La imagen popular bajo sospecha
De Warhol a Banksy
Marta Castanedo, investigadora de problemáticas contemporáneas en torno a la imagen y la representación, habla en esta conferencia impartida el pasado mes de abril en el CBA de la sospecha y la desconfianza que suscitó en su día la obra del artista pop Andy Warhol y la que suscita hoy la de Banksy. Ambos artistas comparten el haber adquirido más fama que su propia obra y ser considerados cómplices del sistema. Castanedo sugiere contemplar la obra de Banksy fuera de la polaridad genio o vándalo, artista o empresario, crítico o cómplice, y nos invita a conocer la estrategia de representación que asume a la hora de hacer sus denuncias.
Voy a hablar, en primer lugar, de por qué creo que sobre la imagen popular se ha cernido, en algunos momentos de la historia, la sospecha; de ahí que conecte a Warhol con Banksy. Después explicaré qué entiendo yo por «imagen popular», y de qué manera se manifiesta la sospecha. Posteriormente, expondré de qué nos distrae el sospechar permanentemente de este tipo de artistas; es decir, ¿a qué callejones sin salida nos abocan ciertos discursos?, ¿qué es lo que nos están impidiendo leer de determinadas obras? Por último, ofreceré mi lectura de la obra de Banksy y después de la de Warhol, para explicar por qué el carácter de sus imágenes es muy diferente, y por qué me parecen interesantes las conclusiones a las que te permiten llegar ciertas imágenes de Warhol sobre las que te permite llegar el arte de Banksy.
Empecemos aclarando a qué me refiero por «imagen popular». En realidad, es algo muy simple: la imagen popular es aquella que ha sido aceptada en poco tiempo por un gran público que excede al especializado; es más, podría decirse incluso que es el tipo de imagen que ha sido aceptada antes por un grupo no especializado que por un público especializado. Ejemplo claro de este fenómeno fue la exposición retrospectiva de Warhol en Filadelfia en 1965, a la que acudió tanto público que se superó por mucho el aforo permitido y tuvieron que descolgar las obras de las paredes porque temían que acabaran destrozadas. A aquella exposición la gente acudía con camisetas estampadas con imágenes de las obras de Warhol, algo que ahora puede parecernos normal, pero es importante recordar que estamos a mediados de la década de 1960, y el hecho de que la beatlemanía estuviera pasando de los músicos a los artistas da cuenta de cómo estaba cambiando el contexto, de cómo se acortaban las distancias entre mundos antes separados. La retrospectiva de Warhol fue una exposición a la que asistió tanta gente, en su mayoría estudiantes universitarios, que Warhol y su séquito –en ese momento, Edie Sedgwick–, después de permanecer atrapados en una escalera saludando a la multitud desde arriba y firmando todo tipo de objetos, tuvieron que salir por la azotea del edificio, ya que las demás salidas estaban bloqueadas. Este es el nivel de aceptación y popularidad. Evidentemente, en este ejemplo también entran en juego otros factores, como que Warhol se estaba convirtiendo en una superestrella. ¿A quién nos recuerda esto? A Banksy, al hecho de que su personaje, aunque sea anónimo, haya adquirido más fama que su propia obra.
Siguiendo con el tema de la popularidad de las imágenes, nos encontramos con lo que ocurrió en la residencia de Banksy en Nueva York en 2013, durante los 31 días del mes de octubre. Agrupados bajo el título Mejor fuera que dentro, Banksy decidió crear una pieza cada día y ubicarlas en diferentes puntos de Nueva York, predominantemente en Manhattan. Fue una especie de búsqueda del tesoro que mucha gente se tomó como un ejercicio lúdico. Se trataba de encontrar el Banksy, fotografiarlo y subirlo a redes sociales. Pero también, con un mayor nivel de implicación, este fenómeno se convirtió en una defensa activa del patrimonio que estaba creándose: sus admiradores llegaron a enfrentarse a aquellos que querían vandalizar las obras y acudían con trapos impregnados en alcohol para limpiar cualquier tipo de estropicio. Las piezas que se insertaban en comercios o en lugares privados eran protegidas por los dueños, que instalaron pantallas de metacrilato para conservar las obras. Sin embargo, esta conservación no se consiguió en todos los casos y algunas piezas sí que fueron taggeadas por grafiteros que no soportaban a Banksy.
