida». y quien proporciona el argumento de Ne touchez pas la hache (2007)La Duchesse de Langeais, segunda parte de L’Histoire des Treize.], que además entronca con el aire folletinesco de Feuillade, mencionamos a Henry James, de quien hemos cogido prestado el título de este artículo, porque vemos cierto paralelismo entre los dispositivos de ficción de ambos autores. Henry James se sentía a sus anchas observando a la gente inmersa en sus rituales sociales, admirando la incansable negociación entre las emociones genuinas y su encorsetada expresión pública. Y, de tanto en tanto, introducía una pequeña semilla de ficción, también en muchos casos en forma de conspiración y esperaba a ver cómo afectaba esto al comportamiento del grupo. Añadid unas buenas dosis de alegría y un gusto acentuado por la magia y lo maravilloso y el resultado se parecerá bastante al método Rivette.

Una casa, un tren y un grupo de actores

«Hacer teatro es tan difícil como forzar la caja fuerte de un banco. Hacen falta cómplices» 
– Jean Renoir, en Jean Renoir, le Patron

La impresión que dan las películas de Rivette es que él ha sido inmensamente feliz rodándolas. Transmiten la sensación de que no hay nada mejor en el mundo que juntar a un grupo de gente con talento, proponerles una situación y darles un espacio para jugar. Es en este punto donde se trenza la larga y compleja asociación del cine de Rivette con el teatro. En su primer largometraje, Paris nous appartient, la trama conspiratoria se mezclaba con el argumento más paradigmático del cine musical: la aventura de montar una obra teatral. Ese argumento vertebra igualmente L’Amour fou, Out 1, L’Amour par terre, La Bande des quatre, Va savoir y, en su variante «salvemos la compañía teatral», 36 vues du pic Saint-Loup (2009), su última película. Su segunda película, La Religieuse (1966), es una adaptación cinematográfica de, a su vez, una adaptación teatral de la novela de Diderot. Pero, ese mismo año, Rivette filma Jean Renoir, le Patron, para la serie Cinéastes de notre temps, y escuchando al maestro redescubre en sí el gusto por la improvisación y el cine de guerrilla que habían impulsado su primera película y que ya no lo abandonarán más. Y descubrirá también, en palabras de André Labarthe, productor de la serie Cineastes..., que «no hay un antes y un después del rodaje, que no hay fronteras entre delante y detrás de la cámara, que esta rueda, pero como rueda la tierra alrededor del sol». Irrumpe primero la improvisación absoluta (L’Amour fou, Out 1), después los diálogos escritos por las intérpretes (Céline et Julie vont en bateau), después la escritura a medida que se desarrolla el rodaje... Y, como entre los cómplices-actores de Rivette, muchas son actrices (Bulle Ogier, Juliet Berto, Jane Birkin, Sandrine Bonnaire, Emmanuelle Béart, Laurence Côte, Jeanne Balibar...), con plena libertad para expresar sus deseos y su imaginación, Rivette, a diferencia de sus compañeros de la Nouvelle Vague, no filma «a las chicas que nos gustan», pero sí filma, en cambio, «las cosas como son». Y así entra, con todos los honores, en el club, desgraciadamente selecto, de los cineastas varones no misóginos.

«Al final de todas mis películas me gustaría poner la frase: 
‘esto debería poder continuar...’» 
– Jacques Rivette