Estamos en 2013, a estas alturas, haciendo una analogía con el mundo de la música y con Bob Dylan, Banksy ya ha conectado la Fender Stratocaster en el festival de Newport de 1965. Es decir, ya es un Judas que comercializa sus piezas y expone en galerías, y por ello tiene algunos detractores que le llaman «vendido», ponen en cuestión su autenticidad y sus orígenes y critican que no es uno de ellos: Banksy no viene de la calle, no es del Bronx, es de Bristol, y no pinta a mano alzada, sino con plantillas. Ya no hay vuelta atrás. Para muchos es un traidor y todo lo que hace es hipócrita. Pero más allá de sus detractores, mucha gente mueve las imágenes que encuentra de Banksy por redes sociales y se toma su exposición como un evento que uno no puede perderse; forma parte del ambiente cultural en el que tienes que estar inserto para estar dentro. Un poco como lo que empezó a pasar en los sesenta con las exposiciones de Warhol. Así que, aclarado a qué me refiero con «imagen popular», vamos a esclarecer el tema de la sospecha.
Cuando empecé a pensar en la cuestión de la sospecha y de la desconfianza frente a este tipo de imágenes, inevitablemente me vino a la cabeza el primer simposio sobre arte pop celebrado en diciembre de 1962 en el MoMA de Nueva York. Precisamente, el primer ponente que tomó la palabra, Henry Geldzahler, quien aparte de ser comisario en el MET era amigo de Warhol y uno de sus faros intelectuales, centró su intervención en advertir que la crítica todavía seguía trabajando con unos mitos que le hacían desconfiar automáticamente del tipo de arte que era fácilmente aceptado por el público, porque lo que se consideraba natural era que el gran arte fuera ignorado durante años. La crítica estaba trabajando todavía en el marco del artista alienado, pero lo que estaba pasando en aquel momento, lo que estaba cambiando el arte pop era que, por primera vez en ese siglo, el artista americano tenía una audiencia, marchantes, críticos, museos, galeristas y coleccionistas dispuestos a que todo funcionara desde el momento mismo en el que el arte estaba siendo creado. No había que esperar para la aceptación, era inmediata.
El arte pop, recordemos, es un arte muy directo que utiliza imágenes que, como diría Warhol, «cualquiera que pasara por Broadway podría identificar en un abrir y cerrar de ojos»; un arte, por lo tanto, descodificado para la audiencia, un arte que había abandonado los monólogos interiores del pasado y se había abierto a la realidad de los medios de comunicación y la producción de masas, tanto en su imaginería como en sus técnicas pictóricas. Con el arte urbano pasa un poco lo mismo, no solo porque utiliza trazos de iconografía popular que es accesible, sino porque el espacio en el que se ubica es la calle. Pero volviendo al arte pop, en aquel momento el hecho de que fuera más accesible que otro tipo de arte, aunque sus piezas se ubicaron en galerías y museos, hizo saltar las alarmas. La crítica sospechaba y se preguntaba cuáles eran sus intenciones, qué mensaje querían transmitir los artistas pop, qué sentido tenía todo aquello. Se presentaron tan solo dos opciones: o estaban haciendo una sátira de la sociedad de consumo o la estaban aceptando complacientemente, pues, para algunos, el hecho de someter al espectador a tales indignidades tenía que ser forzosamente satírico, no podía haber otra razón para pintar imágenes tan vulgares. De lo contrario, solo podía significar que aquello que reproducían era de su agrado. Este es el primer callejón sin salida en el que se mete el discurso sobre el arte pop.
Geldzahler va a dar con la clave: era inútil buscar actitudes de aprobación o desaprobación en este arte de sátira o de glorificación de su sociedad, hacerlo sería simplificar este tipo de arte, que significa ni más ni menos que una nueva forma de acercarse a la realidad; es decir, una nueva forma de representar. Con el arte pop estaba naciendo un nuevo tipo de sensibilidad que registraba e imponía una distancia con respecto de lo representado, pues la pretensión de este arte era ofrecer una imagen fría y sin comentarios. ¿Qué es lo que ocurre? Que este tipo de sensibilidad se enjuicia, y volvemos entonces a otro callejón sin salida: estos artistas son cómplices o son cínicos. Pero también tenemos el caso contrario, donde se considera que estos artistas, a través del gesto irónico, están parodiando la sociedad de consumo y son una especie de realistas sociales sui generis. Estas eran las coordenadas donde se insertaba a Warhol, por ejemplo, y de nuevo creo que es un error plantearlo desde aquí. Esto ya nos resuena un poco a Banksy, a quien también se ha encasillado en dos polaridades: genio o vándalo, artista o empresario, crítico o cómplice, estableciendo así un marco que ya inevitablemente obliga a llegar a determinadas conclusiones. Conclusiones, desde mi punto de vista, limitadoras.
Siguiendo con el tema de la sospecha, lo que yo quiero resaltar es ¿por qué se cuestiona más, con un mayor nivel de escrutinio, la complicidad con el sistema capitalista, con el mercado, con el espectáculo, de aquellos artistas que producen un arte más abierto e inmediato? Porque como he dicho, las imágenes, tanto de Warhol como de Banksy, nos gusten o no, llegan al público, y esto se sabe porque una audiencia no especializada las «entiende» (con muchas comillas, porque creo que para entenderlas también hace falta cierta pedagogía). Desde la década de 1960 se cuestiona la relación del arte pop con el capital. Y aunque en esto, a lo mejor, tenía mucho de culpa Warhol y su intención declarada de ganar mucho dinero con sus obras, lo cierto es que no se cuestionaba de la misma manera la relación de otros artistas con el mercado del arte, como la de los expresionistas abstractos, por ejemplo. El discurso predominante sobre este tipo de arte nunca era ese. Sin embargo, existen muchos ejemplos de lo cómplices que estaban siendo, no solo con la lógica del mercado del arte, sino con la propaganda anticomunista dentro y fuera de Estados Unidos. Podemos citar a estudiosos de este tema, como Serge Guilbaut, Frances Stonor Saunders, Max Kozloff, Eva Cockroft, mucha gente que ha estudiado este fenómeno, lo ha cuestionado y, sin embargo, en este asunto seguimos poniendo el acento en un determinado tipo de arte sobre otro. Esto tiene que ver con la temática de la obra, pero también con su rápida aceptación. Ahí es donde opera el prejuicio. Por eso traía el ejemplo del simposio de 1962, porque cuando algo es aceptado muy rápido, y además por un determinado tipo de público, parece que hay que sospechar, que hay que afilar la pluma, no vaya ser que este artista que está pintando murales en la franja de Gaza sea en el fondo un burgués que luego vende su obra por millones.
Al margen de este tipo de consideraciones, ¿de qué nos distrae todo esto? Con respecto a Banksy, parece que debemos situarnos en un marco articulado en torno a dos grandes temas: en primer lugar, su relación con la institución del arte, es decir, todo el debate en torno a los límites del arte propiciado por el arte urbano y si debe estar en un museo o no y, en segundo lugar, su relación con el mercado del arte; a saber, si el artista es cómplice o no del sistema –aunque sus obras sean críticas con el mismo–, simplemente porque está participando en las lógicas comerciales. De lo que nos distrae esto es de la obra de Banksy y de la estrategia de representación que asume para realizar estas denuncias. Ciertamente, ahí sí creo que sale perdiendo el artista, por eso Banksy controla muy bien el discurso en torno a su figura, como también lo controlaba Warhol, por cierto. De ahí que Exit Through The Gift Shop gire eminentemente en torno a estos temas. Es como si estuviera más cómodo en esos marcos y no en uno que se pregunte: ¿cree usted que su estrategia es la más efectiva para pensar fuera de la caja, como propone?, ¿a quién está llamando a pensar? Lo que propongo es evitar entrar en estos callejones sin salida. Con esto no quiero decir que no deban hacerse tales análisis: no se trata de aceptar acríticamente cualquier tipo de propuestas volviendo a un formalismo estéril, se trata de que estos discursos no encierren por completo la obra, que no agoten las interpretaciones.
Voy a tratar de resumir por dónde empezaría yo a hablar de Banksy y por qué creo que cierto arte de Warhol, al contrario de lo que pueda parecer, es más efectivo para pensar no fuera de la caja, sino desde dentro, y desde un lugar que incomoda un poco más que aquel en el que se sitúan las piezas de Banksy.
Empecemos con Banksy. Vamos a tomar como ejemplo una pieza que ilustra bastante bien la búsqueda del artista a la hora de hacer una denuncia. Se titula ATM Girl (2007). En esta pieza de arte urbano vemos una imagen directa: una niña y un cajero automático, algo que puede reconocer todo el mundo. Los dos elementos están posicionados de manera bastante esquemática, y esto se produce por el empleo de las plantillas que reducen la imagen a sus elementos mínimos. No es, por tanto, una reproducción realista, aunque jugando con los elementos originales de la fachada se trate de generar la ilusión de que lo que ahí se está contemplando es realmente un cajero automático. Por un lado, tenemos una representación sencilla y directa de una escena que cualquiera puede comprender, y digo escena porque en esta imagen está ocurriendo algo: del cajero automático sale un brazo robótico que parece que está por engullir a una niña que, sobrecogida, se resiste. La yuxtaposición de ambos elementos genera un contraste; el contraste es el sello de Banksy. En este caso, el contraste es entre dos mundos: el de la inocencia de la niña y el del corporativismo financiero. Aquí es donde se juega con el shock y la provocación. No hay ambigüedad en el mensaje que quiere transmitir, ni se pretende. Es el espectador quien, cuando se topa esta obra por la calle, tendrá que interpretarla. Sin embargo, el planteamiento de la pieza está bastante orientado a llegar a una determinada conclusión, algo así como condenar la indiferencia automatizada de las instituciones financieras y la naturaleza psicopática del capitalismo.
En Banksy sí podemos hablar de la existencia de varias capas de significado. Algunas aparecen cuando se tiene en cuenta la relación con el contexto espacial y su relación con otros elementos del entorno, como su emplazamiento en barrios determinados o en edificios y construcciones emblemáticos. También se relacionan con el contexto temporal, con el momento en el que estas obras aparecen. Podemos entonces hablar de capas, pero no podemos hablar de ambigüedad de significado, porque en las obras de Banksy no pueden darse al mismo tiempo una idea y la contraria. El patrón descrito será común en muchas de sus piezas: yuxtaposiciones que generan contraste, shock, condena y llamada a pensar. Pero ¿quién se detiene y piensa? El que ya ha sacado la misma conclusión que el artista. Volveré sobre esto luego.
Voy a saltar a Warhol para que se vea la diferencia entre el carácter de unas imágenes y otras, porque, aunque haya decidido ponerlas al nivel de imágenes populares, no son iguales. Me centraré en la pieza titulada Pink Race Riot (1963), que forma parte de la serie Muerte y desastre, realizada en la primera mitad de los años sesenta. La obra se realiza poco después de una de las cargas contra los manifestantes en Birmingham, Alabama, durante la lucha por los derechos civiles en mayo de 1963. De esta pieza tenemos que destacar varios elementos. Lo más evidente quizá sea el uso del color, que genera contraste con el tema tratado, donde encontramos la primera ambigüedad: no está claro si el color sirve para acentuar una escena de violencia o para frivolizarla, reduciéndola a un mero elemento ornamental para deleite del espectador. En segundo lugar, nos encontramos con la composición en forma de cuadrícula y la repetición serial de imágenes. Concretamente, en esta pieza aparecen tres imágenes distintas que se repiten solo un par de veces cada una, pero dentro de la obra de Warhol podemos encontrarnos con que una misma imagen puede repetirse veinte veces dentro de un cuadro. La repetición, de nuevo, no aclara si acentúa o neutraliza la violencia de la escena representada. En tercer lugar, pensemos en el punto de vista técnico, Warhol, a través de la serigrafía, incorpora estas imágenes al lienzo; en este caso, lo que tomó el artista como referencia es una serie de imágenes que aparecen en un medio de comunicación impreso, la revista Life. La serigrafía es una técnica que, como también veíamos con el uso de las plantillas en Banksy, lo que hace es reducir la imagen a sus mínimos elementos: no hay profundidad, no hay matices, no hay realismo. No es una reproducción realista y, sin embargo, el espectador puede concebir la realidad, porque en ese momento está acostumbrándose a que las imágenes que aparecen en los medios de comunicación muestren la realidad, o más bien, sean la realidad. Además, al emplear esta técnica, Warhol no está creando nada propio, propio será el resultado, pero la imagen que toma no es suya, por lo tanto, estamos hablando de una representación de segundo grado. Dicho de otro modo, para representar la realidad, Warhol toma una representación ya dada, lo que significa que para adoptar un punto de vista el artista se apropia del punto de vista de un otro, se oculta, y en este gesto también va a estar la clave.
Lo interesante de esta pieza de Warhol es que sitúa al espectador en un lugar incómodo, porque, cuando la miras, el punto de vista que asumes es el que asumía Warhol en su vida y en su obra, el de voyeur. El sujeto se está enfrentando a la realidad mediada por los medios de comunicación. Antes, cuando hablaba de las características generales del arte pop, mencioné el tema del registro, de limitarse a registrar y no a juzgar la realidad. Expliqué también la distancia de esta nueva forma de representar la realidad bajo la que subyace otra sensibilidad. Es Warhol quien lleva este elemento al extremo. Como puede observarse en el ejemplo, la pieza muestra imágenes de violencia racista sin que el artista emita un juicio deliberado sobre ello. En esta obra concreta, Warhol nos presenta una escena donde existe un claro agresor y una clara víctima; no obstante, no se atisba intención de condena por parte del artista. Esto se debe sencillamente a que la obra no trata de eso. Aquí es donde radica la diferencia con las imágenes de Banksy: Warhol ha renunciado a su autoridad. En Warhol no hay mensaje condenatorio –en Banksy sí– y, al no haber mensaje condenatorio, no hay público afín al que dirigirse.
Charles Harrison y Paul Wood decían lo siguiente sobre esta pieza: «La serie Desórdenes raciales no ofrecía la vocación de demostrar la inhumanidad humana del hombre, como revelaría el ojo del artista comprometido, sino algo menos cómodo para el espectador. Al mostrar representaciones de la policía racista en acción, la obra de Warhol incluye al espectador en el círculo de los responsables, lo que disminuye las posibilidades de respuesta moralizadora, y tiene la capacidad de inducir a una incómoda pasividad ante la propia complicidad». Es decir, la forma en la que Warhol representa este tipo de temas posibilita que el espectador pueda llegar a la conclusión: el voyeur soy yo, no los demás; yo, que miro, también estoy dentro de la situación. Las representaciones de Warhol de los años sesenta, concretamente la serie de la que formaba parte esta obra, ofrecen una experiencia; dejan espacio para asumir en primera persona la indiferencia con respecto al mundo, potenciada y propiciada por los medios de comunicación de masas. Este mensaje puede resultarnos ahora algo evidente, pero se está adelantando cinco años a La sociedad del espectáculo de Guy Debord. Por el contrario, las obras de Banksy apelan a los convencidos, y esto es menos eficaz, porque ahí sí que el espectador afín se pone por encima de la escena representada. Esto sucede por la forma en la que Banksy decide representar sus escenas, por la estrategia que utiliza.
Hay dos autores que resumen bien esta postura. Cuando en 1975 Mary Gordon le preguntó a Hans Haacke, un artista que desde 1970 se había labrado la reputación de artista político, sobre los artistas cuyas pinturas eran afirmaciones políticas muy directas, Haacke respondió que tenía simpatía hacia su sentir, pero que no estaba seguro de que el modo en el que algunos de estos artistas avanzaban retóricamente fuera el nivel en el que estaban actuando sus objetivos. Creía que, en estos casos, el sistema al que se estaba atacando era mucho más sofisticado que su protesta, y decía «es emocionalmente gratificante señalar cualquier atrocidad y decir que ese de ahí es el bastardo responsable de ella, pero efectivamente una vez que la obra llega a un lugar público solo se dirige a la gente que comparte esos sentimientos y ya está convencida de antemano. Los llamamientos y condenas no le hacen pensar». O algo peor, como afirmaba Susan Sontag: «Siempre que sentimos simpatía sentimos que no somos cómplices de las causas del sufrimiento. Nuestra simpatía proclama nuestra inocencia, así como nuestra ineficacia».
Warhol representa bien una parte de la sociedad en la que vivía. No significa que esto fuera toda la realidad, pero sí era una parte y él la estaba mostrando y representando con una estrategia efectiva. El hecho de que en sus imágenes no exista una respuesta moralizadora por parte del artista forma parte de esta estrategia. Aquí es donde reside el potencial crítico del arte pop, no en su contenido; es decir, no se trata de si es crítico con el sistema o no, sino de su distanciamiento; un distanciamiento con el tema mostrado que, como decíamos, cede todo el protagonismo al espectador. Sus imágenes son reconocibles y al mismo tiempo, gracias al modo en el que están representadas, con esa frialdad mecánica de la serigrafía, con la repetición y el empleo del color, el significado es ambiguo para el espectador. Sus imágenes no dicen nada o lo dicen todo, y esto va a depender del espectador que las mire, porque, como decía Roland Barthes: «Por más que el pop despersonalice el mundo, aplane los objetos o deshumanice las imágenes, sigue habiendo sujeto, ¿qué sujeto? El que mira».
En definitiva, lo que trato de transmitir es la importancia del marco de debate sobre las obras de arte. Porque en mi experiencia, si este trabajo hubiera tenido que plantearlo en las dicotomías de las que les hablaba al principio –cómplice o sátiro–, no hubiera podido llegar a estas conclusiones. Salir de estos marcos es lo que permite analizar la obra de arte desde otro lugar, un lugar que permite seguir construyendo discurso. Como ya recalcaba anteriormente, no es que no se deban hacer análisis sobre la relación del arte y el mercado, sino que no debe reducirse una obra y un artista a esto, porque puede llegar a bloquear nuestra imaginación. Es peligroso que una obra o un artista se queden encerrados en determinados límites, y que parezca que ya no puede decirse nada más sobre ellos. Seguir con discursos reiterativos es hacer que el artista se vuelva cómplice y también nos vuelve cómplices a nosotros, porque su obra ya no nos ayuda a interpretar la realidad, el arte deja de ser un mirador privilegiado. Por eso quiero acabar citando a Warhol, cuando, en su maravillosa Mi filosofía de A a B y de B a A, decía: «A veces la gente deja que el mismo problema le abrume durante años cuando bastaría con decir "¿y qué?"». Ahora, con la melodía de Miles Davis sonando en nuestras cabezas, cuando nos enfrentemos a este tipo de artistas, tan populares, tan bajo sospecha, habría que decirse: «¿Genio, vándalo, cómplice, héroe comprometido, cínico?, ¿y qué? A ver qué tiene que ofrecer».